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sábado, 6 de noviembre de 2010

Fronteras

Los sentimientos nacionales son fácilmente manipulables. Atizarlos se ha constituido en todo un arte que recurrentemente se ejercita para desviar la atención de los pueblos de los problemas que sufren: cuando se quiere ocultar algo, pasar por debajo de la mesa entuertos malolientes.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
rafaelcuevasmolina@hotmail.com
(Fotografía: las disputas fronterizas entre Costa Rica y Nicaragua fueron debatidas en una sesión extraordinaria de la OEA, en Washington)
Las fuerzas que apuntaban a la dispersión o a la unión en el territorio de lo que hoy conocemos como América Latina constituyeron un verdadero campo de fuerzas, turbulento y contradictorio, que se manifestó en los años antes y después de la independencia.
En el Sur del continente, Simón Bolívar intentó vanamente formar “la más grande nación del Mundo”. Durante los tiempos de Bolívar, la idea de la federación o de la unión política fue quizás más realista que nunca después. Efectivamente, la idea de una nación que abarcara a la América Hispana fue expresada claramente por él: “Es una idea grandiosa –dijo- pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse”.
Sin embargo, a pesar de sus denodados esfuerzos, Bolívar no consiguió crear una sólida superestructura institucional en los estados que fundó, ni fundirlos en una gran confederación americana, debido a que el orden político por él propuesto carecía de una base de sustentación real: invariablemente, cuando los ejércitos bolivarianos se retiraban de una región, las clases dominantes locales se encargaban del poder. Entonces estallaba el conflicto entre el componente local y continental de la gesta emancipadora.
Según Marcos Kaplan, esta habría sido, sin embargo, una integración superficial puesto que se habría sustentado en poblaciones no demasiado numerosas, dispersas, de escasa cultura y gran heterogeneidad, con elites dirigentes que negaron a las mayorías nacionales una participación real.
En Centroamérica, se hicieron intentos por construir una federación sobre los escombros de la Capitanía General de Guatemala. Los intereses, excluyentes y elitistas de los grupos dominantes guatemaltecos, fueron una de las causas principales del fracaso de esos esfuerzos. Nacieron así cinco pequeñas repúblicas que en algún momento, incluso desde ellas mismas, se llegó a cuestionar su viabilidad.
Como en el resto del subcontinente latinoamericano, durante la segunda mitad del siglo XIX se dedicaron a construir sus respectivas “especificidades” nacionales, es decir, a identificar todo aquello que diferenciaba (real o especularmente) a cada uno frente al vecino. Es decir, a construir (¿inventar?) sus identidades “nacionales”.
Como bien se sabe, toda identidad se construye en relación con otro u otros frente a los cuales nos demarcamos o identificamos. Lastimosamente en Centroamérica, como en el resto de América Latina, los referentes negativos de esa alteridad identitaria siempre se buscaron y encontraron en los vecinos más cercanos, y los positivos en referentes lejanos, siempre vinculados con los centros coloniales de los que recién nos habíamos desgajados.
Explica esto una mentalidad colonial firmemente estructurada a través de más de trescientos años y el carácter de los grupos sociales que comandaron ese proceso de construcción identitaria. El resultado fue este enjambre de repúblicas desunidas que conforman hoy este espacio conocido como América Latina, fracturado por fronteras artificiales que responden más a las necesidades e intereses de la vieja administración colonial que ha nuestras propias realidades.
Los estados nacionales se afianzaron y florecieron. Con todo lo que se hable hoy de su caducidad, es evidente que los sentimientos vinculados a ellos siguen teniendo una vigencia extraordinaria que se renueva periódicamente a través de múltiples y disímiles vías. A pesar de las tenencias homogenizadoras de los procesos globalizadores, el “siglo de los nacionalismos” (Hobsbawn dixit) penetra con fuerza en el siglo XXI.
Los sentimientos nacionales son fácilmente manipulables. Atizarlos se ha constituido en todo un arte que recurrentemente se ejercita para desviar la atención de los pueblos de los problemas que sufren: cuando se quiere ocultar algo, pasar por debajo de la mesa entuertos malolientes.
El “problema” de la frontera entre Costa Rica y Nicaragua que se ha destapado en estos días tiene mucho de eso.

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