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sábado, 13 de marzo de 2021

Los cien años de Piazzolla

 Para los amantes de ese maravilloso lenguaje universal que es la música, Astor Piazzolla vive en su obra a través de tantas grabaciones realizadas por músicos de todo el mundo. Músicos que no dejan de tener su corazón mirando al sur cuando lo interpretan.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América

Desde Mendoza, Argentina



Este 11 de marzo de 2021, Astor Pantaleón Piazzolla cumpliría cien años. Piazzolla o, simplemente Astor, es sinónimo de tango, de Buenos Aires, de revolución musical, de eterna vanguardia. De osadía, de insolencia, de trabajo y estudio permanente. De desafiarse a sí mismo y a los músicos que le acompañaban, quienes confiesan que había que ser muy bueno para estar con él.  

 

El palacio de la música y la danza, el teatro Colón – templo que lo acogió en 1972 – abre sus puertas luego de estar cerrado por la pandemia, para dedicarle una semana a su obra, con la presencia de diversas agrupaciones, en homenaje al centenario. 

 

También el Centro Cultural CCK ha previsto 30 conciertos durante 2021 en su honor, una exposición y proyectos especiales realizados junto con la Fundación Astor Piazzolla.

 

Es curioso para mí evocar a Piazzolla, cuya música marcó a generaciones en las que me incluyo, desde la periferia, desde mi lugar en el mundo, pegado a la cordillera de Los Andes. Tal vez me autoriza el hecho, que es más conocido en el exterior, tomando este inmenso territorio donde conviven varios países distintos, según la moda de identificar esos lugares tan disímiles con la profundidad de un país, que tiene un arco de triunfo de portal de entrada, justamente Buenos Aires, la reina del Plata.

 

Y sí… nuestra infancia crecida a la vera de la revolución del caimán barbudo, todo un cambio radical en esos tiempos, era revolucionario para nosotros pasarnos horas junto al tocadiscos a la salida de la escuela, en un momento en que las juventudes locales despertaban de los golpes militares con guitarra en mano, dispuestos a liberarse cantando folclore, bailar con la bossa nova carioca, los flequilludos de Liverpool, la cumbia colombiana Wawancó, mirar por televisión el festival de San Remo y desde luego, con la osadía de la música de Piazzolla, la que hacía bambolear negativamente la cabeza de los mayores quienes se quejaban, eso no es tango, no se puede bailar. Y…, desde luego, era música para escuchar. Horas sentados, escuchando esas melodías que desafiaban lo existente, en melodía, armonía, ritmo y extensión. No era el compás del dos por cuatro de las orquestas típicas de las milongas populares, donde reinaba, justamente D’Arienzo el rey. Esto era otra cosa. Era música clásica ejecutada por bandoneón, violines, chelos, contrabajo, guitarra eléctrica y batería. 

 

Piazzolla venía de la música clásica, alumno de Alberto Ginastera, al que su padre le regala un bandoneón tempranamente, cuando la familia emigra a Nueva York. De allí que primero aprende a hablar inglés, antes que los alcance la gran depresión, que es cuando conoce a Carlos Gardel y actúa de canillita en su película, El día que me quieras; allí le demuestra sus destrezas en el instrumento y el Zorzal le dice que “toca como gallego” sin darle importancia, Astor sigue perfeccionándose. 

 

Luego regresa a Mar del Plata, ciudad donde había nacido y desde donde su familia se traslada en busca de horizontes al país del norte. Desde “La feliz” con una sólida formación, se proyecta a Buenos Aires e ingresa en la orquesta de Troilo para a fines de los cuarenta, tener su propia agrupación y comenzar su vertiginosa carrera que lo llevará a los grandes escenarios del mundo. 

 

Profeta en su tierra y en la ajena, cualquiera que lo nombra en el extranjero, sabe que está hablando de la música de Buenos Aires y desde luego, del folclore urbano argentino.

 

Sin ánimo de faltar al respeto ni hacer comparaciones odiosas, arriesgamos que así como la música de Gershwin representa a Nueva York, o la de Antonio Carlos Jobim a Río de Janeiro, Astor lo es para Buenos Aires. Lo decía en los años setenta cuando intentaba acercarse a los jóvenes roqueros, a quienes intimidaba por su tremenda erudición y talento.

 

Pero en cada uno de nosotros, un libro, un cuadro, una melodía impacta de manera única, intrasmisible. En la adolescencia, cuando soñábamos, nos enamorábamos y desamorábamos con la misma rapidez, la música de Piazzolla nos hacía remontar vuelo. Adios nonino, seguramente nos estalló en los sesos con su nostálgica belleza, hilvanando el mismo sentimiento que acongojaba al autor al componerla, que, para esos años, ya había definido su personal estilo, desafiando el tango tradicional. Nadie podía animarse como él si había compartido en los cuarenta, la orquesta de Aníbal Troilo, Pichuco, el gran bandoneón de Buenos Aires. 

 

Tampoco escapa en esa década brillante para la música, Las cuatro estaciones de Buenos Aires, en donde el octeto Buenos Aires Ocho lo interpretaba coralmente, siendo celebrado por el propio y exigente autor. De allí me viene la imagen televisiva del comercial de chocolates Suflair, donde un barquito hecho con la etiqueta se desplazaba al costado de la calle empedrada, con la cortina musical de La muerte del ángel, interpretado aquel inolvidable grupo vocal. 

 

La música de Piazzolla siempre ha sido refugio ineludible en la soledad de las escapadas a la gran ciudad, donde acodado en la mesa de un bar, pegada a la ventana, veía transcurrir mi vida de ferroviario sin destino cierto. El tango me acunaba en mi desazón, con su trágica certidumbre, cumpliéndose aquella sentencia: pibe, el tango te espera. 

 

No todos adheríamos al derroche de pasión que despertaba Balada para un loco, con letra del poeta Horacio Ferrer y la voz de Amelita Baltar, un gran amor de Astor; recuerdo discutir con mi compañero de tareas, Oscar quien me increpaba, ¿a quién se le ocurre ponerle el título Calambre a un tango? Es terrible como el dolor de un calambre, se contestaba. Jamás le hice caso, ya se había equivocado cuando criticó a Piero con su canción Mi viejo, la que luego, a pesar de sus pronósticos, se transformó en un clásico. Más allá de esto, no había en el país quien que no cantara y se identificara con la exitosa balada.

 

Junto con el pianista, “Mono” Villegas o el saxofonista, Gato Barbieri, quien se proyecta como autor e intérprete en El último tango en París, (la provocadora película en la que actúan Marlon Brando y María Schneider), Astor se impone como un músico extraordinario que es interpretado por grandes orquestas sinfónicas o conjuntos de cámara, como los que están homenajeando actualmente en el Colón.

 

En los ochenta era un músico reconocido que se daba el gusto de tocar junto al vibrafonista Gary Burton, la cantante italiana Milva, Georges Moustaki y el Kronos Quartet, para quien escribió Five Tango Sensations, para cuerdas y bandoneón.

 

El 5 de agosto de 1990 fue internado con un infarto cerebral en París. Una semana más tarde lo trasladan a Buenos Aires donde, tras una larga agonía, muere el 4 de julio de 1992.

 

Para los amantes de ese maravilloso lenguaje universal que es la música, Astor Piazzolla vive en su obra a través de tantas grabaciones realizadas por músicos de todo el mundo. Músicos que no dejan de tener su corazón mirando al sur cuando lo interpretan.

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