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sábado, 19 de diciembre de 2020

1979: “El año del gran vuelco”

 Frente a los escenarios que se despliegan ante nuestros ojos, y que adquieren tintes apocalípticos, tendremos que forjar -de una materia que por ahora no se vislumbra con claridad- proyectos civilizatorios nuevos, amplios, diversos, humanistas y universalistas, capaces de revertir el paso acelerado de la Revolución Conservadora.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica


He tomado el título que encabeza este artículo de uno de los capítulos más sugestivos de la obra El naufragio de las civilizaciones (2019, Madrid: Alianza Editorial), del escritor y periodista libanés Amin Maalouf. Ganador del premio Aujourd'hui al mejor libro de geopolítica en Francia el año anterior, Maalouf desarrolla en este ensayo una interpretación crítica sobre la crisis civilizatoria de nuestro tiempo. Con un estilo que combina el relato testimonial y el análisis histórico-político, el autor indaga en las causas e implicaciones de las que considera son las principales transformaciones de las últimas décadas: desde el ocaso de su mundo materno, el universo levantino que empezó a derrumbarse en la segunda mitad del siglo XX y desembocó en el actual radicalismo islámico, hasta la reconfiguración en curso del sistema internacional que sobrevino tras el desmembramiento de la URSS, y que tiene como telón de fondo el ascenso de la Revolución Conservadora -con epicentros en coordenadas geográficas y culturales tan disímiles como Teherán y Londres, Roma y Washington, Pekín y Moscú-, cuyo horizonte ideológico influye de manera decisiva en la construcción del sentido común de nuestro tiempo.
  

Maaalouf invita a pensar en el año 1979 como un momento simbólico, una suerte de parteaguas histórico por la magnitud y relevancia de los acontecimientos que sucedieron alrededor de esa fecha: en particular, los triunfos de la revolución islámica en Irán en febrero y de la revolución neoliberal de Margaret Thatcher, en las elecciones británicas del mes de mayo; procesos políticos separados por un mar de diferencias pero que, sin embargo, tuvieron en común la reivindicación “de fuerzas sociales y de doctrinas que habían sido más bien hasta entonces las víctimas o, cuando menos, las dianas de las revoluciones modernas: en el primer caso, los defensores del orden moral y religioso, y en el segundo, los defensores del orden económico y social”. Las ideas de los clérigos que dirigían la revolución iraní alentaron la visión de “un islam a la vez insurrecto y tradicionalista, resueltamente hostil a Occidente”; en tanto que las tesis económicas y de ajuste de cuentas con el Estado de bienestar y los derechos de los trabajadores con las que la señora Thatcher sacudía a Gran Bretaña, desembarcaron un año después en Washington con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan, adalid del Estado mínimo y el anticomunismo, y de allí se proyectaron al resto del orbe (como lo puede atestiguar, dolorosamente, nuestra América Latina, donde tales ideas avanzaron de la mano de las dictaduras militares, las doctrinas de guerra sucia y de tierra arrasada, y de la implantación de las democracias de baja intensidad). 

 

El escritor también llama la atención sobre otros hechos que ocurrieron antes y después de 1979: en mayo de 1978, el asesinato del dirigente demócrata cristiano italiano Aldo Moro, quien buscaba afanosamente un acuerdo político inédito entre el catolicismo y el Partido Comunista de Italia (a la sazón, el más importante de Europa), y cinco meses después de este crimen, en octubre, la designación como pontífice de la Iglesia Católica de Juan Pablo II, un personaje que “aunaba un conservadurismo social y doctrinal y una combatividad de dirigente revolucionario” anticomunista. En diciembre de ese mismo año, en Pekín, Deng Xiaoping se convertía en secretario general del Comité Central del Partido Comunista de China, iniciando su propia revolución conservadora, “desde luego, muy diferente tanto de la de Teherán como de la de Londres”, aunque también “era de inspiración conservadora, pues se apoyaba en las tradiciones mercantiles de toda la vida en la población china y que Mao Zedong había intentado erradicar”, y al cabo, sentó las bases del despegue económico de la nación asiática, que le permitió alcanzar el estatus de potencia económica y tecnológica de primerísimo orden en el siglo XXI. El mural de imágenes y sucesos que reconstruye el intelectual libanés se completa con la invasión del Ejército Rojo a Afganistán, en diciembre de 1979, que desató para la Unión Soviética el infierno de su propio Vietnam, con el concurso desestabilizador de la CIA y la furiosa militancia de los combatientes islámicos, entre ellos, el joven Osama Bin Laden; la derrota militar en el centro de Asia propinó al aparato de poder soviético un golpe del que nunca se recuperó, y que a la postre, funcionó como la pieza de dominó que disparó el definitivo proceso de derrumbe.

 

Esta suma de eventos, no necesariamente concatenados bajo una relación de causa-efecto, pero sí influidos por sus resonancias particulares, provocaron “en el mundo entero algo así como un vuelco duradero de las ideas y las posturas”, que anunciaban un cambio mayor: “como si el espíritu de la época -Zeitgest- nos estuviese comunicando el final de un ciclo y el comienzo de otro”. Así, explica Maalouf, entramos “en una era eminentemente paradójica (…). En adelante, iba a ser el conservadurismo el que se proclamara revolucionario, mientras que los seguidores del progresismo y de la izquierda no iban a tener ya más objetivo que la conservación de lo conseguido”. He aquí un triunfo decisivo de la Revolución Conservadora: acabar con “la vergüenza que sentía hasta entonces la derecha en el debate político e intelectual, sobre todo en las cuestiones sociales. Se trata de una dimensión difícil de captar e imposible, desde luego, de cuantificar, pero resulta esencial para comprender el trastorno que cambió las mentalidades en todos los lugares del mundo”. 

 

El impacto cultural de la Revolución Conservadora, y de la consolidación del conservadurismo -o neoconservadurismo- como pensamiento dominante a escala global, repercute directamente en los campos de la política y la cultura, desde donde afirma sus cerrojos. Los podemos observar, por ejemplo, en la legitimación -cuando no la naturalización- de las desigualdades y la primacía de las leyes del mercado sobre la sociedad; también en la “cultura de la desconfianza y del descrédito” de lo público, y muy cercano a esto, la percepción negativa - atizada desde las academias, los medios de comunicación y distintos foros políticos- “de las autoridades públicas y de su papel en la vida económica”; otro aspecto es la bancarrota de los proyectos y alternativas al capitalismo, toda vez que, según Maalouf, “lo que los defensores de la revolución conservadora consiguieron desprestigiar no fue solo el comunismo, fue también la socialdemocracia y, junto con ella, todas las doctrinas que se habían mostrado conciliadoras con los ideales del socialismo, aunque sólo fuera para combatirlos mejor”. 

 

Pero acaso sea en la crispación de las tensiones identitarias, ancladas en cuestiones como la religión, la nación, la raza “o una mezcla de todo ello”, donde se expresan con mayor intensidad los rasgos del conservadurismo del siglo XXI, que inclina a las sociedades hacia “la fragmentación y al tribalismo”. Fenómenos como el de Donald Trump en los Estados Unidos, el ascenso de los neofascismos en Europa, o la irrupción del neopentecostalismo como opción de poder en América Latina -que produce monstruos al estilo Bolsonaro en Brasil-, perfilan una tendencia nada halagüeña. Como lo explica el escritor libanés, “se trata, evidentemente, de una deriva hacia la irracionalidad, hacia algo así como un pensamiento mágico que revela un hondo y afligido desconcierto frente a la complejidad del mundo. Como ya no nos sentimos capaces de dar soluciones adecuadas, queremos creer que éstas llegarán por sí solas, como por milagro, y que basta con tener fe en la mano invisible del Cielo o del destino. Hecho que no presagia nada alentador, me temo, para las décadas que se avecinan”.

 

Al final del libro, Maalouf reconoce que “hemos entrado en una zona de borrascas, imprevisible, arriesgada y que parece destinada a durar. La mayoría de nuestros contemporáneos han dejado de creer en un porvenir de progreso y prosperidad. Vivan donde vivan, se sienten desconcertados, rabiosos, amargados, sin norte. No se fían del hervidero mundial que los rodea y sienten la tentación de dar crédito a extraños fabuladores. A partir de ahora son posibles todos los descarríos, y ningún país, ninguna institución, ningún sistema de valores ni ninguna civilización parece capaz de cruzar por esas turbulencias y salir indemne”.

 

No cabe duda que nuestra generación tiene ante sí desafíos formidables, y deberá encarar problemas de cuya resolución dependerá el tipo de futuro que le espera a amplios sectores de la humanidad. Frente a los escenarios que se despliegan ante nuestros ojos, y que adquieren tintes apocalípticos, tendremos que forjar -de una materia que por ahora no se vislumbra con claridad- proyectos civilizatorios nuevos, amplios, diversos, humanistas y universalistas, capaces de revertir el paso acelerado de la Revolución Conservadora y de sus dimensiones más perversas, más excluyentes, más irracionales e incitadoras al odio, que ahora son las que se imponen. ¿Cómo hacerlo? Las respuestas que, juntos, podamos ofrecer para esta interrogante, lo determinarán todo.

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