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sábado, 1 de abril de 2023

Democracias políticas, dictaduras económicas

 Desde Francia hasta Uruguay, no por casualidad, los gobiernos neoliberales han propuesto una reforma jubilatoria que agrega años a la edad de retiro (dos en Francia; hasta cinco en Uruguay).

Jorge Majfud / Rebelion

La narrativa que justifica el incremento de la edad de retiro es doble: (1) la gente vive más y, por lo tanto, debe trabajar más; (2) si no se hacen estas “necesarias y dolorosas reformas”, el sistema se desfinanciará y el país perderá competitividad en el mundo, ya que otros países han aplicado estas mismas medidas, necesarias para la clase financiera y dolorosas para las clases productivas. El mismo discurso, más una tercera amenaza, se ha repetido por décadas en Estados Unidos: (3) el Social Security (invento de “el presidente comunista” Franklin D. Roosevelt durante la Gran Depresión) no es sustentable, por lo cual hay que elevar la edad de retiro y, hasta donde sea posible, privatizarlo. No importa que sea y siempre haya sido autosustentable. Los seguros sociales son eso: seguros, no inversiones de riesgo. 
 
La privatización se puso en práctica primero en los países periféricos. La destrucción de la democracia socialista de Allende, hace cincuenta años, y la imposición de la dictadura de Pinochet tuvo la intención declarada de preservar la libertad de los capitales y utilizar a este país como laboratorio de las teorías neoliberales de Hayek y Friedman. El “Milagro chileno” se destacó por sus crisis sociales y económicas, pese al tsunami de dólares de Washington y las grandes corporaciones. El modelo de pensiones semiprivadas se llevó a Uruguay en 1996 y solo le tomó veinte años para fracasar. El maldito Estado debió salir al rescate de los perjudicados por los genios de las inversiones.
 
La dificultad de que un solo país, sea Francia o Uruguay pueda resistir esta aceleración del robo a las clases trabajadoras se debe a que estas políticas neoliberales tienen alcance global. Los países son rehenes de los grandes capitales que migran de un país al otro en cuestión de horas, aterrorizando a las poblaciones con la amenaza de otra crisis económica y obligando a sus gobernantes, democráticos o no, a arrodillarse ante estos señores feudales. Por otro lado, las mayores instituciones financieras del mundo, como el FMI y el Banco Mundial, son aliados de esta mafia. El BM se define como un banco para el desarrollo, pero su práctica indica lo contrario: está al servicio de los beneficios de los capitales, informando al minuto qué países están planeando votar una ley para proteger a sus trabajadores o para controlar la banca con regulaciones. Así, sus socios y clientes pueden proteger sus inversiones transfiriendo sus millones de un país soberano a otro más friendly, mejor ubicado en el ranking de “libertad de negocios”, otra de esas viejas ficciones funcionales. 
 
Desde los años 80, la productividad de los trabajadores en Estados Unidos y en el mundo ha ido en sostenido crecimiento, mientras que sus salarios se mantuvieron estancados o perdieron capacidad de compra. No es necesario ser un genio para entender a dónde fue esta diferencia entre productividad y salario. Pero quieren más.
 
Otra tierna explicación para legislar contra la voluntad del pueblo consiste en la clásica idea de que no son los sindicatos los que gobiernan sino los gobiernos electos. Pero sólo en Francia el 70 por ciento de la población está en contra de la reforma jubilatoria y su “gobierno elegido por el pueblo” se resiste a escuchar. Esta sordera es clásica y, a su vez, se justifica en otro ideoléxico: “el gobierno debe actuar con responsabilidad, no con demagogia”. Otra vez: responsabilidad ante el capital de acoso; demagogia por ejercer la democracia, dándole al pueblo su derecho a decidir.
 
Todo esto se podría solucionar con un sistema de democracia más directa, algo sobre lo que desde hace décadas muchos escribimos, sobre todo a partir de las nuevas herramientas digitales. Si los franceses pudiesen decidir en referéndums regulares, en Francia no se habrían producido las masivas manifestaciones y los destrozos urbanos que llevan semanas. Pero los ciudadanos comunes no tienen otra herramienta efectiva que la rebelión, en casos violenta. Obviamente, esta idea de democracia directa es peligrosa porque es una idea a favor de una democracia real.
 
Como la historia lo demuestra, el capitalismo es, por naturaleza, antidemocrático. Se ha desarrollado desde la brutalidad y las matanzas en sus colonias; se ha fortalecido con la esclavitud; se ha consolidado con las múltiples dictaduras militares en Asia, África y América Latina. Incluso, últimamente, se ha sentido más que cómodo con el comunismo chino. Cuando el capitalismo convivió con las democracias liberales, no fue porque fuese un sistema democrático sino porque es un gran manipulador, hasta el extremo de convencer a medio mundo de que democracia y capitalismo son la misma cosa, ya que ambos se basan en la libertad. Lo que se le olvida aclarar es que la democracia se refiere a la libertad de los pueblos y el capitalismo la entiende como la libertad de los capitales, es decir, de la elite dictatorial que hoy no sólo posee la mayor parte de la riqueza del mundo, sino también el control del sistema financiero mundial y el casi monopolio de los medios de comunicaciones dominantes.
 
Los franceses tienen una larga tradición de protestas sociales, pero además pueden darse el lujo de rebelarse en las calles, ya que pocos los acusarán de subdesarrollados. Los uruguayos, a pesar de su larga tradición de instituciones democráticas como la educación, la salud y los derechos individuales es mucho más tímido en sus reclamos. Su oligarquía, como todas, también tiene una larga tradición de estigmatizar los avances de la democracia real, acusando a cualquier reclamo popular de comunista (receta inoculada por la CIA en los años 50 y que sobrevive treinta años después de la Guerra Fría) al tiempo que lo hacen en nombre de la democracia y la libertad. 
 
La (re)solución para Francia no es fácil en un contexto internacional secuestrado por los amos del capital que exigen y hasta convencen a sus esclavos que trabajen más años por la misma ración y que, además, lo hagan por voluntad propia. Para Uruguay, por su contexto y por su tamaño, es más que difícil. Pero en ambos casos, si la resistencia al dictado económico triunfa, podrían erigirse en ejemplos peligrosos.
Por estas razones, la única solución a largo plazo es la unión de una nueva corriente de Países No Alineados o asociados por intereses comunes (culturales y económicos) como, por ejemplo, América Latina. 
 
Pero claro, todos sabemos que la solución centenaria del capitalismo imperial ha sido la desunión, la desmovilización y la desmoralización de las colonias y de sus propios trabajadores. Tan larga es esta inoculación ideológica que hoy, en las excolonias, los movimientos nacionalistas están en auge. Con un detalle: no son el nacionalismo anticolonialista de los años 60 en África, por ejemplo, sino un reflejo cipayo y parasitario del nacionalismo imperial en sus propias colonias.

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