Las protestas que
recorren el territorio, y que encuentran su núcleo central en el movimiento
estudiantil, exigen algo muy distinto, que la clase política no puede resolver:
modificar el modelo económico y el orden político.
Roberto
Pizarro / Página12
Las protestas en Chile desnudan la crisis del sistema político y la sociedad neoliberal. |
La clase política
chilena ha dejado de representar a la ciudadanía. No responde a sus demandas.
En educación es manifiesto, pero también lo es en salud, en asuntos
medioambientales y regionales, en las exigencias de un transporte público
decente, en la precariedad del empleo o en el abuso a los consumidores acosados
por créditos usureros. Mientras la sociedad extiende sus protestas, la clase
política se repliega en su propio campo. Su interés se reduce a mantenerse en
el poder a cualquier costo. La polémica en torno de las responsabilidades por
la tragedia del terremoto–tsunami es la más reciente prueba de ello.
El rechazo al gobierno
y a la oposición que muestran las encuestas de opinión nunca se había visto en
Chile. En su desesperación, el gobierno despliega esfuerzos por eludir las
demandas ciudadanas, colocando en la palestra pública a la ex presidenta
Bachelet como responsable de las ineptitudes que ocurrieron durante el
terremoto-tsunami, que resultaron en la muerte de centenares de chilenos. Por
su parte, la Concertación, también descalificada por la opinión pública, cierra
filas para defenderla ciegamente, no aceptando crítica alguna, habida cuenta de
que aparece como su única alternativa para recuperar el gobierno en el 2014.
Las crecientes
protestas no tienen un carácter contingente. No constituyen sólo un ataque a la
forma de gobernar de Piñera. El cuestionamiento desafía, en realidad, el orden
existente. Es la insatisfacción con un modelo económico caracterizado por
manifiestas desigualdades y abusos; y es, al mismo tiempo, el descontento con
un régimen político que restringe la participación de las mayorías. El modelo
económico y político lo instauró la derecha, y lo consagró en la Constitución
del ’80, pero la Concertación lo administró con complacencia, conservando su
esencia oligárquica.
Con el terremoto, los
éxitos macroeconómicos, la potencia exportadora y el consumismo en los malls
abrieron paso a la muerte, la destrucción de carreteras, viviendas, escuelas y
hospitales. Gobierno, fuerzas armadas, la clase política y el sector privado se
revelaron completamente inútiles en la hora de la verdad. Vale decir, cuando se
requería proteger a los ciudadanos, alimentar y entregar un techo a los
afectados. El Estado, minimizado por el neoliberalismo y el sector privado,
sólo eficiente para maximizar sus ganancias, fracasaron rotundamente.
Cuando Ricardo Lagos
era presidente, en su afán de aparecer republicano, nos repetía una y otra vez:
“Hay que dejar que las instituciones funcionen”. No se interesó en cambiarlas
por temor a los poderosos. Su error quedó de manifiesto en el terremoto. Las
instituciones fracasaron rotundamente. El Servicio Hidrográfico y Oceanográfico
de la Armada (SHOA) de la Marina no fue capaz de anunciar el tsunami. La
Oficina Nacional de Emergencia del Ministerio del Interior (Onemi) tenía
teléfonos satelitales guardados en bodega y no contaba con alimentos, techo y
abrigo suficientes para los damnificados. Por otra parte, el derrumbe de la
telefonía fija, móvil y la mismísima Internet desmintieron el mito que los
servicios públicos privados eran más eficientes que a cargo del Estado. Los
partidos políticos brillaron por su ausencia, desligados desde hace tiempo de
las organizaciones sociales.
Más allá de la
sorprendente perplejidad e incapacidad que mostraron las autoridades del
gobierno de Bachelet a la hora del sismo, quedó en evidencia un Estado con
instituciones ineficientes, con un sistema económico que sólo protege a los
poderosos y es incapaz de defender a los débiles. En suma, son las
instituciones las que no funcionan, y no sólo en el ámbito de la planificación
y protección indispensables frente a una catástrofe, sino en los más variados
aspectos de la sociedad chilena.
La polémica que se
reproduce a dos años de la catástrofe constituye una muestra del vacío
existente entre la clase política y la ciudadanía. Gobierno y oposición,
derecha y Concertación, intentan utilizar la tragedia en su propio beneficio.
Protegiendo su propio campo, defendiendo sus propios intereses. Unos, por la
incapacidad que tuvo el gobierno de Bachelet al no anunciar el tsunami; los
otros, deslindando sus responsabilidades y atribuyéndoselas exclusivamente a
los organismos técnicos correspondientes, vale decir Onemi y SHOA.
La sociedad chilena se
da cuenta de que en esta polémica los políticos están haciendo un juego propio
para recuperar posiciones que han perdido por su incapacidad para representar
las demandas ciudadanas. Esta disputa es ajena a la sociedad civil. Las
protestas que recorren el territorio, y que encuentran su núcleo central en el
movimiento estudiantil, exigen algo muy distinto, que la clase política no
puede resolver: modificar el modelo económico y el orden político. El sistema
ha entrado en un período de crisis orgánica y sólo los movimientos sociales que
lo desafían podrán reconstruir el Estado y sus instituciones.
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