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sábado, 4 de noviembre de 2023

Argentina: Cuarenta años de democracia

La calidad de la política, sólo se mejora y perfecciona con un mayor ejercicio y participación política ciudadana; jamás con arranques autoritarios ni mucho menos con reclamos histéricos que lesionan el entramado jurídico de derechos adquiridos a través de años de lucha y consolidados a través de su ejercicio ininterrumpido.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina

El pasado lunes, 30 de octubre, se cumplieron 40 años de Democracia ininterrumpida en el país, el período más largo de nuestra vida institucional. Cuarenta años del triunfo del Dr. Raúl Ricardo Alfonsín, luego de la feroz dictadura cívico, militar, eclesiástica iniciada el 24 de marzo de 1976 que tanto daño causó: matando, torturando, persiguiendo, expropiando hijos, apropiando y distribuyendo bienes, beneficiando a la cúpula empresarial que concentró la producción de bienes y servicios en poquísimas manos, como también multiplicó varias veces la deuda externa.
 
Las demandas revolucionarias de las juventudes de los sesenta y setenta que fueron aplastadas por la dictadura, se transformaron en la esperanzada demanda de democracia de los ochenta, como única salida de esos años de plomo. De ahí que el discurso de Alfonsín declamando el Preámbulo de la Constitución Nacional de 1853/60 fuera recibido como un mantra por la sociedad de esos años. Una necesaria docencia institucional que el líder radical supo anteponer al necesario diálogo con la sociedad. Sin embargo, las saqueadas arcas oficiales, no le permitieron dar cumplimiento a su fervorosa exhortación de: “con la democracia se come, se cura y se educa”. Algo que, en 1992, el propio ex presidente corrigió su frase y dijo: “Creo que con la democracia, se come, se cura y se educa, pero no se hacen milagros. Hemos aprendido que un buen eslogan no siempre es una verdad y que en política no hay milagros.[1]
 
El deterioro de las finanzas erosionó los planes económicos, impidiendo dar respuesta a los reclamos salariales de los trabajadores nucleados en la CGT liderada por el cervecero Saúl Ubaldini, que anteponía sus masivas manifestaciones al grito de “Pan, paz y trabajo”.
 
Los poderes económicos concentrados en la dictadura jugaban con el gobierno como el gato con el mísero ratón, desatando la hiperinflación en 1988, forzando a dejar el gobierno a Alfonsín en mayo de 1989, en manos del peronista Carlos Saúl Menem. 
 
La promesa de llevar a cabo la Revolución productiva y el salariazo, fue un gran engaño, ya que más adelante se supo que, si decía lo que iba a hacer, no lo hubieran votado. Su traición al movimiento nacional justicialista y su alianza con el liberal Álvaro Alsogaray, más sus relaciones carnales con EEUU y su adhesión irrestricta al Consenso de Washington y las relaciones carnales, profundizaron lo realizado por la dictadura, pero ahora con el respaldo del masivo voto popular. 
 
El nuevo discurso hegemónico noventista no se centró en las instituciones democráticas ni en los beneficios de la república, sino en la apertura de la economía y la desregulación. 
 
“Nada de lo que es estatal quedará en manos del Estado”, fue la frase del momento, expresada por su ministro de Obras y Servicios Públicos, José Roberto Dromi, autor de la Reforma del Estado. Todas las empresas públicas y organismos estatales, nacionales y provinciales, pasaron a manos privadas. Pasaje que no aseguró contraprestaciones ni inversiones de capital ni reposición de activos. Todo lo recaudado se embolsó en los bolsillos privados, como también vaciaron y robaron el patrimonio de los argentinos, sin que ningún organismo del ministerio público reclamara por los bienes de las empresas públicas que llevaron décadas de desarrollo y trabajo humano. Un despilfarro descomunal del que nadie rindió cuenta y una justicia tuerta que andaba de agachada en agachada.
 
La otra pata del modelo fue la Ley de Convertibilidad, aplicada por el superministro de Economía, Domingo Cavallo, sostenida por la paridad “un peso, un dólar” que terminó con la inflación y tuvo una duración de una década.
 
La personalidad carismática del primer magistrado hábilmente integrado a la farándula televisiva lo tenía como protagonista de programas de chimento, deportivos y espectáculos. Desde Madona a los Rollig Stones, todos pasaban por la Casa Rosada y se fotografiaban con Menem. Época de escándalos, sus dos mandatos quedaron marcados por la corrupción, como el YomaGate en 1991, que involucró a su cuñada Amira Yoma por tráfico de cocaína a los EEUU y operaciones financieras para blanquear dinero. Otro de los hechos fue el contrabando de armas a Ecuador y Croacia, por el que Menem fue condenado a prisión, aunque por los fueros como senador no cumplió la condena.
 
Mientras los fuegos artificiales distraían a las multitudes, las relaciones non santas del gobierno, mandar tropas argentinas al exterior, pactos secretos con gobiernos beligerantes, transformaron al país en blanco de atentados: la AMIA, la Embajada de Israel, Río Tercero, hasta la muerte del hijo del presidente, Carlitos Jr., dejaron un saldo que de treinta años a la fecha, aún tiene muchos cabos sueltos.
 
El segundo gobierno menemista, luego del Pacto de Olivos realizado entre Menem y Alfonsín que supuso la modificación de la Constitución Nacional en 1994, que posibilitara otro mandato del riojano, dejó en evidencia las consecuencias de lo realizado en el primer mandato. Se agotaron los dinerillos por la venta de las joyas de la abuela, las manifestaciones volvieron a las calles, pero esta vez bajo la forma de piquetes. Cutral Có y Plaza Huincul donde se rebelaron desocupados por las privatizaciones de Yacimientos Petrolíferos Fiscales y Gas del Estado. Allí cae la líder, Teresa Rodríguez, iniciando otro martirologio de los movimientos de resistencia social.
 
Los trabajadores nucleados en la CGT ya no se sentían representados y parte de los mismos conformaron en 1992 la Central de Trabajadores Argentinos que nuclearía a los trabajadores estatales, en su gran mayoría docentes. Los docentes armarían la “carpa blanca” en la Plaza frente al Congreso Nacional, reclamando aumento de los fondos destinados a la educación de la Ley de Financiamiento Educativo y la derogación de la Ley Federal de Educación, se mantuvo desde el 2 de abril de 1997 hasta el 50 de diciembre de 1999.
 
Para entonces, el segundo gobierno de Menem había hecho agua por todos lados y la Alianza conformada por el radical Fernando De la Rúa y peronistas disidentes encabezados por Carlos Chacho Álvarez, conformaron la fórmula que gobernaría desde diciembre de 1999 hasta la crisis del 20 de diciembre de 2001, que terminó con la fuga en helicóptero del presidente, al grito masivo de “¡Que se vayan todos!”
 
Previo a esto, Chacho Álvarez ya había dejado la vicepresidencia y el gobierno había retomado el giro neoliberal dejado por Menem, volviendo los mismos personajes que manejaron la economía y dejaron al país patas para arriba.
 
La crisis terminal de 2001 explotó en las calles poniendo de manifiesto del descontento de las clases medias que se expresaban a cacerolazos por la aplicación del “corralito”. Represión, huida en helicóptero del presidente desde la Casa Rosada, cinco presidentes, hasta la llegada de Eduardo Duhalde, intentando poner paños de agua fría con su frase: “el que depositó dólares, recibirá dólares; el que depositó pesos, recibirá pesos” marcó la transición hasta un nuevo llamado de elecciones que impuso, en segunda vuelta, a Néstor Kirchner con un escaso 22% dado que su contrincante Carlos Menem, se bajó.
 
La gran osadía y la muñeca política del “Pingüino”, como lo apodaban a Kirchner, reencauzó las finanzas, nos liberó del FMI y pudo mejorar la distribución de la riqueza. Situación que pudo sostenerse hasta el primer mandato de su esposa, Cristina Fernández. En lo simbólico y reivindicatorio del ejercicio de los derechos humanos, volvió para atrás lo realizado por Menem en torno a las condenas de los comandantes de las FFAA. La integración regional vivió su momento de esplendor a partir de la Cumbre de las Américas realizada en Mar del Plata en 2005, con la presencia de George Bush Jr. y los líderes progresistas de la región, donde el Comandante Hugo Chaves pronunció su célebre frase ¡Alca, al carajo!, respecto de las apetencias del mercado de libre comercio que pretendía el patrón del norte.
 
Las crisis posteriores externas e internas, sobre todo la del campo, a partir de las retenciones a las exportaciones expuestas en la Resolución 125, partieron las aguas con el voto “no positivo” del vicepresidente Julio Cobos; esto generó la grieta y el sector agrario sintió la necesidad de armar su propio partido con la ayuda de los medios hegemónicos. El PBI se estancó, el descontento comenzó a ganar adeptos, deseosos de lograr un cambio y el PRO, surgido en la CABA, se extendió al territorio nacional a través de su alianza con la UCR. En 2015, con “la transparencia” prometida de Mauricio Macri, ganó dudosamente las elecciones. 
 
Dentro de sus primeras medidas fue nombrar por DNU a dos miembros de la Suprema Corte de Justicia y más adelante, tomó el mayor préstamo otorgado por el FMI, entre gallos y media noche, hipotecando el futuro de generaciones. Demasiado reciente es el daño ocasionado por el ingeniero y sus funcionarios que, no pudo ser reelegido como le sucedió a otros liberales del continente como Donald Trump o Jair Bolsonaro. 
 
Estamos viviendo el último tramo del gobierno de Alberto Fernández, a quien le tocó hacerse cargo del gobierno renegociando la deuda contraída por su antecesor, lidiar con la pandemia, sufrir las consecuencias de la guerra de Ucrania, la sequía más grande del siglo y los ataques de una oposición furiosa que instaló el odio en la población. 
 
En ese clima enrarecido, donde emerge un líder libertario al extremo de todos los extremos, pretendiendo un imperio del mercado y una “tanatodemocracia” en ciernes, en palabras de Jorge Alemán, en la antesala del balotaje, intentamos celebrar los cuarenta años de Democracia.
 
Hay que continuar haciendo docencia democrática cómo único medio de discusión y negociación de los intereses sectoriales, donde tengan voz las minorías y aquellos sectores invisibilizados por la exclusión o la discriminación embozada. Por intentar hacer efectivos los presupuestos constitucionales de tener un país representativo, republicano y federal, sobre todo federal, donde los habitantes de la Argentina profunda puedan acceder a los mismos beneficios de los grandes conglomerados urbanos que gozan de los mejores y más accesibles servicios, una amplísima oferta educativa, sanitaria y cultural. 
 
En consecuencia, sólo a través de los representantes elegidos por el pueblo se puede elevar el nivel de la discusión que permita posibilitar la demanda concreta y efectiva de las poblaciones más rezagadas y distantes en un territorio tan extenso y disperso como el argentino.
 
En definitiva, la calidad de la política, sólo se mejora y perfecciona con un mayor ejercicio y participación política ciudadana; jamás con arranques autoritarios ni mucho menos con reclamos histéricos que lesionan el entramado jurídico de derechos adquiridos a través de años de lucha y consolidados a través de su ejercicio ininterrumpido. Y ello a través de las diversas categorías históricas, sectoriales y espaciales, cuyas definiciones ya son parte de nuestra identidad y tradición.

 



[1] Laura Tedesco, Alfonsín, de la esperanza a la desilusión, Edit. Del Nuevo Extremo. Buenos Aires, 2011.

 

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