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sábado, 20 de octubre de 2012

Las mañas del Pentágono

Los países de la región aún no están en condiciones para poner en pie un sistema de defensa colectivo y autónomo, pero avanzan en la desarticulación de las iniciativas del Pentágono.

Raúl Zibechi / LA JORNADA

La concentración de poder se ha convertido en la tendencia global más importante en los recientes 50 o 100 años. En este proceso, el poder militar juega un papel decisivo, aunque el pensamiento crítico se ha concentrado, quizá excesivamente, en el poder económico, sin visualizar que es el poder duro el que asegura la continuidad de la acumulación de capital.

Hace siglo y medio Karl Marx destacó en una carta a Federico Engels (25 de septiembre de 1857) la importancia del ejército en el desarrollo económico, en las innovaciones técnicas y como precursor de la división del trabajo en la industria, concluyendo que “la historia del ejército muestra (…) la conexión entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales”.

El historiador William McNeill, en su magnífica obra La búsqueda del poder, nos advierte que para estudiar “el macroparasitismo entre las poblaciones humanas” (que podría ser asimilado al imperialismo), deben estudiarse en especial “los cambios en los tipos de equipamiento empleados por los guerreros”.

Fiel a su más conocido trabajo, Plagas y pueblos, sostiene: “Las alteraciones en el armamento se parecen a mutaciones genéticas de microrganismos en el sentido de que pueden, cada tanto, abrir nuevas zonas geográficas de explotación, o destruir antiguos límites mediante el ejercicio de la fuerza dentro de la propia sociedad que los cobija”. Nada más parecido a una historia de la conquista de América.

La carrera de armamentos ultra sofisticados que lleva adelante Estados Unidos, seguido de lejos por un puñado de emergentes, parece estar buscando esas “mutaciones” a las que alude McNeill, para asegurar y ensanchar la brecha de poder de los más poderosos respecto del resto de la humanidad. La ciberguerra en curso y algunas armas especiales, como el avión supersónico capaz de volar a 20 veces la velocidad del sonido que está desarrollando la estadunidense DARPA (Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa), forman parte de esa ambición de poder.

El reciente discurso de Leon Panetta, secretario de Defensa de Estados Unidos, pronunciado el 11 de octubre en el portaviones Intrepid, convertido en museo anclado en Nueva York, estuvo íntegramente dedicado a la ciberguerra. Anunció que su país está viviendo “un momento pre 11 de septiembre” ya que “los atacantes están tramando” un ataque. Acusó directamente a China, Rusia e Irán.

Esta vez Panetta no mencionó el terrorismo como fuente de posibles agresiones, sino un probable “ataque cibernético perpetrado por Estados-nación” que perpetrarían un “ciber Pearl Harbor”. Exigió que se apruebe pronto la Ley de Seguridad Cibernética que otorga al Pentágono poderes extraordinarios en relación a la ciberseguridad. Omitió decir, y este es el punto clave, que su departamento está preparado para lanzar el primer golpe (contra Irán o Venezuela), algo difícil de demostrar en una guerra inmaterial, pero con cuantiosos daños materiales.

Panetta también habló de ciberguerra el 8 de octubre en Punta del Este, en la décima Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas. Llegó con un documento de 12 páginas titulado La política de defensa para el hemisferio Occidental, con el que pretendió delinear la estrategia militar del Pentágono con base en “enfoques innovadores, económicos y con una mínima huella”.

Se enfrentó con varios ministros de Defensa de la Unasur, aunque contó con el apoyo entusiasta de Chile –que se encargó de elevar las propuestas previamente negociadas con el Pentágono– y de Colombia, sus aliados sudamericanos. No pudo impedir que Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Surinam y Venezuela se negaran a aceptar un sistema de “asistencia humanitaria” coordinado por militares, mientras que Guyana y Uruguay se abstuvieron. Tuvo que tragar el apoyo mayoritario a la soberanía argentina de las islas Malvinas (sólo Estados Unidos y Canadá votaron en contra).

Los países de la región aún no están en condiciones para poner en pie un sistema de defensa colectivo y autónomo, pero avanzan en la desarticulación de las iniciativas del Pentágono. Días antes de la conferencia, el Ministerio de Defensa de Uruguay desarticuló lo que hubiera sido una nueva “base dormida” en el centro del país, junto al único aeropuerto internacional fuera de la franja costera.
El proyecto consistía en la construcción de apenas “un barracón”, pero el modo de operar es significativo. Fue elaborado por el Comando Sur y propuesto directamente a las fuerzas armadas uruguayas, con financiamiento estadunidense y con la excusa de capacitar frente a desastres naturales, pero sin consultar al Ministerio de Defensa. De haberse concretado, “supondría otorgarle la llave del país a Estados Unidos” con la excusa de la capacitación humanitaria (Brecha, 12 de octubre de 2012).

Días atrás, militares uruguayos participaron en ejercicios en Florida, sede del Comando Sur, pasando por encima de las autoridades civiles, que suelen enterarse cuando los militares ya están volando. Situaciones muy similares suceden en Argentina, no así en Brasil y Venezuela. El Pentágono negocia directamente con los militares, como si se tratara de “TLC entre las fuerzas armadas”. La desarticulación de este modo subversivo de operar generó malestar diplomático en Montevideo y en Buenos Aires, donde también cortaron las alas del grupo militar de Estados Unidos en Argentina.

El Consejo de Defensa Sudamericano de la Unasur aún no pudo concretar su “doctrina” para una defensa regional coordinada. Cada paso adelante cuesta meses y arduas negociaciones, mientras la potencia que nos considera su patio trasero sigue desarrollando la “capacidad para proyectar poder y fuerza”, como dijo Panetta.

Sin embargo, la ofensiva lanzada en Punta del Este chocó con la oposición de un grupo de países que no están dispuestos a dejarse imponer las políticas que Washington ensaya desde hace medio siglo, como le dijo el ministro brasileño Celso Amorim al jefe del Pentágono.

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