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sábado, 30 de enero de 2021

Guatemala: Juan Luis Molina Loza. Medio siglo de ausencia presente

 Sé que la vida no es justa ni injusta, pero eso no ha impedido que en innumerables ocasiones sienta una opresión en el pecho que sólo se disipa cuando digo lo que allí se quedó trabado: «Qué pena que fuiste vos, que te agarraron a vos. Si me hubieran agarrado a mí, todos habrían salido ganando, en particular Guatemala». 

Carlos Arturo Molina Loza

Agradecemos el envío del texto a nuestro colaborador Carlos Figueroa Ibarra.


El hombre es un ser abierto al mundo y, entre lo que aparece ante él, entre todas las cosas, aparecen «otros» hombres; hombres que a su vez son libres y deciden, actúan, hacen. Este hacer es un hacer que también los trasciende y los hace estar abiertos al futuro y a la vez abiertos hacia mí. En el hacer social nuestras acciones se funden y siempre mi hacer individual está untado de «otros». Este formar parte los otros hombres de mi mundo, hace que estén dentro del campo de mis decisiones, de mí decidir, de mi libertad: por lo tanto debo necesariamente ubicarlos en «mi jerarquía de valores».  Les concedo un valor, los valoro. Es evidente que un hombre solo en el mundo no sería valioso, excepto por él mismo. El hombre tiene valor porque los demás hombres se lo conceden.[1]

Juan Luis Molina Loza


Juan Luis Molina y su hermano
 Carlos Arturo, en 1952.

Juan Luis asumió, en 1967, la cátedra de filosofía que había sido de don Severo Martínez en el Instituto Modelo. De esa cuenta, en 1968, fue mi profesor en quinto de bachillerato. Este sería el segundo eslabón de un proceso iniciado durante las vacaciones del año anterior, momento en el que comencé a superar una sensación de opresión delante de su existencia. 


Nací, esmirriado, cuatro años y medio después de él, y llegué a un territorio que tenía dueño. Tuve mucha dificultad para integrar la idea de que era mi hermano, pues para mí, por la diferencia de edad y, sobre todo, de tamaño, él pertenecía al grupo de los «grandes», de los «mayores». Recuerdo que lo trataba de usted y que mi papá me llamaba e intentaba convencerme: «Mirá, me dijo en varias oportunidades, es tu hermano, tenés que tratarlo de vos».  

 

Lo veía, asentía sin mucha convicción y no cambiaba, no me atrevía a vocearlo. Al final de cuentas, en aquella época ninguno de los niños que conocía trataba a los mayores de vos. Al oírme persistir en el tratamiento formal de usted, mi papá volvía a la carga: «No seás baboso, es tu hermano, tratalo de vos». Pero no había manera.

 

En el comedor de la casa había una cortina plástica blanca llena de reproducciones de manzanas rojas. Antes de contar lo sucedido debo decir que en nuestra casa sólo entraban manzanas rojas para Navidad y Año nuevo, eran muy caras. Mi papá estaba sentado en su sofá, me vio pasar y me llamó para decirme: «Mirá estas manzanas, ¿te gustaría que te diera una así?». Se me hizo agua la boca y sin vacilar asentí. «Bueno, continuó, si dejás de tratar a Juan Luis de usted y lo tratás de vos te voy a dar no una sino dos de éstas». 

 

Ese mismo día se acabó el usted, no así la sensación —que perduraría por años— de que él pertenecía a otra categoría. Y no me faltaban razones para ello. Juan Luis me aventajaba en todo. Era un sujeto excepcional, tanto por su carisma como por su inteligencia, lo cual excluía toda posibilidad de competencia. Durante toda mi infancia y adolescencia estuve a la sombra de su fuerte personalidad. Por años oí la misma pregunta: «¿Vos sos hermano de Juan Luis?». Es raro, pero esa cuestión de alguna manera me hacía sentir que me hacía falta algo para ser yo mismo y no sólo su hermano. Y, sí, mi papá cumplió, me dio las prometidas manzanas. Me las comí de una sentada. 

 

En el colegio, al comenzar el año, muchas veces vi al profesor examinar la lista de alumnos y, de repente, preguntar: «Molina Loza, ¿es hermano de Juan Luis?». Delante de mi afirmativa, el profesor concluía: «Va a ser buen alumno». Aquello era una especie de sentencia, debía cumplir con las expectativas y estar a la altura de un nombre que él había dejado bien plantado. Y así fue por mucho tiempo, más allá de los horizontes escolares: en el deporte, en los grupos de amigos y, en fin, en casi cualquier actividad que emprendiese. Sobre mi cabeza flotaba el fantasma de la comparación, de la exigencia.

 

Una doble coincidencia vino a cambiar el rumbo de nuestra relación. Ambos habíamos iniciado 1967 con sendos proyectos de viaje. Yo, secundado por un grupo de compañeros de clase, planeaba hacer un viaje a «jalón» por México. Juan Luis, de su lado, había hecho lo propio. Al final, como deberíamos de haber imaginado, nuestros supuestos compañeros de aventura no habían tomado en serio la propuesta y, claro, no emprenderían la ruta con cada uno de nosotros. Mientras Juan Luis y yo rumiábamos nuestras respectivas frustraciones, fuimos sorprendidos por la propuesta de mi mamá: «Díganme par de dos, ¿y por qué no viajan ustedes juntos?». La idea nos pareció genial, conversamos, decidimos partir y en ese mismo momento iniciamos los preparativos. Seleccionamos con cuidado el «equipaje» y poco después estaba todo embutido en nuestras mochilas.

 

Yo había ahorrado cada uno de los centavos que cayeron en mi mano durante todo el año —nos daban dos lendiarios y una choca el domingo— y mi fortuna ascendía al monto de veinticinco quetzales exactos. Mi persistencia y tenacidad había atraído la atención de mis papás, de mi abuela y de Guayo, un querido primo mayor, lo que hizo que mi cuenta alcanzara la exorbitante suma de ciento veinticinco quetzales. No recuerdo cuánto llevó Juan Luis, lo que sí sé es que Mamita, la misma abuela que aportó su ayuda, nos confeccionó unas bolsitas de tela cuyo cordón llegaba hasta la región del bajo vientre y permitía que el pisto estuviera en un lugar más que seguro, dentro del calzoncillo.

 

No contaré aquí las peripecias del viaje, sólo diré dos cosas. La primera: mis papás nos llevaron en carro hasta la frontera y, al día siguiente, iniciamos la travesía de México. Luego entramos a Estados Unidos por El Paso, Tejas, fuimos a San Diego y a Tijuana, para luego pasar por Los Ángeles y llegar a San Francisco. La segunda es que nuestra relación dio un vuelco definitivo. Comenzó a desvanecerse el espectral hermano mayor que ofusca cualquier intento de ser uno mismo, comenzó a aparecer el hermano compañero con quien se divide penas y alegrías. Cinco semanas después de nuestra salida de Guate me despedía de él en la ciudad de México, pues él permanecería unos días más. Después de haber comprado mi pasaje de tren, de tercera clase —cuyo costo fue de un dólar y medio—, hasta la frontera con Guate, vi que me sobraban veintiocho dólares, separé tres y le di los veinticinco a Juan Luis: «Vos los vas a necesitar más que yo». Nos abrazamos amorosamente. Nuestro encuentro a su regreso nos confirmó en el sentimiento de que mucho había cambiado para mejor.

 

Juan Luis hizo psicología en la Católica, así le decíamos en aquella época a la ahora sólo Universidad Rafael Landívar. En la facultad pronto se granjeó el respeto y la consideración tanto de sus compañeros como de sus profesores. Como era un voraz lector, mientras hacía migas con Freud, Marcuse y Fromm, continuaba el cultivo de las amistades que le habían sido presentadas por don Severo Martínez, su profesor de filosofía en el Instituto Modelo: los presocráticos, Sócrates, Aristóteles y Platón. A éstos se unirían, claro, Nietzsche, Schopenhauer, Sartre, Marx, Engels y muchos otros. Al cerrar currículo en psicología ya tenía la mente en otra parte, abandonó la tesis y fue a tocar a la puerta de la Facultad de humanidades de la USAC: migró a la filosofía.

 

Las clases de filosofía en el Modelo terminaban a las once cuarentaicinco. Perdón, terminaba el horario convencional, pues salíamos juntos y comenzaba la cátedra peripatética. Caminábamos hacia la casa en medio de un debate sin cuartel. Yo lo acribillaba a preguntas y él no sólo respondía sino también me hacía reflexionar. Tal vez este fuera el mejor momento de la clase. Eso nos aproximó más aún y nos hizo más cómplices, me dio más elementos para apreciar los pugilatos ético-filosóficos que libraban Juan Luis y mi papá a la hora del almuerzo. Pugilatos que sólo paraban cuando el ambiente se había caldeado y mi mamá intervenía con autoridad: «Bueno, paren con la filosofía, vamos almorzar en paz». Sólo se escuchaba el ruido de los cubiertos en los platos y una que otra masticada de los más chicos. 

 

Por esas fechas, acicateado por nuestras conversaciones, descubrí la literatura. Juan Luis hablaba con pasión de sus lecturas, recuerdo en particular su entusiasmo por Un mundo feliz, de Aldous Huxley; El juego de abalorios, de Herman Hesse;  y Fausto, de Goethe, para sólo citar algunos. Yo me enamoré de Stendhal y de Dostoievski, por supuesto, y también me convertí en ávido lector.

 

La llegada de Juan Luis a la Facultad de Humanidades de la USAC nos aproximó al momento culminante de nuestra relación, el tercero. Yo me había percatado de que no sería capaz de estudiar medicina, mi firme vocación infantil. Sabía que no tendría el coraje de enfrentar a los cadáveres que debían ser disecados y también que si persistiese en el intento me esperaría un gran sufrimiento emocional. En la fila para la inscripción en la universidad aún albergaba dudas sobre mi destino profesional. 

 

Quería una carrera que tuviera un fuerte contenido social, pero no lograba hacer una elección. Sabía que nunca sería abogado y Juan Luis ya había escogido psicología. Sobraban las ciencias económicas, respiré con fuerza y, en el último instante, terminé de llenar el formulario. «Estudiaré en la calle Mariscal Cruz»,[2] pensé. No fue así, en 1969, se abolieron los estudios básicos, lo cual hizo que tanto los alumnos que habían cursado el primero y el segundo año como los de primer ingreso hicieran juntos el primer año. La Facultad de ciencias económicas tenía en 1968 dos mil alumnos, el año siguiente, de golpe, llegábamos otros dos mil. La solución encontrada fue la creación de un «anexo» en el Instituto Tezulutlán. 

 

En ese ambiente, rodeado de «nuevos» desplegué mis ansias de alma mater. Quería aprender todo lo que fuera posible, deseaba conocer la realidad del país para contar con elementos suficientes para participar de su necesario proceso de transformación. Como muchos jóvenes de la época, creía que había llegado el momento de acabar con las iniquidades que, desde siempre, habían minado el potencial humano de Guatemala. La injusticia que saltaba a la vista en todo el país me dolía en el alma. Un día, después de levantar la cabeza debido a un estallido mi papá, socarrón, me dijo: «Vos no podés oír un cohete que ya creés que estalló la revolución». Cada vez que podía iba a la calle Mariscal Cruz, no me perdía una asamblea de estudiantes, participaba, hacía propuestas, conocía gente. En el «anexo» desplegaba la misma inquietud. Poco a poco me gané la confianza de los compañeros y comencé a participar de la política universitaria. Pero mi entusiasmo con las ciencias económicas se esfumó, no encontraba en ellas lo que tanto buscaba. 

 

La verdad es que sólo me había interesado por ciertas disciplinas: Idioma español y literatura, filosofía, historia económica de Centroamérica. Esta última me permitió el privilegio de también haber sido alumno de don Severo Martínez. Recuerdo que, un día, después de un examen de elección múltiple levanté la mano y le dije: «Don Severo, ese tipo de examen es muy pobre, no le permite a uno ser creativo». Se me quedó viendo y me respondió: «Molina, si usted quiere ser creativo tiene primero que investigar e investigar. No será al responder a un examen que podrá ser creativo». Asentí y cerré el pico.

 

En 1970 el país atravesaba un período en el que el movimiento revolucionario parecía haberse fortalecido y la represión se mostraba cada vez más agresiva y descarada. Mi actividad en la facultad hizo que ese año fuera electo miembro del Comité de huelga de Dolores de Economía y participara en la promoción y organización de un mitin de solidaridad con el pueblo de Vietnam cuyo orador fue Alfonso Bauer Paiz. Llenamos el salón de actos del Instituto Tezulutlán y contamos con la participación de estudiantes de toda la universidad. Fue un éxito total. Ese año también fui electo secretario general de AD, Acción Democrática, el grupo estudiantil de izquierda que rivalizaba con el derechista FESC, Frente Estudiantil Social Cristiano. Éramos, según palabras de Julio Segura, la nueva izquierda.

 

En ese contexto culminó el proceso de transformación de la relación con Juan Luis. Hubo una convocatoria a los dirigentes estudiantiles de izquierda de toda la universidad. Cuando él llegó un compañero que estaba cerca le dijo a otro: «¿Y este cabrón qué está haciendo aquí:?». «Mirá si sos mula —fue su respuesta— ¡es el hermano de Molina!». Fue un choque, él era mi hermano, y no yo el hermano de él. No lo podía creer. Juan Luis buscó una silla y se sentó a mi lado. Un compañero pidió la palabra y comenzó: «Compañeros, estamos aquí reunidos, digo reunidos, los líderes más conspicuos de la izquierda, digo de la izquierda…». De repente oigo que me dice al oído: «Mirá, ¿y ese quién es?». «Es Orantes Troccoli, de la facultad de humanidades», le respondí. A los pocos minutos se levanta otro compañero y comienza su arenga. «Y, ese, ¿sabés quién es?». «Sí, es Julio Segura, viejo dirigente de la facultad de economía». Así pasamos la reunión, por primera vez era yo quien lo guiaba, quien lo ayudaba a situarse en ese nuevo ambiente. Sentía que había dejado de estar a su sombra, que éramos iguales. Desde ese momento nuestra relación se profundizó y se hizo más madura.

 

Juan Luis no daba tregua, llevaba su pasión por la filosofía a las últimas consecuencias. Un día me llamó para proponerme un grupo de estudios. Leeríamos y discutiríamos algunos textos. Recuerdo que uno de los primeros escogidos fue Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker. Como filosofar es, en buena medida, preguntar, en el primer parágrafo paramos la lectura para hacer lo que él llamaba «aclaración de conceptos». Si encontrábamos una palabra que mereciese una reflexión, deteníamos la lectura, la descuartizábamos y discutíamos hasta tener una idea propia de lo que significaba. Continuábamos hasta toparnos con otra y otra. El objetivo no era avanzar sino aprender a pensar.

 

Luego inventó aquello del Cuerpo de paz guatemalteco. En la izquierda no lo entendieron. Reaccionaron como si él fuera un derechista aliado del imperio y quisiera congraciarse con él. ¿Qué pensaba Juan Luis? Sencillo: lo gringos ya estaban allí y gracias a ellos tendríamos acceso a una serie de comunidades en donde podríamos trabajar. Lo cierto es que fuimos y entramos en contacto con los campesinos de diversos parcelamientos: La Máquina, El Cajón, entre otros. El grupo volvió de la experiencia más convencido que nunca de la necesidad de cambiar nuestra realidad. 

 

Tanto él como yo respetábamos la llamada «compartimentación», no hablábamos de nuestra militancia. Pero conversábamos todo el tiempo de política y, sobre todo, de la situación del país. En esa época nuestro acceso a la literatura revolucionaria o contestataria era muy reducido. Cuando encontrábamos algún tesoro escondido de inmediato lo compartíamos. Yo me devoraba los libros de Wilfred Burchet, de los Panteras Negras —Eldrige Cleaver y su Alma encadenada, por ejemplo—, de Simone de Beauvoir y de todos aquellos que hablaran de la revolución. Juan Luis no paraba de estudiar filosofía y escribía cada vez más. Recuerdo nuestras conversaciones sobre Los condenados de la tierra, de Franz Fanon.

 

En aquella época la idea de la guerra de guerrillas era una especie de dogma y cuestionarla era al mismo tiempo cuestionar tu ser parte de la izquierda revolucionaria. Y eso constituyó una parte del drama de la existencia de Juan Luis. Él había llegado, por medio de la filosofía, al marxismo. Y, como marxista, pensaba que si la filosofía servía para comprender al mundo no serviría si no fuera para transformarlo. El pensamiento crítico marxista no admitía dogmas, ni siquiera el dogma de la guerrilla. Teníamos que pensar, teníamos que llegar a una conclusión propia, aunque ésta pudiera no ser la de que el camino de la revolución era el camino de la guerra de guerrillas. Y nosotros nos hacíamos la pregunta, reflexionábamos, debatíamos. Pero esto despertaba sospechas, generaba desconfianzas. 

 

Yo nunca fui valiente. Entre muchos otros miedos tenía horror de la posibilidad de tener un arma en las manos. Matar a alguien, aunque fuera en combate, era algo que no cabía en mi cabeza, la sola idea me atemorizaba. También temblaba delante de la posibilidad de ser torturado. Morir no llegaba a ser una grande amenaza, ser torturado sí. Otro de mis terrores era el de ser testigo, y por eso mismo cómplice, de la muerte de algún compañero que hubiera cometido una falta. No lo soportaría. Para muchos eso significaba que no tenía temple de revolucionario. Tal vez tuvieran razón. Nunca dejé de creer en la revolución, pero insisto, no era valiente. Además de mi miedo personal, temía que Juan Luis se expusiera, que pudiera pasarle algo. 

 

Juan Luis era un niño grande, muy grande, creía en el ser humano. Su ingenuidad a veces rayaba en la inocencia. Tal vez por eso se dedicó al teatro. Jugaba y se dedicaba con pasión a lo que hacía. En una ocasión mi mamá lo vio salir a trabajar con un saco que tenía la manga derecha descosida, casi arrancada. «Pero m’ijo, ¿a dónde vas con ese saco así?», lo increpó. «Mama, no se preocupe, al ver el tamaño del estrago van a pensar “al profesor se le acaba de descoser la manga del saco, pobre”, y no habrá problema. Usted tranquila». Mi papá lo sacaba de quicio con facilidad. A veces en el almuerzo le decía: «Hoy me hablaron de vos…». Sabía que Juan Luis se moriría de las ganas de saber quién era y qué había dicho. Mi papá aguantaba lo más que podía y, por fin, le decía: «José Mata Gavidia». A lo cual se seguía un taimado silencio. Sólo después de mucha presión soltaba prenda: «Dice que para ser tu maestro hay que volver a estudiar, si no, no es posible. Que lo ponés en aprietos. Le da gusto tener un alumno así». Se le iluminaba la cara de gozo. Él también era dichoso cuando tenía un alumno que lo puyaba y le sacaba el jugo. Otro profesor que también manifestó su consideración y su respeto por Juan Luis era Rigoberto Juárez Paz. Es preciso recordar que ambos eran de derecha, pero se rendían ante su inteligencia y su deseo de aprender.

 

Tanto la actitud de Juan Luis ante la vida, como las ideas filosóficas que defendía y que plasmó en sus escritos, tienen raíces en los principios morales que nos transmitieron nuestros padres. Según ellos, nuestras vidas debían basarse en el autoconocimiento; en el respeto de sí mismo y del otro; en el trabajo por el bien común. Nuestro valor jamás vendría del tener y sí del ser, debíamos buscar el crecimiento personal y poner nuestras habilidades al servicio de la comunidad. Trabajar era entendido como sinónimo de ser útil al otro. La política debería ser, en esencia, la búsqueda del bien común. Tal vez por eso los cinco hermanos nos hayamos dedicado a las ciencias humanas: filosofía, psicología, antropología, profesiones en las que se puede prescindir de la competición, de la explotación del otro y cuyo mayor logro es contribuir al crecimiento del ser. 

 

Juan Luis fue secuestrado, torturado y asesinado porque cometió un crimen: era un ser pensante y pensante marxista. Arana Osorio y sus huestes estaban determinados a «limpiar» Guatemala de marxistas, de comunistas. Y se dedicaron a la tarea con ahínco. La cobardía del régimen al matarlo —y digo cobardía pues Juan Luis no fue arrestado ni sometido a juicio, no se le hizo ningún cargo, no se le acusó de nada y, además de actuar en la sombra, nos negó cualquier información a su respecto— interrumpió de tajo nuestra relación, esa relación construida y conquistada a lo largo de los años con mucho amor. A comienzos de 1971, el furor asesino del gobierno alcanzó niveles nunca antes vistos. También asesinaron a Fito Mijangos, a Julio Camey Herrera y no acabaron con Alfonso Bauer Paiz porque les falló la puntería. Ese terror continuó durante años, en junio de 1973 Thelma Grazzioso, la esposa de Juan Luis, cayó abatida por las balas asesinas de uno de los comandos del Ejército. Para un gran sector de la izquierda, Juan Luis cometía el mismo crimen que le achacaba el poder: pensaba. Por este motivo habría sido visto con recelo por muchos. Lo afirmo porque yo corrí esa misma suerte y me salvé por un pelo.

 

El sufrimiento de la familia —de mis padres en particular— es inefable. Aquel hombre fuerte que velaba por sus hijos como una fiera, se vio impotente, fue derribado por la potencia ciega de un poder usurpador que defendía los privilegios de sus amos, la vieja oligarquía guatemalteca. La mujer que desafió a la dictadura en sus narices, en el Parque Central, nunca más fue la misma. Como me dijera un día Alenka Bermudes en Brasilia: «Guatemala es un país tan terrorífico que hasta el dolor de una madre tiene grados. A mí me asesinaron a mi hijo, pero me devolvieron los restos. ¡A tu mamá ni eso!». Los cinco hermanos éramos unidos, si alguien se metía con uno se metía con todos. En una ocasión, en el colegio, un grupo de extraños me iba a agarrar para echarme reata. Poco antes de las dos bajamos los cinco para enfrentar a los supuestos agresores. No se atrevieron. Pero contra los asesinos ninguno de nosotros pudo nada. 

 

De los hermanos el más vapuleado fue Mario Alberto, quien se convirtió en el pilar que sostuvo a mis papás durante esos años de terror. A él, además de todo, y a pesar de tener apenas dieciséis años, tuvo que enfrentar a los buitres de las funerarias que lo sacaban de la escuela para que buscara los restos de Juan Luis entre los cadáveres que llegaban a las morgues. Esa debía ser una responsabilidad mía, lo sé, pero a esas alturas ya estaba lejos. Cuando, el catorce de enero me presenté al trabajo, una oficina del catastro de inmuebles que quedaba en la séptima avenida, a un costado de Palacio Nacional, mis colegas, perplejos, me dijeron: «¿Vos qué estás haciendo aquí? ¡Te van a matar, vos sos el próximo!». Estaba aturdido, en la familia aún no teníamos una idea clara de lo que estaba sucediendo. No era posible, Juan Luis iba a aparecer. Esa creencia se mantuvo a lo largo de los meses, las decenas de recursos de habeas corpus interpuestos en su favor —en especial por Factor Méndez— mantenían la llama de la esperanza encendida. En el Crédito Hipotecario, lugar de trabajo de mi papá, le dijeron lo mismo: «Que se cuide, porque lo van a matar. Esa misma noche me escondí en la casa de Luis Alfonso, un tío materno. Teníamos que responder a una pregunta: «¿Qué hacer?». La única respuesta que encontramos fue el camino del exilio. El cuatro de febrero de ese mismo año, mis papás me fueron a buscar para conducirme al aeropuerto. Llevaba una maleta, mi pasaporte, un pasaje para la ciudad de México y un profundo pesar. Sentía que los abandonaba, pero ellos no querían correr el riesgo de otro secuestrado, de otro posible asesinado. En diversas ocasiones, durante los siguientes veinticinco años, les dije a mis papás: «Creo que es hora de volver». Su respuesta oscilaba entre la súplica y el mandato: ¡no! Me mandaban recortes de periódicos con informaciones de gente que había regresado sólo para correr la misma suerte: secuestro, desaparición, muerte. Jorge Estuardo era de la misma opinión. Sólo retorné en diciembre de 1996, después de la firma de la «paz» y mis papás dijeron: «Ya podés venir».

 

Durante años lo he visto aparecer en mis sueños. Regresa. Quiere salir y ver el mundo. Yo, en pánico, se lo impido. Tengo miedo de que lo vuelvan a secuestrar, de que lo vuelvan a torturar. No le pregunto dónde estuvo, me conformo con saber que volvió. El placer profundo de ese reencuentro se disipa, y se hacer dolor, al despertar. No, no volvió ni volverá. Lo asesinaron porque pensaba. Muchas otras veces lo sueño despierto y viajo en las conversaciones que tendríamos, tanto los dos como con los otros tres hermanos. Participaría de nuestras batallas familiares de ateos contra creyentes, sería un refuerzo de peso. Entraría en el rol de intercambio de revisiones de nuestros respectivos artículos. ¿Cuántos libros habría publicado? Supongo que muchos. Hubiera sido maestro de varias generaciones de alumnos. Tendríamos grupos de discusión filosófica y literaria. Inventaríamos mil y una actividades.

 

Sé que la vida no es justa ni injusta, pero eso no ha impedido que en innumerables ocasiones sienta una opresión en el pecho que sólo se disipa cuando digo lo que allí se quedó trabado: «Qué pena que fuiste vos, que te agarraron a vos. Si me hubieran agarrado a mí, todos habrían salido ganando, en particular Guatemala». 

 

Cuando, hace poco, Pepe Mujica renunció al parlamento uruguayo dijo: «En mi huerta no se cultiva el odio». Diré como él. En mi huerta no se cultiva el odio, no hay espacio para eso. Se cultiva la indignación y la esperanza. Al pensar en Juan Luis, en un encuentro con él, imagino que tendría que decirle: Mano, fuimos derrotados. Tu Guatemala sigue en manos de la misma oligarquía de siempre, aquella que conociste, la que ha enviado al exilio económico de la inmigración a más de un millón de personas, la que ha mantenido al pueblo en el analfabetismo, la desnutrición infantil crónica, el desempleo, la discriminación racial, en suma, bajo una opresión descomunal. La diferencia es que ahora aquellos que la servían, los militares y los políticos, decidieron que tenían el derecho de servirse ellos mismos con la cuchara grande. Han usado el poder para enriquecerse y han corrompido todas las instancias del Estado. Somos gobernados por mediocres corruptos que sólo piensan en sí mismos y en los suyos. En los últimos años hemos tenido un jefe de Estado genocida, Ríos Montt, y después de la firma de la paz una secuencia de voraces corruptos que comienza con Vinicio Cerezo, continúa con Jorge Serrano Elías, Mario Carpio Nicolle, Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Óscar Berger, Álvaro Colom-Sandra Torres, hasta llegar a Otto Pérez. Enseguida elegimos a J. Morales, un payaso de tercera categoría y, en la actualidad, el «mandatario» es uno de los personajes más oscuros y nocivos que se pueda imaginar: Alejandro Giammattei. 

 

El congreso de la República es una cueva de ladrones corruptos, los alcaldes municipales no se quedan atrás. El Ejército, que sólo ha valido para reprimir al propio pueblo, ha sido corrompido por los narcotraficantes. El Estado guatemalteco está en hilachas. Por otro lado, una gran cantidad de jueces y magistrados engrosan las filas del pacto de corruptos. El Ministerio Público, dirigido por Consuelo Porras, una de sus representantes, los protege. Ahora bien, lo peor, lo más chocante, se relaciona con nuestra querida USAC. Los destinos de la Nacional y Autónoma Universidad de San Carlos de Guatemala ya no son regidos por gente de la estirpe de Carlos Martínez Durán, Edmundo Vásquez Martínez, Rafael Cuevas del Cid, Roberto Valdeavellano Pinot y Saúl Osorio Paz. No, la corrupción también penetró en sus corredores. La «estirpe» que ahora domina en la USAC es la de los oportunistas que utilizan los cargos académicos universitarios como trampolines para saltar a la política nacional, quieren su parte del pastel de la corrupción, de un dinero que, en principio, debería ser destinado a la salud y a la educación del pueblo. Son los Eduardo Meyer, Roderico Segura Trujillo, Alfonso Fuentes, Jaffeth Cabrera, Efraín Medina, Luis Leal, Estuardo Gálvez, Carlos Alvarado Cerezo y Murphy Paiz Recinos. 

 

Pero en mi huerta, decía, también se cultiva la esperanza. Una nueva generación de jóvenes universitarios ha recuperado la AEU, los estudiantes landivarianos se han unido a la lucha. Hemos manifestado masivamente en todo el país y ya conseguimos derribar a un presidente corrupto. Fuimos derrotados pero no aniquilados. Seguimos de pie y dispuestos a avanzar. 

 

Juan Luis, tu ausencia ha sido una presencia constante en nuestras vidas y lo seguirá siendo. Escribo estas líneas en los días en los que se cumplen cincuenta años de tu secuestro. Habrá en la USAC un homenaje a vos y a Thelma, tu mujer. Participaremos, tu hija Vandria, tus cuatro hermanos, y algunos entrañables amigos. Muchas de tus palabras podrían ser colocadas para encerrar estas remembranzas afectivo-político- emocionales, pero entre todas escojo unas con las que concluiste un artículo, «La felicidad», rescatado de una Publicación de la Asociación de filosofía de Guatemala:

 

Debemos ser duros, inquebrantables y defender a cualquier precio al ser humano que llevamos dentro; debemos desoír el coro de urracas parlanchinas que trata de amedrentarnos; aprendamos a amar, aprendamos a vivir, busquémonos viendo dentro de nosotros mismos, dosifiquemos los placeres en función de lo que consideramos nuestro «deber ser», nuestra meta; sintamos con profundidad, sepamos llegar al fondo del dolor, hagamos de nuestra existencia una creación constante y el resultado será una felicidad que nadie ni nada nos arrancará pues será una característica de nuestro ser, no la poseeremos como a las cosas, sino «la seremos», será parte de nuestro ser.

 

Guatemala, 13 de enero de 2021



[1] Esta cita fue extraída de un artículo publicado en El Imparcial, «La imposibilidad de la existencia de Dios y la muerte de la materia», y era parte de una serie de tres que intituló: «Una tesis infundada».

[2] Allí, a un costado del Jardín Botánico, quedaba la Facultad de Ciencias Económicas.

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