Los países de la región
aún no están en condiciones para poner en pie un sistema de defensa colectivo y
autónomo, pero avanzan en la desarticulación de las iniciativas del Pentágono.
Raúl Zibechi / LA JORNADA
La concentración de poder
se ha convertido en la tendencia global más importante en los recientes 50 o
100 años. En este proceso, el poder militar juega un papel decisivo, aunque el
pensamiento crítico se ha concentrado, quizá excesivamente, en el poder
económico, sin visualizar que es el poder duro el que asegura la continuidad de
la acumulación de capital.
Hace siglo y medio Karl
Marx destacó en una carta a Federico Engels (25 de septiembre de 1857) la
importancia del ejército en el desarrollo económico, en las innovaciones
técnicas y como precursor de la división del trabajo en la industria,
concluyendo que “la historia del ejército muestra (…) la conexión entre las
fuerzas productivas y las relaciones sociales”.
El historiador William
McNeill, en su magnífica obra La búsqueda del poder, nos advierte que
para estudiar “el macroparasitismo entre las poblaciones humanas” (que podría
ser asimilado al imperialismo), deben estudiarse en especial “los cambios en
los tipos de equipamiento empleados por los guerreros”.
Fiel a su más conocido
trabajo, Plagas y pueblos, sostiene: “Las alteraciones en el armamento
se parecen a mutaciones genéticas de microrganismos en el sentido de que
pueden, cada tanto, abrir nuevas zonas geográficas de explotación, o destruir
antiguos límites mediante el ejercicio de la fuerza dentro de la propia
sociedad que los cobija”. Nada más parecido a una historia de la conquista de
América.
La carrera de armamentos
ultra sofisticados que lleva adelante Estados Unidos, seguido de lejos por un
puñado de emergentes, parece estar buscando esas “mutaciones” a las que alude
McNeill, para asegurar y ensanchar la brecha de poder de los más poderosos
respecto del resto de la humanidad. La ciberguerra en curso y algunas armas
especiales, como el avión supersónico capaz de volar a 20 veces la velocidad
del sonido que está desarrollando la estadunidense DARPA (Agencia de
Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa), forman parte de esa ambición
de poder.
El reciente discurso de
Leon Panetta, secretario de Defensa de Estados Unidos, pronunciado el 11 de
octubre en el portaviones Intrepid, convertido en museo anclado en Nueva
York, estuvo íntegramente dedicado a la ciberguerra. Anunció que su país está
viviendo “un momento pre 11 de septiembre” ya que “los atacantes están
tramando” un ataque. Acusó directamente a China, Rusia e Irán.
Esta vez Panetta no
mencionó el terrorismo como fuente de posibles agresiones, sino un probable
“ataque cibernético perpetrado por Estados-nación” que perpetrarían un “ciber
Pearl Harbor”. Exigió que se apruebe pronto la Ley de Seguridad Cibernética que
otorga al Pentágono poderes extraordinarios en relación a la ciberseguridad.
Omitió decir, y este es el punto clave, que su departamento está preparado para
lanzar el primer golpe (contra Irán o Venezuela), algo difícil de demostrar en
una guerra inmaterial, pero con cuantiosos daños materiales.
Panetta también habló de
ciberguerra el 8 de octubre en Punta del Este, en la décima Conferencia de
Ministros de Defensa de las Américas. Llegó con un documento de 12 páginas
titulado La política de defensa para el hemisferio Occidental, con el
que pretendió delinear la estrategia militar del Pentágono con base en
“enfoques innovadores, económicos y con una mínima huella”.
Se enfrentó con varios
ministros de Defensa de la Unasur, aunque contó con el apoyo entusiasta de
Chile –que se encargó de elevar las propuestas previamente negociadas con el
Pentágono– y de Colombia, sus aliados sudamericanos. No pudo impedir que
Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Surinam y Venezuela se negaran
a aceptar un sistema de “asistencia humanitaria” coordinado por militares,
mientras que Guyana y Uruguay se abstuvieron. Tuvo que tragar el apoyo
mayoritario a la soberanía argentina de las islas Malvinas (sólo Estados Unidos
y Canadá votaron en contra).
Los países de la región
aún no están en condiciones para poner en pie un sistema de defensa colectivo y
autónomo, pero avanzan en la desarticulación de las iniciativas del Pentágono.
Días antes de la conferencia, el Ministerio de Defensa de Uruguay desarticuló
lo que hubiera sido una nueva “base dormida” en el centro del país, junto al
único aeropuerto internacional fuera de la franja costera.
El proyecto consistía en
la construcción de apenas “un barracón”, pero el modo de operar es
significativo. Fue elaborado por el Comando Sur y propuesto directamente a las
fuerzas armadas uruguayas, con financiamiento estadunidense y con la excusa de
capacitar frente a desastres naturales, pero sin consultar al Ministerio de
Defensa. De haberse concretado, “supondría otorgarle la llave del país a
Estados Unidos” con la excusa de la capacitación humanitaria (Brecha, 12
de octubre de 2012).
Días atrás, militares
uruguayos participaron en ejercicios en Florida, sede del Comando Sur, pasando
por encima de las autoridades civiles, que suelen enterarse cuando los
militares ya están volando. Situaciones muy similares suceden en Argentina, no
así en Brasil y Venezuela. El Pentágono negocia directamente con los militares,
como si se tratara de “TLC entre las fuerzas armadas”. La desarticulación de
este modo subversivo de operar generó malestar diplomático en Montevideo y en
Buenos Aires, donde también cortaron las alas del grupo militar de Estados
Unidos en Argentina.
El Consejo de Defensa
Sudamericano de la Unasur aún no pudo concretar su “doctrina” para una defensa
regional coordinada. Cada paso adelante cuesta meses y arduas negociaciones,
mientras la potencia que nos considera su patio trasero sigue desarrollando la
“capacidad para proyectar poder y fuerza”, como dijo Panetta.
Sin embargo, la ofensiva
lanzada en Punta del Este chocó con la oposición de un grupo de países que no
están dispuestos a dejarse imponer las políticas que Washington ensaya desde
hace medio siglo, como le dijo el ministro brasileño Celso Amorim al jefe del
Pentágono.
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