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sábado, 29 de enero de 2022

Guatemala: ¿25 años de paz?

 El aniversario del fin de la guerra interna en Guatemala pasó desapercibido. Parte de la ciudadanía prefiere hablar con amarga ironía de los «recuerdos de paz». Las esperanzas de derechos, paz e igualdad se disiparon frente a la corrupción, el neoliberalismo, las redes criminales y un proceso de involución democrática que hoy se extiende por gran parte de Centroamérica.


Ricardo Sáenz de Tejeda / Nueva Sociedad


El 29 de diciembre de 1996 se firmó en el Palacio Nacional de la Cultura el Acuerdo de Paz Firme y Duradera entre el gobierno de Guatemala y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Con la suscripción de este documento terminaba una década de negociaciones y se ponía fin a una guerra que tuvo, de acuerdo con la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, un saldo de 200.000 muertos y 50.000 desaparecidos. Aquella tarde de diciembre, miles de guatemaltecos se hicieron presentes en la Plaza de la Constitución para celebrar la finalización del conflicto, festejos que se realizaron también en la mayoría de las ciudades y pueblos que fueron afectados por la violencia, así como en los campamentos insurgentes, donde los combatientes guerrilleros se habían «concentrado» para iniciar su desmovilización.

 

Un cuarto de siglo después, la fecha pasó casi desapercibida para la mayoría de la ciudadanía guatemalteca. El gobierno realizó un acto desangelado en el Patio de la Paz presidido por el ministro de cultura y al que asistieron mayoritariamente empleados de gobierno; el partido de la antigua insurgencia, ahora denominado Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca-Movimiento Amplio de Izquierda (URNG-MAIZ), publicó un largo comunicado en el que subrayaba la importancia de los acuerdos y las fallas en su cumplimiento, mientras que la plataforma de organizaciones de víctimas realizó una pequeña protesta frente al Palacio Nacional. 

 

¿Cómo fue la negociación y qué se estableció en los acuerdos de paz?

 

Los grupos insurgentes aglutinados en la URNG negociaron el fin de la guerra con cuatro gobiernos distintos: Vinicio Cerezo Arévalo (1986-1991), Jorge Serrano Elías (1991-1993), Ramiro de León Carpio (1993-1996) y Alvaro Arzú Irigoyen (1996-2000). Cuando iniciaron los diálogos, América Central era en uno de los últimos escenarios de la Guerra Fría y el gobierno estadounidense estaba obsesionado con contener la «amenaza comunista» en la región. Para 1996, el Muro de Berlín había sido derribado, la Unión Soviética se había desintegrado, los sandinistas habían entregado el poder tras un proceso electoral democrático y las guerrillas salvadoreñas aglutinadas en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) eran ya la segunda fuerza política en el vecino país.

 

Los cambios en el mundo afectaron a los actores en contienda. Las guerrillas pasaron de pensar el diálogo y negociación como una táctica que les permitiera ganar tiempo para recomponer fuerzas a considerarlo un proceso estratégico que posibilitaría, desde su punto de vista, sentar las bases para la solución de los problemas que causaron la guerra. Para el gobierno, implicó también limitar la militarización del Estado y contener la autonomía del Ejército en asuntos de contrainsurgencia. Para un sector de las elites empresariales, la pacificación vendría a mejorar el «clima de negocios» y atraería nuevas inversiones.

 

Fue entonces cuando se moldeó una compleja agenda de negociación dividida en temas sustantivos y operativos. Lo sustantivo abordaba los problemas que la sociedad guatemalteca venía arrastrando desde tiempos coloniales y poscoloniales: el racismo, la discriminación y la exclusión de los pueblos indígenas, pero también la concentración de la riqueza y la propiedad, así como la persistencia de la pobreza y la desigualdad. Además, dentro del eje sustantivo se ponía el foco en la militarización del Estado y el predominio del Ejército en asuntos de seguridad ciudadana. Las cuestiones operativas, que fueron colocadas al final de la agenda de negociación, se vinculaban con la desmovilización e incorporación a la legalidad de las unidades guerrilleras. Además, se trataron problemáticas como el retorno de la población refugiada en México y en zonas montañosas y selváticas del país, y el esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos.

 

Las negociaciones establecieron mecanismos para vincular a las organizaciones de la sociedad civil. Primero, se las incorporó a través de una ronda de diálogos con la insurgencia, que facilitó a las guerrillas encontrar puntos de coincidencia con las organizaciones sociales. Posteriormente, se dio lugar a Asamblea de la Sociedad Civil, espacio en el que por primera vez organizaciones, grupos, y pueblos pudieron dialogar y elaborar propuestas de solución a los problemas del país. La Asamblea produjo documentos de consenso sobre cada uno de las temáticas de la negociación. Aunque no eran vinculantes, estos documentos permitían constatar los alcances reales de cada uno de los acuerdos.

 

Antes de negociar los temas sustantivos, se suscribieron varios acuerdos enmarcados en la defensa de los derechos humanos. En marzo de 1994, se suscribió el Acuerdo global sobre derechos humanos que entró en vigencia inmediatamente y dio lugar al despliegue de la Misión de Naciones Unidas para Guatemala (MINUGUA), cuya presencia no solo contribuyó a la disminución de las violaciones a los derechos humanos, sino que creó un ambiente propicio para la participación y movilización social. En junio de ese mismo año se firmó el Acuerdo para el reasentamiento de las poblaciones desarraigadas por el enfrentamiento armado, bajo el cual se institucionalizó el retorno organizado y en condiciones dignas de las miles de familias que tuvieron que desplazarse por las campañas contrainsurgentes. También en junio de 1994, se firmó el Acuerdo sobre el Establecimiento de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico de las Violaciones a los Derechos Humanos y los Hechos de Violencia que han causado sufrimientos a la población guatemalteca. La discusión de este tema fue compleja, ya que para el gobierno y el Ejército resultaba inaceptable aceptar que se juzgara a los responsables de las violaciones graves y sistemáticas a los derechos humanos ocurridos durante la guerra, mientras que, para las bases de la insurgencia y las organizaciones sociales, esta era una demanda central. En el acuerdo se aceptó crear una comisión de la verdad que no individualizaría responsabilidades ni tendría consecuencias judiciales.

 

El primer acuerdo sustantivo, Identidad y derechos de los pueblos indígenas, fue el más avanzado, tanto en términos conceptuales como políticos. Firmado en marzo de 1995, este documento reconoció el carácter multiétnico y pluricultural de la sociedad guatemalteca y la identidad de los pueblos maya, xinca y garífuna. A partir de ese acuerdo se alcanzaron una serie de medidas y acciones para el pleno reconocimiento y ejercicio de los derechos culturales y políticos de los pueblos indígenas. Pero para su efectivo cumplimiento se acordó la realización de una reforma constitucional.

 

A diferencia del resto de los documentos, el Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria, firmado en mayo de 1996, fue ambiguo e insuficiente. En esto influyeron varios factores, como la vocación de los mandos guerrilleros de lograr un entendimiento rápido durante el primer año de gobierno del presidente Arzú, así como la presión de los grupos empresariales para que este acuerdo no afectara ni la propiedad ni la estructura tributaria. A esto se sumó la disolución del equipo de asesores de la comandancia insurgente, que no estaba de acuerdo en firmar un documento tan laxo. Con esto se perdió la posibilidad de establecer, por lo menos en el papel, una solución de fondo para cambiar el modelo económico excluyente y concentrado que se mantiene en el país hasta la actualidad.

 

Finalmente, el Acuerdo sobre Fortalecimiento del poder civil y papel del Ejército en una sociedad democrática, firmado en septiembre de 1996, estableció la reducción efectiva del Ejército, tanto en términos numéricos como de funciones. A su vez, bajo este acuerdo se robustecía a las entidades civiles de seguridad, incluyendo a la Policía Nacional Civil y a los servicios de inteligencia.  Sin embargo, el cambio de atribuciones para el Ejército en materia de seguridad interna requería también de una reforma constitucional. 

 

Con la suscripción del acuerdo sobre la desmilitarización quedaban pendientes temas que permitirían la desmovilización e incorporación democrática de la insurgencia y afinar los mecanismos de su cumplimiento: cronograma, reformas constitucionales y régimen electoral. Pero, ya en la recta final de la negociación, se dio a conocer que la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) —uno de los grupos integrantes de la URNG— había secuestrado a la matriarca de uno de los principales grupos empresariales del país (la familia Novela, monopolista del cemento) para cobrar un millonario rescate. Dos insurgentes fueron capturados: uno de ellos fue desaparecido y el otro fue intercambiado por la anciana. La negociación fue suspendida y no se reanudó hasta que Rodrigo Asturias Amado (comandante Gaspar Ilom) se retiró de la mesa de negociaciones.  

 

El secuestro y sus consecuencias afectaron las negociaciones. La URNG llegó debilitada a la discusión de los últimos acuerdos, se rompió la confianza construida entre las partes y la guerra terminaba con la desaparición forzada y el posible asesinato de un combatiente guerrillero. El 29 de diciembre de 1996, se firmó el documento final, con el que se cerraban tres décadas de guerra y se abría una nueva etapa para el país.

 

¿Qué pasó con los acuerdos?

 

La implementación de los Acuerdos de Paz llevaba implícitas tres condiciones necesarias para su cumplimiento. La primera era la aprobación de las reformas constitucionales necesarias para ajustar el orden legal y el diseño estatal a lo acordado. La segunda era la decisión gubernamental de invertir recursos políticos, administrativos y financieros para hacer realidad los cambios establecidos. La tercera era que los grupos guerrilleros, convertidos en partido político, lograran tener suficiente fuerza para impulsar desde el Congreso y el Ejecutivo la agenda de la paz.

 

Ninguna de estas condiciones se cumplió. En mayo de 1999, después de una compleja negociación en el Congreso, se realizó una consulta popular para aprobar las reformas establecidas en los acuerdos. Una coalición de grupos empresariales, denominaciones protestantes y sectores conservadores se movilizaron contra las reformas, particularmente las referidas al reconocimiento de los pueblos maya, xinca y garífuna. Con una campaña de desinformación y miedo, lograron que una mayoría de electores rechazara las reformas. Con esto, se limitaron las posibilidades de cumplimiento del acuerdo.

 

Por su parte, el gobierno firmante de la paz optó por impulsar un programa de reformas neoliberales que eran contrarias al espíritu y la letra de los acuerdos.  Aunque se creó una secretaría adscrita a la presidencia, se optó por cumplir varios de los compromisos de manera aislada y no de la forma integral en la que originalmente fueron concebidos. Temas clave como la participación indígena a todo nivel, la reforma tributaria progresiva y la ley de desarrollo rural fueron postergadas. Finalmente, después de lograr una votación de 12% en las elecciones de 1999, el partido político de la guerrilla (URNG-MAIZ) entró en una dinámica de pugnas internas que lo llevó a una votación y una presencia política marginal, de entre 2% y 4% de los votos, que limitó su capacidad de influencia.

 

Sin embargo, tanto el proceso como los acuerdos de paz produjeron una serie de transformaciones que fueron liderados por las organizaciones de la sociedad civil y los pueblos indígenas. Y, por supuesto, la propia finalización de la guerra terminó con la violencia política como práctica institucional, la proscripción política por razones ideológicas y posibilitó la desmovilización e incorporación de los insurgentes sin que se dieran venganzas ni el rearme de ex-combatientes.

 

En relación a los derechos de los pueblos indígenas, la irrupción del movimiento maya en la década de1990, la suscripción del acuerdo y la continuidad de las organizaciones y autoridades indígenas han posibilitado un cambio en la forma en la que se concibe el país y la sociedad. Hoy, Guatemala se reconoce como un país plural. Pese a que persiste el racismo, este no solo es rechazado, sino perseguido y sancionado por entidades públicas que se crearon como resultado de los acuerdos. Ahora bien, la población indígena continúa siendo excluida en términos económicos y sociales, y la persistencia del Estado monoétnico y el fracaso de la reforma constitucional han contribuido a que la demanda por una Asamblea Nacional Constituyente Plurinacional sea asumida hoy no solo por los pueblos y organizaciones indígenas, sino por buena parte de las organizaciones sociales y partidos políticos progresistas. Por su parte, pese a que no existió un acuerdo específico sobre los derechos de las mujeres, las organizaciones de mujeres organizadas en la Asamblea de la Sociedad Civil lograron articular un fuerte movimiento que ha logrado cambios en la estatalidad y las políticas públicas, así como en la construcción de una agenda en favor de la plena igualdad.

 

En cuanto a la justicia transicional, a pesar de que el propio Acuerdo de paz firme y duradera establecía una nueva amnistía para los involucrados en la guerra, las asociaciones de víctimas, las organizaciones de derechos humanos y las agrupaciones de abogados continuaron trabajando para alcanzar justicia. En los últimos 25 años se han impulsado juicios contra miembros del alto mando militar que han sido condenados por crímenes de lesa humanidad. 

 

Como se señaló, el acuerdo sobre aspectos socioeconómicos fue el más limitado y el que menos resultados tuvo. En el documento suscrito, se planteaba que Guatemala alcanzara una carga tributaria de apenas 12% del PIB. En la última década, el promedio de la carga tributaria ha sido de 10% y cada intento de reforma ha sido bloqueado y limitado por los grupos empresariales que en este tema continúan teniendo poder de veto. Otro de los desafíos, el de la situación agraria, ha tendido a deteriorarse, tanto por el proceso de reconcentración de la tierra asociada a la expansión de monocultivos, como por la profundización del empobrecimiento en las zonas rurales.

 

En cuanto al papel del Ejército, aunque este efectivamente se redujo, las redes de militares en situación de retiro han seguido articuladas e influyendo en el proceso político. Ya en el acuerdo de derechos humanos, se mencionó la necesidad de identificar y desarticular a los denominados Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad (CIACS), estructuras formadas en la contrainsurgencia que anidaron en varias instituciones del Estado (aduanas, finanzas, entidades de seguridad) y que se asociaron con estructuras de crimen organizado y mutaron a lo que la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) denominó «redes políticas y económicas ilícitas (RPEI)». 

 

Estas redes, formadas por militares en activo y situación de retiro, pero también por políticos y funcionarios, así como por empresarios y grupos criminales propiamente dichos, fueron ampliando su influencia y control sobre las instituciones del Estado para beneficiarse económicamente de este y garantizarse impunidad. Con el gobierno del general retirado y firmante de la paz Otto Pérez Molina (2011-2015), estas redes lograron el control del Ejecutivo, la subordinación mediante sobornos de parte del Legislativo y el control parcial del sistema de justicia. La acción de la CICIG y la movilización ciudadana de 2015 contra esas estructuras, provocaron la renuncia y encarcelamiento de los más altos funcionarios del Ejecutivo.

 

Los gobiernos sucesivos, encabezados por Jimmy Morales (2016-2020) y Alejandro Giammattei, actualmente en el poder, fueron electos con el apoyo y la participación directa de estas redes. Morales se encargó de limitar el trabajo y terminar con el mandato de la CICIG, mientras que Giammattei facilitó el pleno control del Estado por parte de estas estructuras. Hoy, los tres poderes del Estado son parte de la coalición conocida como «pacto de corruptos». Instituciones que resultaron claves en la lucha contra la impunidad como la Corte de Constitucionalidad y el Ministerio Público fueron finalmente cooptadas por estas redes.

 

Esto ha implicado retrocesos tanto para el Estado de derecho como para el respeto de los derechos humanos. Una de las decisiones del actual presidente fue desmantelar las entidades públicas que fueron creadas para acompañar el cumplimiento de los acuerdos de paz: la Secretaría de la Paz, el Consejo Nacional de los Acuerdos de Paz y el Programa Nacional de Resarcimiento, entre otras. Las amenazas contra periodistas, defensores de derechos humanos, opositores y voces independientes han aumentado, incluidas acciones de criminalización y el asesinato de defensores del territorio. En el Congreso de la República se discuten abiertamente iniciativas «antiderechos» y los actores conservadores sigan apelando al discurso anticomunista para descalificar al campo progresista.

 

De este modo, no es extraño que irónicamente se haga referencia a los «recuerdos de paz» y no a los acuerdos. 25 años después de su firma, Guatemala está en un proceso de involución democrática, la deriva autoritaria que enfrentan otros países de la región está presente en el país y el control que las redes criminales tienen sobre el Estado y sus instituciones eleva el peligro. Frente a esto, las autoridades ancestrales de los pueblos indígenas han asumido un liderazgo nacional que puede contener al autoritarismo e impulsar un proceso de reformas que actualicen y profundicen la agenda esbozada por los acuerdos de paz.

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