Esas libertades públicas son para Spinoza tres: la libertad de conciencia (fundamental en una época como la suya, que ya llevaba un siglo de guerras de religión posteriores a las Reforma Protestante, que dividió a la cristiandad occidental), la libertad de expresión (muy novedosa para una época en que se acababan de crear los periódicos) y la libertad de organización como expresión social y política de las otras dos. Hoy solemos hablar más ampliamente de “derechos humanos”, cuya carta plasma la razón de ser de las Naciones Unidas; por lo que dicha carta constituye el fundamento ético y jurídico del derecho internacional, pues no pueden darse relaciones civilizadas entre naciones si no se inspiran en esos principios axiológicos.
Es dentro de esa concepción filosófica que debemos entender la libertad de prensa como un derecho humano. La libertad de prensa es legítima jurídica y éticamente tan sólo si expresa la soberanía del pueblo, entendiendo por “soberanía” el ejercicio de las libertades colectivas como condición indispensable para que un pueblo sea dueño de su destino y pueda escribir la historia con su puño y letra. La libertad de prensa es legítima tan sólo si expresa la soberanía del pueblo y el derecho del pueblo a saber la verdad. Quienes convierten ese derecho sagrado en un poder fáctico, lo tergiversan al reducirlo a un instrumento de manipulación de conciencias y en un monopolio de facto que da origen a una dictadura mediática. Su más brutal expresión es el manejo descarado de las llamadas “redes sociales”, que han sustituido en la práctica a los partidos políticos como expresión del pluralismo ideológico y la confrontación de ideas. Ab(usando) de esos poderosísimos recursos tecnológicos, han llegado al poder figuras espernibles, como Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil.
La procacidad con la que el actual mandatario costarricense suele expresarse de sus críticos, despierta en cada vez más crecientes sectores de la ciudadanía, fundados temores de que nuestra “democracia” no está inmune ante un mal de esta índole. Pero, con no menos ahínco, nunca debemos cansarnos de advertir que los grandes medios de comunicación privados tampoco están, ni mucho menos, inmunes ante tal amenaza a la democracia real. Todo lo cual es consecuencia en el ámbito político de la revolución tecnológica actual en el ámbito de las comunicaciones; quien controla el control de la información, posee igualmente el monopolio del poder, sea desde las estructuras del Estado, sea desde las organizaciones de la sociedad civil; unos y otros, al autocalificarse como “paladines de la libertad”, no hacen sino defender los intereses de esos monopolios mediáticos, convirtiendo así el derecho constitucional a la información en instrumentos de sus intereses. Quienes están a su servicio, subordinan los valores democráticos a los intereses de sus patronos; los periodistas a su servicio no son más que empleados.
Lo que sucede en el ámbito nacional no es más que un reflejo de lo que acaece en la esfera internacional. Para vacunarnos ante tan grave amenaza de esta ominosa pandemia, debemos guiarnos por la luminosa estela dejada por nuestros grandes maestros humanistas, tales como Joaquín García Monge, Omar Dengo y Rodrigo Facio.
Toda información engendra poder y todo poder, que merezca el calificativo de “democrático”, debe inspirarse en la práctica de los derechos humanos, entendiendo “derechos” en el sentido kantiano de la palabra, a saber, como condición de posibilidad de la libertad como ejercicio de la razón práctica. Lo que solemos entender por derechos humanos no son más que la aplicación, en el ámbito de las libertades jurídica y políticamente estatuidas, de valores trascendentes; éstos son tres, ya que señalan la finalidad de las tres facultades superiores o dimensiones que definen al ser humano como “espíritu absoluto” (Hegel): la razón teórica (“pura” para Kant) aspira a la verdad, la voluntad (“razón práctica” para Kant) procura el bien ético, y la sensibilidad busca la belleza. Las libertades públicas deben ubicarse en la segunda dimensión, dado que son, insisto, la expresión social de la libertad como ejercicio de la racionalidad.
En filosofía política y derecho constitucional se habla del “pueblo” con el calificativo de “soberano”; este calificativo es altamente honroso, pues en los regímenes regidos por monarquías absolutistas era un atributo tan sólo del rey, debido a que el rey era concebido como investido de atributos divinos (Bossuet). Debemos al más influyente ideólogo de la Revolución Francesa (1789), Juan Jacobo Rousseau, el haber conferido dicho atributo al pueblo llano que, desde entonces, se convierte en un principio fundamental de lo que entendemos por “democracia”. Es el pueblo-soberano la única matriz o fuente de las libertades públicas. Éstas se desarrollarán en consonancia con la conciencia que de sus derechos adquieren los pueblos, al calor de las luchas libertarias que despliegan; lo cual hace que debamos concebir los derechos humanos no como una especie de entelequia metafísica, sino no como un proceso dialéctico, es decir, dentro de un marco de dimensiones históricas, movido por la dinámica de las fuerzas sociales, producidas por los modos de producción propios de cada época.
Luchar por que los medios masivos de comunicación estén al servicio de los intereses de las mayorías es hacer que, en la práctica, el pueblo tome la palabra. El derecho a la palabra es la manifestación de la libertad real, porque sólo los esclavos callan en signo de sumisión (Sartre).
Exelente exposición sobre el derecho humano de la expresión y el pensamiento. Tal vez le falta un poquito de la lucha por el NOMIC en los años 80 y en el caso de Costa Rica, ponerle nombres a los responsables, lo cual trato de hacer en www.carlosmoralescr.com
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