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sábado, 6 de junio de 2020

Pandemia y capitalismo renovado

El capitalismo cambia, se recicla, se amolda. Y solo, no cae. Numerosas son las voces que dicen que este sistema no va más, que tiene que desaparecer, que hay que reemplazarlo. Estamos absolutamente de acuerdo. Pero ¿cómo emergerá luego de la pandemia? ¿Solo porque el neoliberalismo está agotado habrá un cambio de modo de producción?

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Estamos viviendo una pandemia que, según informan los entendidos, se podrá prolongar aún un par de meses. O incluso, según anuncian voces que se dicen autorizadas, no se extinguirá hasta que aparezca la ansiada vacuna. La diseminación del virus sigue en ascenso en ciertas regiones del planeta, así como las muertes que produce, mientras en otras ya parece haber pasado lo peor. Pero el pánico se mantiene. El miedo se apoderó de toda la humanidad, y las coercitivas medidas de contención sanitaria ya se tornaron normales, aceptadas: cuarentenas con confinamientos, toques de queda, distanciamiento de unos con otros, ley marcial. “Quédese en casa” pasó a ser la norma. Todo eso marca el paisaje mundial actual.

Es importante puntualizar esto porque, junto a esta nueva “plaga bíblica” que parece haber caído sobre la humanidad (según la catarata interminable de los medios masivos de comunicación que han logrado expandir este pánico universal), las contradicciones de base no se alteraron ni un milímetro. Asistimos, definitivamente, a una crisis sistémica monumental (financiera y del aparato productivo) más profunda aún que la del 2008, similar o peor que la de la Gran Depresión de 1930, que sectores interesados han querido atribuir a la aparición de la pandemia (lo cual no es cierto), pero que en realidad muestra las insalvables falencias de un sistema injusto, despiadado, que produce más de lo necesario, y que por sus mismos límites intrínsecos no puede satisfacer necesidades básicas de la población mundial. 

El sistema capitalista está haciendo agua; la crisis bursátil empezó en diciembre del año pasado, estallando monumentalmente en los primeros meses del 2020. Los movimientos financieros, que dieron lugar a fortunas fabulosas en detrimento de la producción, estallaron, y aunque ello no se publicitó mucho -al contrario: se trató de ocultar- el sistema global entró en una crisis fenomenal. La crisis sanitaria (real, pero definitivamente amplificada en grado sumo) encontró en la crisis económica una justificación perfecta. Al final de la pandemia se tendrán unas 800,000 víctimas mortales quizá, 100 o 150 mil muertes más que con la gripe estacional. Como dice Erick Toussaint: Aunque haya una relación innegable entre los dos fenómenos (la crisis bursátil y la pandemia del coronavirus), eso no significa que no es necesario denunciar las explicaciones simplistas y manipuladoras que declaran que la causa es el coronavirus. (…) No solo la crisis financiera estaba latente desde hacía varios años y la prosecución del aumento de precio de los activos financieros constituían un indicador muy claro, sino que, además, una crisis del sector de la producción había comenzado mucho antes de la difusión del COVID, en diciembre de 2019. Antes del cierre de fábricas en China, en enero de 2020 y antes de la crisis bursátil de fines de febrero de 2020. Vimos durante el año 2019 el comienzo de una crisis de superproducción de mercaderías, sobre todo en el sector del automóvil con una caída masiva de ventas de automóviles en China, India, Alemania, Reino Unido y muchos otros países”. 

Hay crisis sanitaria, pero mucho más, hay una sistemática, histórica y estructural injusticia en el sistema, que la actual pandemia de COVID-19 permite apreciar en toda su dimensión. El hambre continúa expandiéndose año a año, cada día mueren 24,000 personas de hambre y por causas relacionadas con la desnutrición son 100,000, lo que da un total de 35 millones de muertes al año”, expresó Jean Ziegler, consultor de organismos internacionales. “Cuando según datos de la FAO (Fondo para la Agricultura y la Alimentación de la ONU) en el mundo se producen alimentos para alimentar a 12,000 millones de personas [actualmente somos casi 8,000 millones] (…), cada niño que muere de hambre es un asesinato”. El COVID-19, con una letalidad de alrededor del 4% (o menos, según los últimos estudios), está matando, en promedio, alrededor de 2,000 personas diarias (con una curva epidemiológica que hoy tiende a aplanarse), junto a muertes provocadas por otras afecciones que bien podrían evitarse con los cuidados respectivos (enfermedades cuya curva no se aplana; por favor, no olvidar nunca eso en los análisis: ¡¡curva epidemiológica que hoy no tiende a aplanarse!!): los 3,014 que mata cada día la tuberculosis (y, como van las cosas, seguirá matando), o los 2,430 de la hepatitis B, los 2,216 de la neumonía, los 2,110 del VIH-SIDA o los 2,002 de la malaria, de acuerdo a datos de la Organización Mundial de la Salud. Dolencias que, en muchos casos, son “enfermedades de la pobreza”, enfermedades que denotan la falta de atención para las poblaciones. La diferencia de clases, con una clase que lo posee todo (porque explota) y otra que vive en la indigencia (porque es explotada), sigue siendo el núcleo de nuestra organización social. ¿Podría cambiar esa estructura este germen patógeno que ha matado ya más de 350,000 personas al momento de escribir estas líneas, un 95% de los cuales son seres humanos mayores de 65 años? ¿Por qué lo cambiaría? Para el fin de la pandemia habrán muerto quizá 700 u 800 mil personas; en el mismo período de tiempo, por hambre o por causas ligadas al hambre: no menos de 15 millones. ¿Desde cuándo los gobiernos de derecha, conservadores y neoliberales, que inundan hoy el planeta, incluso con posiciones neofascistas, se preocupan tanto, pero tanto y tan insistentemente, de la salud de sus poblaciones? Algo huele raro. ¿Se sacarán ejércitos a las calles para detener el hambre? Obviamente no. 

La actual pandemia de coronavirus puede marcar un parteaguas en la historia. No está totalmente claro el análisis del surgimiento del agente etiopatogénico (¿virus natural que pasó al ser humano? -algunos dicen que eso es imposible-, ¿arma bacteriológica?, en tal caso: ¿de quién?, ¿virus natural que mutó?), y mucho menos, no se sabe cómo seguirán luego las cosas, pero todo indica que este evento no es un elemento menor. Sin dudas, por la magnitud que ha cobrado el fenómeno, tendrá repercusiones grandes y duraderas. ¿Fin del neoliberalismo? ¿Final del capitalismo? ¿O nuevo capitalismo reforzado? 

Seguramente cambiarán cosas, porque terminada la pandemia habrá más muertos y más pobreza. O, al menos, más pobreza para las clases subalternas, eterna e históricamente olvidadas. Tengamos cuidado con las informaciones que circulan y muestran el caos económico generado. Sin dudas, para la clase trabajadora mundial todo esto es una pésima noticia, y para muchas pequeñas y medianas empresas también. Ahora bien, de las megaempresas que manejaban el mundo hasta antes de la explosión de la crisis sanitaria, no todas saldrán golpeadas. Las petroleras, por ejemplo, probablemente sí (curiosamente la familia Rockefeller, ícono de la riqueza estadounidense, salió del negocio del oro negro en el 2017. ¿Vamos hacia las energías renovables?). Las de alta tecnología, los “Silicon Six”, como se conoce a Microsoft, Google, Apple, Facebook, Netflix y Amazon, no. Al contrario: en este momento, con el encierro forzado, el consumo de estos productos se disparó sideralmente. Nunca habían ganado tanto dinero como ahora con la pandemia. Las fortunas más grandes se van acumulando en estos últimos años en las empresas ligadas a la cibernética, la inteligencia artificial, la informática, la robótica (de las que China, pareciera, ha tomado la delantera sobre el resto del mundo. Evidentemente, su imagen de fabricante de “juguetitos de mala calidad” quedó totalmente atrás). Como ejemplo representativo, el cambio que se ha venido dando en la dinámica económica de la principal potencia capitalista, Estados Unidos: para 1979, una de sus grandes empresas icónicas, la General Motors Company, fabricante de ocho marcas de vehículos, tenía un millón de trabajadores -daba trabajo a la mitad de la ciudad de Detroit, de tres millones de habitantes-, con ganancias anuales de 11,000 millones de dólares. Hoy día Microsoft, en Silicon Valley, mientras Detroit languidece como ciudad fantasma con apenas 300 mil pobladores, ocupa 35 mil trabajadores, con ganancias anuales de 14,000 millones de dólares. El capitalismo está cambiando: no se hizo menos explotador, sino que ahora explota de otra manera, con mayor sutileza (el llamado teletrabajo, ¿no es una forma de explotación también?)

Se ha creado una simbiosis entre algunas de las mayores empresas tecnológicas y el aparato político del capitalismo”, expresan Daniele Burgio et alia. Léase: las industrias de las telecomunicaciones, gigantes comerciales por supuesto, en connivencia con los gobiernos para: 1) ganar dinero, y 2) espiar (controlar) a la población. En 1998, el entonces director de la CIA, George Tenet, afirmó que “las nuevas tecnologías darán a Estados Unidos una importante ventaja estratégica. Nuestra Dirección de Ciencia y Tecnología ha elaborado un plan para crear una nueva estructura empresarial con la tarea de obtener acceso a la innovación del sector privado” (léase: participación en las Silicon Six, las empresas más rentables de la actualidad). El capitalismo más desarrollado va presentando nuevas modalidades: las más refinadas tecnologías de la información y la comunicación marcan el rumbo hoy (ahí están las fortunas más grandes), y los servicios de inteligencia de las grandes potencias marchan de la mano con ellas. 

Aunque hay cambios en su forma de actuar, en su dinámica visible, el capitalismo estructural persiste: la extracción de plusvalor sigue siendo su savia vital. Y la lucha de clases, naturalmente, también persiste. Warren Buffett, uno de los grandes magnates actuales (estadounidense, financista con 90,000 millones de dólares de patrimonio), lo dijo sin cortapisas: “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, que está haciendo la guerra, y la estamos ganando”.

El capitalismo cambia en su cosmética, pero no en su base. Para salvar al capitalismo hay que modificarlo”, dijo un alto directivo de una corporación multinacional. Es decir, gatopardismo: cambiar algo para que no cambie nada. La enorme clase obrera industrial urbana de las principales potencias está en vías de extinción: la robótica y el traslado de fábricas hacia el Tercer Mundo -donde se prohíben los sindicatos y la mano de obra es infinitamente más barata que en el Norte- la ha adelgazado y quebrado en las metrópolis. Nuevos negocios van apareciendo, ligados a las nuevas tecnologías. Quizá deba incluirse también en los business del futuro (además de los arriba señalados. ¿El petróleo dejará de serlo?) a la gran corporación farmacéutica, la Big Pharma, como se le conoce (o “farmamafia”, como elocuentemente se la ha llamado). Según datos dispersos (dada la secretividad con que se mueven), representantes de la GAVI, la Global Alliance for Vaccines and Immunization, y su fundador y principal financista, Bill Gates con su benemérita Fundación, insisten cada vez más en la necesidad de una vacunación universal. Como todo esto de la pandemia está aún muy confuso, nadie puede asegurar categóricamente nada. “Microbios y no misiles”, dijo el magnate de Silicon Valley que es el actual problema de la humanidad: ¿no llama la atención que esté tan interesado en estos temas este mecenas? Resulta sugestiva su preocupación por el asunto, por lo que pensar que allí se juegan agendas desconocidas por la opinión pública mundial no parece paranoico. 

Esa gigantesca corporación farmacéutica llegó a hablar del “drogado preventivo” en el ámbito de la salud mental; o sea: consumir fármacos antes que aparezcan los síntomas. ¿Quién decide el consumo: los usuarios o los fabricantes? Eso, por supuesto, si a alguien beneficia, es a las grandes corporaciones (la gente no necesita vivir drogada, obviamente. Para eso ya tiene la televisión y las redes sociales). Curiosamente el Manual de Psiquiatría estadounidense pasó, de 106 “enfermedades mentales” en su primera edición de 1952, a 216 en su quinta edición, de 2016. ¿Crecieron tanto los “enfermos mentales” o creció la voracidad de las empresas farmacéuticas? 

El capitalismo cambia, se recicla, se amolda. Y solo, no cae. Numerosas son las voces que dicen que este sistema no va más, que tiene que desaparecer, que hay que reemplazarlo. Estamos absolutamente de acuerdo. Pero ¿cómo emergerá luego de la pandemia? ¿Solo porque el neoliberalismo está agotado habrá un cambio de modo de producción? Por otro lado, ¿quién dice que está agotado? La clase trabajadora mundial, y en general los sectores oprimidos de todo el globo están golpeados: los megacapitales no. La pandemia de coronavirus, ¿por qué traería ese cambio? “El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”, decía con exactitud el dirigente ruso Vladimir Lenin.

Que vamos hacia una superación de la globalización neoliberal y un fin del capitalismo financiero por efecto de la pandemia como más de alguno ha dicho, no es seguro. Es, en todo caso, una expresión de deseos. ¡Qué bueno si fuera cierto!, pero… ¿por qué sería así? Además -y esto es lo más importante-: ¿a qué nuevo orden social pasaríamos? Los megacapitales que, de momento, manejan el mundo -y que no son chinos, aunque allí se esté dando una acumulación sin par-, si bien están en crisis ahora, no parecen derrotados. El capitalismo sabe recomponerse; ya pasó numerosos golpes, y ha ido saliendo airosos de todos: dos guerras mundiales, Gran Depresión de 1930, otras crisis económicas, revoluciones socialistas en varios lugares, numerosas pandemias (claro que se daban en lugares “periféricos”, no tocaban la casa de los amos: Estados Unidos y Europa), catástrofes naturales, movimientos guerrilleros de izquierda… El ganador de la Guerra Fría no fue el bloque socialista, no olvidarlo. 

Los cambios histórico-políticos se logran solamente a base de luchas (“La violencia es la partera de la historia”, decía Marx), no en mesas de negociaciones. Hoy, más allá del miedo monumental que se ha inoculado en las poblaciones con el interminable bombardeo mediático sobre el virus, no se ve una organización de masas lista para dar el asalto revolucionario. Las izquierdas permanecen un tanto (o bastante) descolocadas, sin proyecto alternativo, y la post-pandemia no augura necesariamente un aumento del fervor popular transformador. ¿Se expropiaron los megacapitales y los manejan ahora las capas populares? Por supuesto que no. Si hoy hay crisis, no es solo por la pandemia; es una crisis sistémica, potenciada por la pandemia. El capitalismo en su conjunto no parece a punto de caer. Probablemente caiga, o se reduzca un poco su hegemonía, el país central: Estados Unidos. La Nueva Ruta de la Seda impulsada por China, y secundada por Rusia, no es la revolución socialista. Ese no es el referente para los explotados del mundo. Las ollas populares, comedores solidarios y redes locales de apoyo que surgieron ahora, muestran que la gente sigue teniendo valores comunitarios, de auto-ayuda. Ese no es el cambio social hacia un mundo de equidad y justica para todos, pero puede ser un interesante fermento a futuro.

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