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sábado, 1 de diciembre de 2012

El fluido mapa político de América Latina

El mapa político latinoamericano es de geometrías variables. Por un lado, la etapa que hoy observamos tiene límites estructurales y temporales; por otro, el desarrollo de sus rasgos y contradicciones lo modificarán en uno u otro sentido, al tenor de las diversas insatisfacciones y expectativas humanas, de los distintas formas de pensar cómo solucionarlas, y de sus respectivas proyecciones y liderazgos políticos.

Nils Castro / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

En el último período, una característica muy visible del mapa político de América Latina ha sido la emersión de gobiernos progresistas. Sin embargo, los procesos que la han originado no se distinguen solo por sus particularidades nacionales, sino también porque resultan de disímiles historias y condiciones. Lo que no niega que ellos tengan propósitos e intereses comunes, pues por un lado expresan aspiraciones y necesidades parecidas y por otro difícilmente pueden subsistir sin apoyarse entre sí.

Tres elementos marcan ese mapa. El primero, que esta sustitución de varios de los gobiernos de democracia restringida que ‑‑con agenda neoliberal‑‑ remplazaron a las anteriores dictaduras se realizó a través de elecciones legítimamente celebradas. El segundo, que enseguida las derechas locales y transnacionales han venido activando viejas y nuevas formas de contraofensiva para reimplantar el orden anterior. Y el tercero, que esos gobiernos progresistas, si bien han logrado notables avances en la lucha contra la pobreza y la marginación, y por la soberanía y la integración latinoamericanas, tienen determinadas impedimentos para satisfacer las aspiraciones del socialismo latinoamericano.

Se inicia otra oportunidad

Este es un mapa de geometrías variables. Por un lado, la etapa que hoy observamos tiene límites estructurales y temporales; por otro, el desarrollo de sus rasgos y contradicciones lo modificarán en uno u otro sentido, al tenor de las diversas insatisfacciones y expectativas humanas, de los distintas formas de pensar cómo solucionarlas, y de sus respectivas proyecciones y liderazgos políticos.

Al caracterizar el papel articulador y crítico que las izquierdas desempeñan ante esos gobiernos, no se puede pasar por alto que también las derechas intervienen para configurar este mapa. Sin ir más lejos, donde los gobiernos progresistas eran políticamente más débiles el objetivo de las derechas se ha cumplido, incluso sin reimplantar regímenes militares duraderos, como en Honduras, o sin apelar al recurso militar, como en Paraguay. Pero donde ellos son más fuertes, tales intentonas han llevado a consolidar e incluso a radicalizar al proceso, como en Venezuela y Ecuador.

Por otra parte, vale observar que el territorio abarcado en ese mapa por la tendencia a elegir gobiernos progresistas es mayor que el de los países donde ella ya ha tenido éxito. En algunos países donde esa opción no ha conseguido ganar elecciones presidenciales, la izquierda logró progresos electorales significativos, que no solo fortalecieron su presencia municipal y parlamentaria sino también su peso político a escala nacional, como en Colombia y en México.

El fenómeno afecta asimismo a las derechas. Donde ellas han conseguido conservar o recuperar el gobierno, han tenido que mantener programas de compensación social y dedicar parte del presupuesto a mitigar la pobreza, aunque haciéndolo con sesgo clientelista y sin promover la auto organización sostenible ni autónoma de los pobres, como en Panamá.

En conjunto, esas experiencias han abierto un campo de nuevas formas de lucha, que así incluye las de género electoral, para acceder a ciertas porciones del poder gubernamental, con las posibilidades, problemas y mutaciones que ello depara. Visto panorámicamente, desde la aparición de estos gobiernos progresistas en América Latina se ha alcanzado una importante recuperación de cuotas de soberanía, autodeterminación y solidaridad política, así como valiosos progresos en el campo de la cooperación económica y la resistencia frente al predominio estadunidense y ante la crisis económica mundial.

Tales gobiernos han permitido fortalecer y expandir el Mercosur, poner en marcha el Alba, articular la Unasur y crear la Celac. Han contribuido a reducir la hegemonía norteamericana sobre gran parte del Continente, a rechazar y revertir políticas neoliberales, y a generar nuevas perspectivas de desarrollo autónomo latinoamericano, pese a la presencia de gobiernos conservadores en la mayor parte de las organizaciones regionales. Esto es un hecho de significativa relevancia regional e internacional.

En sus respetivos países, esos gobiernos han ampliado las posibilidades de la soberanía popular, han sacado de la pobreza a varios millones de latinoamericanos, les han dado ciudadanía efectiva, así como posibilidades de organización y expresión autónomas, a la vez que fortalecido el campo de los derechos humanos y las libertades cívicas. Eso ahora hace más factible proponerse nuevas perspectivas socioeconómicas, políticas y culturales, que a las organizaciones sociales y políticas les toca promover, más que a los gobiernos que han abierto esta oportunidad.

Por lo tanto, se ha dado un conjunto de hechos y posibilidades de considerable importancia en la evolución de nuestra América. Y esto ha sucedido  no mucho después de la ofensiva neoconservadora de los años 80 y 90 del siglo pasado, del colapso del modelo soviético de socialismo, del apogeo de la supremacía unipolar norteamericana y a contrapelo de la hegemonía neoliberal. Y ha ocurrido cuando aún faltaba superar la confusión ideológica y el desarreglo político que todo ello precipitó en el campo de las izquierdas, junto a la fragmentación de la capacidad de resistencia ‑‑social y nacional‑- de los sectores populares.

Examinarlo en su originalidad

Aun así, los logros alcanzados durante este período son insuficientes si los contrastamos con los objetivos que las izquierdas revolucionarias de los años 60 y 70 se proponían: sustituir al régimen capitalista por un socialismo que entonces creíamos saber en qué consistía y cómo se implantaba. Así pues, no extraña que hoy algunos compañeros insistan en señalar que los progresos sociales y humanitarios obtenidos por estos gobiernos progresistas mitigan los rigores del capitalismo sin ir más allá de cierto “neodesarrollismo” ni cuestionar el orden económico existente, ni intentar su remplazo por un régimen no apenas postneoliberal sino “postcapitalista”.[1]

Pero, si hemos de ser democráticos, esa crítica  no puede proponer las consecuencias del caso a contrapelo del querer de la mayoría popular que prefirió votar por otras opciones. Estos gobiernos se eligieron por efecto del rechazo a los excesos del neoliberalismo; surgieron con el mandato de combatir el desempleo, la pobreza extrema y la marginación, de redimir la menoscabada soberanía del país, y  no para emprender una revolución socialista.

Por consiguiente, con el mandato de controlar los mercados en función de las prioridades sociales, y de instaurar una política internacional más autónoma y latinoamericanista. Esas prioridades a su vez reclaman ‑‑en uno u otro grado según las respectivas condiciones nacionales‑‑ algún grado o modelo de economía mixta que pueda asegurar la recuperación de recursos del patrimonio nacional y su explotación sustentable, reformar el sistema impositivo, y diversificar el acceso a capital y tecnología extranjeros, en busca de recursos y productividad. Esto es, de medios para invertir en la solución de urgencias sociales y en infraestructura para el desarrollo material del país, a fin de redistribuir la renta y abatir el desempleo y la exclusión, a la vez que fortalecer la ciudadanía, las organizaciones locales y populares y su capacidad de gestión, así como lograr mayor independencia respecto a Estados Unidos.

Para algunos eso incluye considerar el control estatal (no necesariamente la propiedad) de determinados recursos y empresas fundamentales de la economía nacional, como instrumentos para controlar el mercado y reorientar el curso del desarrollo nacional. Otros, por lo contrario, no se proponen siquiera ‑‑o ni siquiera pueden proponerse‑‑ todos los puntos de esa lista.

Sin embargo, no es el socialismo lo que esos gobiernos ofrecen, aunque en algún caso el liderazgo lo evoque con insistencia, más como ideal que como proyecto inmediato. De hecho, lo que se procura es reformar el tipo reinante de capitalismo, incluso con la cooperación de determinados segmentos de la burguesía del país y del capital extranjero. Porque eso fue lo que se consideró acertado proponer en campaña y lo que la mayoría votante encontró aceptable.

Como suele ocurrir, esto no surgió de la nada. No sorprende que ese género de proyectos evoque viejas referencias que pueden remontarse a la época de la NEP de Lenin y Trotsky o, sin ir tan lejos, a las propuestas del estructuralismo latinoamericano y de la teoría de la dependencia ‑‑y con ellos a la expectativa de una revolución democrático‑burguesa o de liberación nacional‑‑, que en el siglo pasado se debatieron tras la segunda postguerra.  

No obstante, sería un disparate pasar por alto que hoy corren tiempos diferentes, con distintos precedentes, contextos y perspectivas, en los cuales las tesis de aquellos años cobran otros sentidos, a veces opuestos a los originales. Hoy venimos del período que siguió a la Guerra Fría, de una nueva oleada de las globalizaciones capitalistas y de su explotación neoliberal, de otro entramado de las relaciones económicas, culturales y tecnológicas internacionales, y de nuevos problemas nacionales. Por consiguiente, esta fase de las realidades, del balance de fuerzas políticas y de las expectativas latinoamericanas debe examinarse con base en su actual originalidad.

Los citados antecedentes históricos ‑‑y esa tentación de evocarlos‑- nos ofrecen valiosas referencias comparativas, aunque más para identificar las diferencias que las posibles continuidades. Poco nos aportarán para comprender lo que está sucediendo, lo que está por pasar y lo que queremos lograr que suceda, si dejamos de tener en cuenta que esta es una época distinta de aquellas, donde elementos similares pueden desempeñar otros papeles.[2]

¿Qué quiere la gente?

A veces sucede que quienes le reprochan a los actuales gobiernos progresistas su falta de capacidad o de voluntad para emprender un viraje socialista dejan de recordar que ellos no son gobiernos revolucionarios, ni por su forma de instauración ni por sus realizaciones. Que unas formaciones que vienen de la izquierda hayan ganado elecciones no quiere decir que el momento de  la revolución ya arribó, sin que lo hubiéramos construido. Estos gobiernos no surgieron a consecuencia de una situación revolucionaria. Antes bien, sus candidatos compitieron en comicios acotados según las reglas establecidas para la democracia restringida y neoliberal, en los cuales tuvieron éxito a cuenta de ofrecer programas de moderado alcance. La votación que obtuvieron  no refleja que los electores se radicalizaron, sino el disgusto ciudadano ante las políticas neoliberales, su repudio a los partidos y candidatos que las aplicaron, y el descrédito del sistema político del que ellos son parte.

Por muy seductor que fuera suponerlo, eso no implicó que había madurado la disposición ciudadana para afrontar las fatigas y rigores de un proceso revolucionario dirigido a entablar un cambio de sistema social ya cultivado y deseado. En otras palabras, el llamado a emprender enseguida una ruta de mayores apuestas y riesgos desconoce los actuales límites de la voluntad del pueblo votante e incumple lo prometido en campaña, al exigir una opción que la mayor parte de los electores aún no está anuente a transitar. Eso conllevaría forzar una alternativa que, por muy racional que le parezca a la élite ideológica más ilustrada, las organizaciones de vanguardia aún no han cultivado para garantizar que sea políticamente comprendida, apoyada y sustentada.

El Continente no está en una coyuntura revolucionaria, al menos no todavía. Pero sí vive un período de reacción social contra los efectos del neoliberalismo, es decir, de una ideología y una política que en el último período ha sufrido significativos reveses. Sin embargo, sus beneficiarios aún controlan importantes reductos de poder, un sistema de relaciones económicas internacionales que ellos remodelaron a su favor y sigue vigente, así como mudanzas estructurales ‑‑privatizaciones de empresas, instituciones y activos‑‑ que todavía no hemos podido revertir. Además, aprovechan los notables retrocesos que le fueron inducidos a la cultura política de nuestros pueblos, todavía afectada por la atomización social, el individualismo y el clientelismo.

Para acometer con éxito un viraje al socialismo hace falta que una mayoría social así lo quiera y esté dispuesta a impulsarlo y defenderlo. Pero esa mayoría hay que producirla. Si bien una vanguardia intelectual puede anticipar esa misión, concretarla no compete a los funcionarios del gobierno sino a los partidos y organizaciones sociales. Como la historia reciente lo demostró en Europa del Este y antes en África, mientras esa nueva cultura política no ha arraigado en una parte sustantiva de la población, es imposible sostener un derrotero que pretenda ir más allá de eso que los ciudadanos ya están dispuestos a hacer suyo y sostener.

Entre tanto, es un hecho que después de su elección o reelección varios de los gobiernos progresistas latinoamericanos están pasando a ser criticados desde las izquierdas, al señalarse la insuficiencia de sus realizaciones y proyectos. Aún así, esa insatisfacción no se ha traducido en notorias deserciones del apoyo popular ni en tentativas vanguardistas de remplazarlos por autoridades más revolucionarias[3]. Al contrario, las maquinaciones para deponer los actuales gobiernos progresistas son urdidas por las derechas y sus mentores transnacionales.

Quienes reclaman desarrollos más revolucionarios suelen ser cuadros que lo procuran desde el interior de sus estructuras políticas, o que se reagrupan en otras instancias críticas ‑‑académicas, periodísticas o políticas‑‑ posicionadas y hasta escindidas más a su izquierda. Por ejemplo, en Brasil y luego en Ecuador, aunque hasta ahora con mayor trascendencia ética y noticiosa que político‑electoral. En esto influye cierta dificultad para caracterizar la condición específica del momento político que se vive. Hay quienes califican esa dificultad como una forma de izquierdismo infantil y nostálgico. Aún así, debe apreciarse su valor autocrítico y sería desacertado subestimar su aporte para reestimular el aliento progresista y sacudir el adocenamiento de los cuadros embobados por la rutina burocrática. Asimismo, para sentar las bases ideológicas de la que probablemente será la subsiguiente tarea de las izquierdas latinoamericanas.

Historia subjetiva

Por lo pronto, la demanda de que los gobiernos progresistas existentes asuman metas más ambiciosas y sepan crear las condiciones necesarias para implementarlas requiere considerar otra cuestión: la de por qué algunos de esos procesos y gobiernos progresistas pueden radicalizarse más que otros, y la de por qué algunos tienden a refrenarse. ¿Hay razones estructurales que expliquen estas opciones?

Para poner el tema en su perspectiva conviene recordar un antecedente: en los años 60 y 70 del siglo pasado en varios países latinoamericanos los componentes subjetivos de una situación revolucionaria ‑‑tanto político‑ideológicos como culturales, emocionales y organizativos‑‑ llegaron a alcanzar un considerable desarrollo, adicionalmente estimulado por el ejemplo de la revolución cubana. Había convicciones, certidumbres y expectativas en las que cabía confiar.

La fortaleza de ese factor subjetivo posibilitó que ciertos proyectos de lucha armada tuvieran éxito, o en determinados momentos estuvieron cerca de alcanzarlo, como en Nicaragua, Uruguay y El Salvador. Aun así, en las circunstancias objetivas de aquella época, cabe preguntarse hasta qué punto (y con qué apoyos) habrían podido sostenerse, tratándose de países chicos rodeados de entornos ‑‑geográficos, económicos, mediáticos y militares‑‑ fuertemente contrarrevolucionarios, como al cabo la experiencia nicaragüense lo mostró once años más tarde, al perder las elecciones de 1990.[4]

Como asimismo tuvieron éxito inicial proyectos de otros géneros, como el de la Unidad Popular chilena, o el de los regímenes del nacionalismo revolucionario militar en Perú, Bolivia y Panamá, cada uno de ellos con las motivaciones y las limitaciones ideológicas y programáticas, y con los desenlaces y las consecuencias, que igualmente recordamos. 

Pero después del desmoronamiento del modelo soviético y de la abrumadora ofensiva del tsunami neoliberal ‑‑que incluyó poderosos componentes ideológicos y culturales‑‑, la situación objetiva de los pueblos latinoamericanos se agravó dolorosamente. Y esto no ocasionó un incremento organizado de su resistencia ni de su indignación revolucionaria, ya que en ese mismo contexto sus convicciones y esperanzas padecieron un largo repliegue. Pese a que se intensificaron las condiciones objetivas que pudieran propiciar una situación revolucionaria, el factor subjetivo perdió congruencia e involucionó.

Aun así, como apuntaba Omar Torrijos, no hay mal que dure cien años ni pueblo que se lo aguante. El tsunami neoliberal acumuló malestares y frustraciones sociales que irían crispando mayores inconformidades, las que sobrepasaron las limitaciones ideológicas de la época, traduciéndose en crecientes protestas populares.

Sistema político agotado: dos caminos

En la diversidad de países y pueblos de nuestra América eso tuvo distintas formas de materializarse y suscitar consecuencias. Esas inconformidades fueron policlasistas y los tiempos, formas, fuerzas y persistencias de dichas protestas tuvieron diversos modos de manifestarse según las respectivas condiciones históricas, sociopolíticas, culturales y materiales de cada pueblo y región, y los correspondientes balances de las fuerzas en juego.

En ello intervienen dos géneros de factores provenientes de los respectivos procesos históricos: los de origen político‑cultural y los que corresponden a los mecanismos sociopolíticos vigentes en cada país. En la formación, movilización y alcance de las contraofensivas populares no solo cuentan la perspicacia y visión de sus líderes, su consistencia ética, temple y perspicacia, sino también las características del sistema político establecido y el tipo de reacción social que lo puede desafiar y superar.

Del sistema político ya instalado se espera que sea capaz de asimilar y procesar las inconformidades e iniciativas sociales, y de consensuar o justificar arreglos y decisiones que preserven y reproduzcan la vida social en las formas generalmente admitidas. Para ello el sistema dispone de estructuras, reglas y costumbres sociales apropiadas para canalizar esos procesos. Una de sus funciones normales es el gatopardismo que metaboliza las vicisitudes de forma que solo ocurran los cambios necesarios para que las estructuras de poder se readecúen al cambio de tiempos sin perder sus facultades y privilegios fundamentales.

Conviene reiterar que, en la mayor parte de América Latina los sistemas políticos vigentes a comienzos del siglo XXI eran ‑‑o todavía son‑‑ los que antes resultaron de las transiciones de las dictaduras militares a las democracias restringidas y sus agendas neoliberales. Fueron aptos para viabilizar la aplicación de esa agenda en sociedades que salían de la tiranía con expectativas acotadas: recuperaban derechos humanos y libertades públicas pero que ‑‑apabulladas por la crisis de la deuda, la hiperinflación, el debilitamiento de sus viejas organizaciones laborales y sociales, la amenaza del retorno de los gorilas al poder y, por añadidura, el desplome de los socialismos soviético y maoísta‑‑ no estaban en condiciones psicológicas ni organizativas para reivindicar grandes transformaciones sociales y económicas.

Frente a pueblos así acorralados, durante la introducción de las reformas neoliberales el sistema político de la democracia restringida no se vio en la necesidad de derrotar a grandes oponentes. Mas, en la medida en que tales reformas fueron revelando sus verdaderos propósitos y consecuencias esas sociedades acumularon mayores capacidades para resistirse, aunque no para presentar contra‑alternativas. Y, a la par, los personajes, gobiernos y partidos que se prestaron a aplicar esa agenda ‑‑y a lucrar con su implementación‑- resultaron progresivamente desacreditados y desautorizados, y con ellos el sistema político que los amparaba, haciéndolos objeto del voto de castigo.

Si generalizamos un poco, durante el subsiguiente período ello se manifestó en dos tipos de camino:

En algunas naciones latinoamericanas esa inconformidad social aún pudo ser políticamente canalizada a través de nuevos partidos o movimientos que ya venían abriéndose espacios dentro del sistema político preestablecido. Este aún les era admisible o el régimen ya no podía impedirles implementar esa alternativa. Ese fue el caso del PT brasileño o el Frente Amplio uruguayo que, tras sucesivos intentos pudieron acceder electoralmente a la presidencia de la república. Si bien esto no equivale a tomar el Poder, sí dispensa una cuota de autoridad gubernamental y la oportunidad de incidir en el destino del país, al menos durante cierto período.

Por esa vía esta izquierda asumió las responsabilidades del gobierno con las ventajas y desventajas que sabemos. En el caso brasileño eso implicó ocupar el Órgano Ejecutivo sin tener mayoría en las cámaras legislativas ni entre los gobiernos de los estados federales y municipios del país. Eso le impuso al nuevo gobierno acatar las reglas políticas restrictivas previamente establecidas en el país y, en consecuencia, adoptar un conjunto de compromisos con otras formaciones políticas, mayormente situadas a la derecha del ganador de las elecciones presidenciales.

Pero eso no le ha imposibilitado al PT, a Lula y a Dilma realizar notables cambios en ese enorme país, en beneficio de sus mayorías populares, de las empresas brasileñas y del desarrollo nacional, así como en provecho de una mayor autodeterminación e integración latinoamericanas. Si todo eso  no hubiera ocurrido, hoy la vida de ese pueblo sería más dura y la solidaridad latinoamericana sería más endeble.

El otro de esos dos caminos de acceso de la izquierda al gobierno tuvo lugar allí donde la indignación popular causada por el tsunami neoliberal desbordó los sistemas políticos existentes, ya demasiado desacreditados para canalizar el descontento, como ocurrió tempranamente en Venezuela y después en Ecuador y Bolivia. Allí el fenómeno se dio en situaciones de agotamiento e incapacitación del sistema; las insurrecciones urbanas desbordaron las estructuras, costumbres y dirigencias políticas establecidas, desatando procesos que culminaron en esfuerzos por reconstruir el Estado mediante asambleas constituyentes que no solo cambiaron el sistema político sino que le asignaron otros propósitos al Estado, quitándole restricciones al ejercicio democrático y eliminando muchas de las regulaciones impuestas por el neoliberalismo.

Donde de una u otra forma esta segunda alternativa se concretó, los respectivos gobiernos progresistas han podido alcanzar metas más ambiciosas y mantienen mayor apertura para agregar conquistas adicionales. Aun así, esto no significa que ellos son gobiernos revolucionarios en el sentido clásico del concepto, sino gobiernos más avanzados que otros, lo que en principio permite conservar abierta la posibilidad de que logren ser más que eso. Las pujas entre las corrientes más moderadas o radicales de cada proceso ‑‑y entre las correspondientes opciones de la cultura política‑‑ todavía están en curso.

Al propio tiempo, en el escenario igualmente intervienen las derechas, ahora a la contraofensiva. Incluso una “nueva” derecha que hoy exhibe activa articulación internacional, mañoso dominio de los mayores medios de comunicación y entretenimiento,  y un renovado discurso y estilo. Esto incluye la promoción de plutócratas supuestamente “apolíticos” que ofrecen poner sus habilidades al servicio de la gestión pública, como Piñera en Chile y Martinelli en Panamá, cuyos gobiernos incluso continúan los programas de compensación social introducidos por sus predecesores socialdemócratas, luego de derrotarlos en las urnas.[5]

Sin embargo, se mueve

En conclusión, todo ello hace bosquejar un mapa ‑‑siempre provisional‑- donde los pueblos han colocado un mosaico de gobiernos progresistas más moderados o más radicales, así como conservadores y de derecha, en el cual cada país tiene por delante una o más bifurcaciones del camino. Ese mapa es fluido, en él no hay dos componentes iguales y la clasificación de cada uno eventualmente puede revertirse ‑‑en uno u otro sentido‑-, al cruzar su próxima coyuntura político‑electoral. La incertidumbre que eso implique solo pueden despejarla sus respectivos participantes: no apenas por su habilidad para elegir entre alternativas, sino para crearlas.

Este es, pues, el mapa de una situación operativa.  Ante la parte que corresponde a los gobiernos progresistas cabe pensar, caso por caso, en consolidar lo avanzado, en espolearlo para que avance, y hasta en sustituirlo por mejores posibilidades. Pero debe hacerse sin perder de vista que no trabajamos sobre un tablero vacío: a lo largo del mismo trayecto también las derechas y sus mentores buscan salirse con la suya, trabajan en perfeccionar sus objetivos y métodos, y disponen de nutridos recursos financieros, tecnológicos, culturales y mediáticos ‑‑y de escasos escrúpulos‑‑ para realizarlos.

Como sabemos, muchos comportamientos electorales están sujetos, en una u otra proporción, a motivaciones menos conscientes ‑‑y por eso menos consistentes‑‑ que dependen de factores tan volátiles como el voto de castigo, el voto desinformado por los medios de comunicación, y el abstencionismo. Hay sectores de población que ya pueden decidirse razonadamente por una opción estratégica, como también quienes apenas buscan reivindicaciones casuísticas o beneficios oportunistas. ¿Cuáles son más influyentes, cuáles más numerosos? A la hora de contar los votos se computan cantidades, no motivaciones.

La lucha electoral presiona a las izquierdas participantes a crearse mecanismos de organización, financiamiento, propaganda y movilización capaces tanto de promover votación como de asegurar su debido escrutinio y defensa de los resultados. Obliga a reconocer al sistema político vigente y maniobrar en su seno. Pero el electoralismo es corrosivo: mientras más abundan los comicios, más se tiende a convertir al partido en máquina electoral, en perjuicio de sus funciones esenciales, las de echar raíces en el pueblo, educar y organizar social y políticamente a sus cuadros y simpatizantes, y prepararlos para discernir, emprender y sostener su propio proyecto emancipador. 

La indignación social, que hoy valoramos como energía potencialmente revolucionaria, no es mucho más que un estado de ánimo; tanto puede enardecer la lucha por una decisión acertada como desvanecerse, a menos que sepamos articularla a un proyecto consciente y a su eficaz movilización.

Los revolucionarios compartimos una tradición que, arrobada por su propia mística, en ocasiones idealiza al pueblo explotado y olvida las veteranas diferencias y transiciones entre la clase en sí y la clase para sí, tema del cual actualmente nos ocupamos menos de lo requerido. Ahora entendemos que la clase a la cual se alude no es uniforme, sino un complejo conglomerado social en el que hay una diversidad de experiencias, percepciones y expectativas que no cabe esquematizar. La necesaria conversión masiva de la clase en sí en clase para sí, y su eficaz organización, es una responsabilidad esencial de las vanguardias políticas. Como bien le consta a las izquierdas electorales, los pueblos por cuyo mejor destino luchamos vienen de una cultura política sistemáticamente inducida a lo largo de su subordinación material y cultural a la hegemonía burguesa y neocolonial de nuestras naciones.

Parte de esa inducción es la cultura política del clientelismo y la lumpenpolítica que se le asocia. Hay una porción relevante del voto popular que se decide según las razones de la panza y su oportunismo; la burguesía y los partidos de la derecha tienen una veterana experiencia de organización y movilización electoral de esas perversiones culturales, por efecto de las cuales una parte del pueblo vota a cambio de unas migajas o ilusiones de corto plazo, y contra sí mismo a plazo estratégico.

Por eso, en el seno de nuestros pueblos los revolucionarios no pocas veces estamos como San Jorge ante el dragón. Luchar para conseguir que los resortes subjetivos de las decisiones políticas y electorales tomen la consistencia, el coraje y la tozudez requeridos es indispensable, pero exige un persistente trabajo de construcción de contrahegemenía político‑cultural. Y esta batalla de ideas demanda mucho más que repetir críticas y denuncias; exige producir y cultivar las concepciones, la moral, las propuestas, participaciones e iniciativas que le den cuerpo a la contraoferta político‑cultural del bloque social realmente interesado en emprender trasformaciones profundas y duraderas.

No hay otra hoja de ruta ni atajos para ir del actual progresismo a las vísperas del socialismo.



[1]. En respuesta a la pérdida de precisión que el fracaso del modelo soviético le ocasionó al concepto de “socialismo”, algunos apelan a la noción de postcapitalismo, que en la práctica resulta aún más desdibujada y menos esclarecedora de sus objetivos.
[2]. En ese entonces, por ejemplo, atribuíamos un papel relevante al intercambio desigual, derivado de la exportación de materias primas de bajo precio y la importación de productos industriales cada vez más caros, que contrasta con la actual venta de commodities encarecidas y la adquisición de manufacturas más baratas.
[3]. Como en sus tiempos algunos exaltados lo pensaron en el Chile de 1972 o lo pretendieron en la Grenada de 1983.
[4]. Lo cual a la postre no le impidió el FSLN volver al gobierno años más tarde, y ejercerlo exitosamente, adoptando un discurso y programa ajustados a las nuevas circunstancias.
[5]. A este tema ya me referí en extenso hace un par de años, en la VII edición de esta Conferencia y en el ensayo “¿Quién es y qué pretende la ‘nueva’ derecha?”. 

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