El mapa político latinoamericano es de geometrías variables.
Por un lado, la etapa que hoy observamos tiene límites estructurales y
temporales; por otro, el desarrollo de sus rasgos y contradicciones lo
modificarán en uno u otro sentido, al tenor de las diversas insatisfacciones y
expectativas humanas, de los distintas formas de pensar cómo solucionarlas, y
de sus respectivas proyecciones y liderazgos políticos.
Nils Castro / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
En el último período, una característica muy visible del
mapa político de América Latina ha sido la emersión de gobiernos progresistas.
Sin embargo, los procesos que la han originado no se distinguen solo por sus
particularidades nacionales, sino también porque resultan de disímiles
historias y condiciones. Lo que no niega que ellos tengan propósitos e
intereses comunes, pues por un lado expresan aspiraciones y necesidades
parecidas y por otro difícilmente pueden subsistir sin apoyarse entre sí.
Tres elementos marcan ese mapa. El primero, que esta
sustitución de varios de los gobiernos de democracia restringida que ‑‑con
agenda neoliberal‑‑ remplazaron a las anteriores dictaduras se realizó a través
de elecciones legítimamente celebradas. El segundo, que enseguida las derechas
locales y transnacionales han venido activando viejas y nuevas formas de
contraofensiva para reimplantar el orden anterior. Y el tercero, que esos
gobiernos progresistas, si bien han logrado notables avances en la lucha contra
la pobreza y la marginación, y por la soberanía y la integración
latinoamericanas, tienen determinadas impedimentos para satisfacer las
aspiraciones del socialismo latinoamericano.
Se inicia otra oportunidad
Este es un mapa de geometrías variables. Por un lado, la
etapa que hoy observamos tiene límites estructurales y temporales; por otro, el
desarrollo de sus rasgos y contradicciones lo modificarán en uno u otro
sentido, al tenor de las diversas insatisfacciones y expectativas humanas, de
los distintas formas de pensar cómo solucionarlas, y de sus respectivas
proyecciones y liderazgos políticos.
Al caracterizar el papel articulador y crítico que las
izquierdas desempeñan ante esos gobiernos, no se puede pasar por alto que
también las derechas intervienen para configurar este mapa. Sin ir más lejos,
donde los gobiernos progresistas eran políticamente más débiles el objetivo de
las derechas se ha cumplido, incluso sin reimplantar regímenes militares
duraderos, como en Honduras, o sin apelar al recurso militar, como en Paraguay.
Pero donde ellos son más fuertes, tales intentonas han llevado a consolidar e
incluso a radicalizar al proceso, como en Venezuela y Ecuador.
Por otra parte, vale observar que el territorio abarcado en
ese mapa por la tendencia a elegir gobiernos progresistas es mayor que el de
los países donde ella ya ha tenido éxito. En algunos países donde esa opción no
ha conseguido ganar elecciones presidenciales, la izquierda logró progresos
electorales significativos, que no solo fortalecieron su presencia municipal y
parlamentaria sino también su peso político a escala nacional, como en Colombia
y en México.
El fenómeno afecta asimismo a las derechas. Donde ellas han
conseguido conservar o recuperar el gobierno, han tenido que mantener programas
de compensación social y dedicar parte del presupuesto a mitigar la pobreza,
aunque haciéndolo con sesgo clientelista y sin promover la auto organización
sostenible ni autónoma de los pobres, como en Panamá.
En conjunto, esas experiencias han abierto un campo de
nuevas formas de lucha, que así incluye las de género electoral, para acceder a
ciertas porciones del poder gubernamental, con las posibilidades, problemas y
mutaciones que ello depara. Visto panorámicamente, desde la aparición de estos
gobiernos progresistas en América Latina se ha alcanzado una importante
recuperación de cuotas de soberanía, autodeterminación y solidaridad política,
así como valiosos progresos en el campo de la cooperación económica y la
resistencia frente al predominio estadunidense y ante la crisis económica
mundial.
Tales gobiernos han permitido fortalecer y expandir el
Mercosur, poner en marcha el Alba, articular la Unasur y crear la Celac. Han
contribuido a reducir la hegemonía norteamericana sobre gran parte del
Continente, a rechazar y revertir políticas neoliberales, y a generar nuevas
perspectivas de desarrollo autónomo latinoamericano, pese a la presencia de
gobiernos conservadores en la mayor parte de las organizaciones regionales.
Esto es un hecho de significativa relevancia regional e internacional.
En sus respetivos países, esos gobiernos han ampliado las
posibilidades de la soberanía popular, han sacado de la pobreza a varios
millones de latinoamericanos, les han dado ciudadanía efectiva, así como
posibilidades de organización y expresión autónomas, a la vez que fortalecido
el campo de los derechos humanos y las libertades cívicas. Eso ahora hace más
factible proponerse nuevas perspectivas socioeconómicas, políticas y
culturales, que a las organizaciones sociales y políticas les toca promover,
más que a los gobiernos que han abierto esta oportunidad.
Por lo tanto, se ha dado un conjunto de hechos y
posibilidades de considerable importancia en la evolución de nuestra América. Y
esto ha sucedido no mucho después de la
ofensiva neoconservadora de los años 80 y 90 del siglo pasado, del colapso del
modelo soviético de socialismo, del apogeo de la supremacía unipolar
norteamericana y a contrapelo de la hegemonía neoliberal. Y ha ocurrido cuando
aún faltaba superar la confusión ideológica y el desarreglo político que todo
ello precipitó en el campo de las izquierdas, junto a la fragmentación de la
capacidad de resistencia ‑‑social y nacional‑- de los sectores populares.
Examinarlo en su originalidad
Aun así, los logros alcanzados durante este período son
insuficientes si los contrastamos con los objetivos que las izquierdas
revolucionarias de los años 60 y 70 se proponían: sustituir al régimen capitalista por un socialismo que entonces
creíamos saber en qué consistía y cómo se implantaba. Así pues, no extraña que
hoy algunos compañeros insistan en señalar que los progresos sociales y
humanitarios obtenidos por estos gobiernos progresistas mitigan los rigores del
capitalismo sin ir más allá de cierto “neodesarrollismo” ni cuestionar el orden
económico existente, ni intentar su remplazo por un régimen no apenas
postneoliberal sino “postcapitalista”.[1]
Pero, si hemos de ser democráticos, esa crítica no puede proponer las consecuencias del caso
a contrapelo del querer de la mayoría popular que prefirió votar por otras
opciones. Estos gobiernos se eligieron por efecto del rechazo a los excesos del
neoliberalismo; surgieron con el mandato de combatir el desempleo, la pobreza
extrema y la marginación, de redimir la menoscabada soberanía del país, y no para emprender una revolución socialista.
Por consiguiente, con el mandato de controlar los mercados
en función de las prioridades sociales, y de instaurar una política
internacional más autónoma y latinoamericanista. Esas prioridades a su vez
reclaman ‑‑en uno u otro grado según las respectivas condiciones nacionales‑‑
algún grado o modelo de economía mixta que pueda asegurar la recuperación de
recursos del patrimonio nacional y su explotación sustentable, reformar el
sistema impositivo, y diversificar el acceso a capital y tecnología
extranjeros, en busca de recursos y productividad. Esto es, de medios para
invertir en la solución de urgencias sociales y en infraestructura para el
desarrollo material del país, a fin de redistribuir la renta y abatir el
desempleo y la exclusión, a la vez que fortalecer la ciudadanía, las
organizaciones locales y populares y su capacidad de gestión, así como lograr
mayor independencia respecto a Estados Unidos.
Para algunos eso incluye considerar el control estatal (no
necesariamente la propiedad) de determinados recursos y empresas fundamentales
de la economía nacional, como instrumentos para controlar el mercado y
reorientar el curso del desarrollo nacional. Otros, por lo contrario, no se
proponen siquiera ‑‑o ni siquiera pueden proponerse‑‑ todos los puntos de esa
lista.
Sin embargo, no es el socialismo lo que esos gobiernos
ofrecen, aunque en algún caso el liderazgo lo evoque con insistencia, más como
ideal que como proyecto inmediato. De hecho, lo que se procura es reformar el
tipo reinante de capitalismo, incluso con la cooperación de determinados
segmentos de la burguesía del país y del capital extranjero. Porque eso fue lo
que se consideró acertado proponer en campaña y lo que la mayoría votante
encontró aceptable.
Como suele ocurrir, esto no surgió de la nada. No sorprende
que ese género de proyectos evoque viejas referencias que pueden remontarse a
la época de la NEP de Lenin y Trotsky o, sin ir tan lejos, a las propuestas del
estructuralismo latinoamericano y de la teoría de la dependencia ‑‑y con ellos
a la expectativa de una revolución democrático‑burguesa o de liberación
nacional‑‑, que en el siglo pasado se debatieron tras la segunda
postguerra.
No obstante, sería un disparate pasar por alto que hoy
corren tiempos diferentes, con distintos precedentes, contextos y perspectivas,
en los cuales las tesis de aquellos años cobran otros sentidos, a veces
opuestos a los originales. Hoy venimos del período que siguió a la Guerra Fría,
de una nueva oleada de las globalizaciones capitalistas y de su explotación
neoliberal, de otro entramado de las relaciones económicas, culturales y
tecnológicas internacionales, y de nuevos problemas nacionales. Por
consiguiente, esta fase de las realidades, del balance de fuerzas políticas y
de las expectativas latinoamericanas debe examinarse con base en su actual
originalidad.
Los citados antecedentes históricos ‑‑y esa tentación de
evocarlos‑- nos ofrecen valiosas referencias comparativas, aunque más para
identificar las diferencias que las posibles continuidades. Poco nos aportarán
para comprender lo que está sucediendo, lo que está por pasar y lo que queremos
lograr que suceda, si dejamos de tener en cuenta que esta es una época distinta
de aquellas, donde elementos similares pueden desempeñar otros papeles.[2]
¿Qué quiere la gente?
A veces sucede que quienes le reprochan a los actuales
gobiernos progresistas su falta de capacidad o de voluntad para emprender un
viraje socialista dejan de recordar que ellos no son gobiernos revolucionarios,
ni por su forma de instauración ni por sus realizaciones. Que unas formaciones
que vienen de la izquierda hayan ganado elecciones no quiere decir que el
momento de la revolución ya arribó, sin
que lo hubiéramos construido. Estos gobiernos no surgieron a consecuencia de
una situación revolucionaria. Antes bien, sus candidatos compitieron en
comicios acotados según las reglas establecidas para la democracia restringida
y neoliberal, en los cuales tuvieron éxito a cuenta de ofrecer programas de
moderado alcance. La votación que obtuvieron
no refleja que los electores se radicalizaron, sino el disgusto
ciudadano ante las políticas neoliberales, su repudio a los partidos y
candidatos que las aplicaron, y el descrédito del sistema político del que
ellos son parte.
Por muy seductor que fuera suponerlo, eso no implicó que
había madurado la disposición ciudadana para afrontar las fatigas y rigores de
un proceso revolucionario dirigido a entablar un cambio de sistema social ya
cultivado y deseado. En otras palabras, el llamado a emprender enseguida una
ruta de mayores apuestas y riesgos desconoce los actuales límites de la
voluntad del pueblo votante e incumple lo prometido en campaña, al exigir una
opción que la mayor parte de los electores aún no está anuente a transitar. Eso
conllevaría forzar una alternativa que, por muy racional que le parezca a la
élite ideológica más ilustrada, las organizaciones de vanguardia aún no han
cultivado para garantizar que sea políticamente comprendida, apoyada y sustentada.
El Continente no está en una coyuntura revolucionaria, al
menos no todavía. Pero sí vive un período de reacción social contra los efectos
del neoliberalismo, es decir, de una ideología y una política que en el último
período ha sufrido significativos reveses. Sin embargo, sus beneficiarios aún
controlan importantes reductos de poder, un sistema de relaciones económicas
internacionales que ellos remodelaron a su favor y sigue vigente, así como
mudanzas estructurales ‑‑privatizaciones de empresas, instituciones y activos‑‑
que todavía no hemos podido revertir. Además, aprovechan los notables
retrocesos que le fueron inducidos a la cultura política de nuestros pueblos,
todavía afectada por la atomización social, el individualismo y el
clientelismo.
Para acometer con éxito un viraje al socialismo hace falta
que una mayoría social así lo quiera y esté dispuesta a impulsarlo y
defenderlo. Pero esa mayoría hay que
producirla. Si bien una vanguardia intelectual puede anticipar esa misión,
concretarla no compete a los funcionarios del gobierno sino a los partidos y
organizaciones sociales. Como la historia reciente lo demostró en Europa del
Este y antes en África, mientras esa nueva cultura política no ha arraigado en
una parte sustantiva de la población, es imposible sostener un derrotero que
pretenda ir más allá de eso que los ciudadanos ya están dispuestos a hacer suyo
y sostener.
Entre tanto, es un hecho que después de su elección o
reelección varios de los gobiernos progresistas latinoamericanos están pasando
a ser criticados desde las izquierdas, al señalarse la insuficiencia de sus
realizaciones y proyectos. Aún así, esa insatisfacción no se ha traducido en
notorias deserciones del apoyo popular ni en tentativas vanguardistas de
remplazarlos por autoridades más revolucionarias[3]. Al contrario, las
maquinaciones para deponer los actuales gobiernos progresistas son urdidas por
las derechas y sus mentores transnacionales.
Quienes reclaman desarrollos más revolucionarios suelen ser
cuadros que lo procuran desde el interior de sus estructuras políticas, o que
se reagrupan en otras instancias críticas ‑‑académicas, periodísticas o
políticas‑‑ posicionadas y hasta escindidas más a su izquierda. Por ejemplo, en
Brasil y luego en Ecuador, aunque hasta ahora con mayor trascendencia ética y
noticiosa que político‑electoral. En esto influye cierta dificultad para
caracterizar la condición específica del momento político que se vive. Hay
quienes califican esa dificultad como una forma de izquierdismo infantil y nostálgico.
Aún así, debe apreciarse su valor autocrítico y sería desacertado subestimar su
aporte para reestimular el aliento progresista y sacudir el adocenamiento de
los cuadros embobados por la rutina burocrática. Asimismo, para sentar las
bases ideológicas de la que probablemente será la subsiguiente tarea de las
izquierdas latinoamericanas.
Historia subjetiva
Por lo pronto, la demanda de que los gobiernos progresistas
existentes asuman metas más ambiciosas y sepan crear las condiciones necesarias
para implementarlas requiere considerar otra cuestión: la de por qué algunos de esos procesos y gobiernos progresistas
pueden radicalizarse más que otros, y la de por qué algunos tienden a
refrenarse. ¿Hay razones estructurales que expliquen estas opciones?
Para poner el tema en su perspectiva conviene recordar un
antecedente: en los años 60 y 70 del
siglo pasado en varios países latinoamericanos los componentes subjetivos de
una situación revolucionaria ‑‑tanto político‑ideológicos como culturales,
emocionales y organizativos‑‑ llegaron a alcanzar un considerable desarrollo,
adicionalmente estimulado por el ejemplo de la revolución cubana. Había
convicciones, certidumbres y expectativas en las que cabía confiar.
La fortaleza de ese factor subjetivo posibilitó que ciertos
proyectos de lucha armada tuvieran éxito, o en determinados momentos estuvieron
cerca de alcanzarlo, como en Nicaragua, Uruguay y El Salvador. Aun así, en las
circunstancias objetivas de aquella época, cabe preguntarse hasta qué punto (y
con qué apoyos) habrían podido sostenerse, tratándose de países chicos rodeados
de entornos ‑‑geográficos, económicos, mediáticos y militares‑‑ fuertemente
contrarrevolucionarios, como al cabo la experiencia nicaragüense lo mostró once
años más tarde, al perder las elecciones de 1990.[4]
Como asimismo tuvieron éxito inicial proyectos de otros
géneros, como el de la Unidad Popular chilena, o el de los regímenes del
nacionalismo revolucionario militar en Perú, Bolivia y Panamá, cada uno de
ellos con las motivaciones y las limitaciones ideológicas y programáticas, y
con los desenlaces y las consecuencias, que igualmente recordamos.
Pero después del desmoronamiento del modelo soviético y de
la abrumadora ofensiva del tsunami neoliberal ‑‑que incluyó poderosos componentes
ideológicos y culturales‑‑, la situación objetiva de los pueblos
latinoamericanos se agravó dolorosamente. Y esto no ocasionó un incremento
organizado de su resistencia ni de su indignación revolucionaria, ya que en ese
mismo contexto sus convicciones y esperanzas padecieron un largo repliegue.
Pese a que se intensificaron las condiciones objetivas que pudieran propiciar
una situación revolucionaria, el factor subjetivo perdió congruencia e
involucionó.
Aun así, como apuntaba Omar Torrijos, no hay mal que dure
cien años ni pueblo que se lo aguante. El tsunami neoliberal acumuló malestares
y frustraciones sociales que irían crispando mayores inconformidades, las que
sobrepasaron las limitaciones ideológicas de la época, traduciéndose en
crecientes protestas populares.
Sistema político agotado: dos caminos
En la diversidad de países y pueblos de nuestra América eso
tuvo distintas formas de materializarse y suscitar consecuencias. Esas
inconformidades fueron policlasistas y los tiempos, formas, fuerzas y persistencias
de dichas protestas tuvieron diversos modos de manifestarse según las
respectivas condiciones históricas, sociopolíticas, culturales y materiales de
cada pueblo y región, y los correspondientes balances de las fuerzas en juego.
En ello intervienen dos géneros de factores provenientes de
los respectivos procesos históricos:
los de origen político‑cultural y los que corresponden a los mecanismos
sociopolíticos vigentes en cada país. En la formación, movilización y alcance
de las contraofensivas populares no solo cuentan la perspicacia y visión de sus
líderes, su consistencia ética, temple y perspicacia, sino también las
características del sistema político establecido y el tipo de reacción social
que lo puede desafiar y superar.
Del sistema político ya instalado se espera que sea capaz de
asimilar y procesar las inconformidades e iniciativas sociales, y de consensuar
o justificar arreglos y decisiones que preserven y reproduzcan la vida social
en las formas generalmente admitidas. Para ello el sistema dispone de
estructuras, reglas y costumbres sociales apropiadas para canalizar esos
procesos. Una de sus funciones normales es el gatopardismo que metaboliza las vicisitudes de forma que solo
ocurran los cambios necesarios para que las estructuras de poder se readecúen
al cambio de tiempos sin perder sus facultades y privilegios fundamentales.
Conviene reiterar que, en la mayor parte de América Latina
los sistemas políticos vigentes a comienzos del siglo XXI eran ‑‑o todavía son‑‑
los que antes resultaron de las transiciones de las dictaduras militares a las
democracias restringidas y sus agendas neoliberales. Fueron aptos para
viabilizar la aplicación de esa agenda en sociedades que salían de la tiranía
con expectativas acotadas:
recuperaban derechos humanos y libertades públicas pero que ‑‑apabulladas por
la crisis de la deuda, la hiperinflación, el debilitamiento de sus viejas
organizaciones laborales y sociales, la amenaza del retorno de los gorilas al
poder y, por añadidura, el desplome de los socialismos soviético y maoísta‑‑ no
estaban en condiciones psicológicas ni organizativas para reivindicar grandes
transformaciones sociales y económicas.
Frente a pueblos así acorralados, durante la introducción de
las reformas neoliberales el sistema político de la democracia restringida no
se vio en la necesidad de derrotar a grandes oponentes. Mas, en la medida en
que tales reformas fueron revelando sus verdaderos propósitos y consecuencias
esas sociedades acumularon mayores capacidades para resistirse, aunque no para
presentar contra‑alternativas. Y, a la par, los personajes, gobiernos y
partidos que se prestaron a aplicar esa agenda ‑‑y a lucrar con su
implementación‑- resultaron progresivamente desacreditados y desautorizados, y
con ellos el sistema político que los amparaba, haciéndolos objeto del voto de
castigo.
Si generalizamos un poco, durante el subsiguiente período
ello se manifestó en dos tipos de camino:
En algunas naciones latinoamericanas esa inconformidad
social aún pudo ser políticamente canalizada a través de nuevos partidos o
movimientos que ya venían abriéndose espacios dentro del sistema político
preestablecido. Este aún les era admisible o el régimen ya no podía impedirles
implementar esa alternativa. Ese fue el caso del PT brasileño o el Frente
Amplio uruguayo que, tras sucesivos intentos pudieron acceder electoralmente a
la presidencia de la república. Si bien esto no equivale a tomar el Poder, sí
dispensa una cuota de autoridad gubernamental y la oportunidad de incidir en el
destino del país, al menos durante cierto período.
Por esa vía esta izquierda asumió las responsabilidades del
gobierno con las ventajas y desventajas que sabemos. En el caso brasileño eso
implicó ocupar el Órgano Ejecutivo sin tener mayoría en las cámaras legislativas
ni entre los gobiernos de los estados federales y municipios del país. Eso le
impuso al nuevo gobierno acatar las reglas políticas restrictivas previamente
establecidas en el país y, en consecuencia, adoptar un conjunto de compromisos
con otras formaciones políticas, mayormente situadas a la derecha del ganador
de las elecciones presidenciales.
Pero eso no le ha imposibilitado al PT, a Lula y a Dilma
realizar notables cambios en ese enorme país, en beneficio de sus mayorías
populares, de las empresas brasileñas y del desarrollo nacional, así como en
provecho de una mayor autodeterminación e integración latinoamericanas. Si todo
eso no hubiera ocurrido, hoy la vida de
ese pueblo sería más dura y la solidaridad latinoamericana sería más endeble.
El otro de esos dos caminos de acceso de la izquierda al
gobierno tuvo lugar allí donde la indignación popular causada por el tsunami
neoliberal desbordó los sistemas políticos existentes, ya demasiado
desacreditados para canalizar el descontento, como ocurrió tempranamente en
Venezuela y después en Ecuador y Bolivia. Allí el fenómeno se dio en
situaciones de agotamiento e incapacitación del sistema; las insurrecciones
urbanas desbordaron las estructuras, costumbres y dirigencias políticas
establecidas, desatando procesos que culminaron en esfuerzos por reconstruir el
Estado mediante asambleas constituyentes que no solo cambiaron el sistema
político sino que le asignaron otros propósitos al Estado, quitándole
restricciones al ejercicio democrático y eliminando muchas de las regulaciones
impuestas por el neoliberalismo.
Donde de una u otra forma
esta segunda alternativa se concretó, los respectivos gobiernos
progresistas han podido alcanzar metas más ambiciosas y mantienen mayor
apertura para agregar conquistas adicionales. Aun así, esto no significa que
ellos son gobiernos revolucionarios en el sentido clásico del concepto, sino
gobiernos más avanzados que otros, lo que en principio permite conservar
abierta la posibilidad de que logren ser más que eso. Las pujas entre las
corrientes más moderadas o radicales de cada proceso ‑‑y entre las
correspondientes opciones de la cultura política‑‑ todavía están en curso.
Al propio tiempo, en el escenario igualmente intervienen las
derechas, ahora a la contraofensiva. Incluso una “nueva” derecha que hoy exhibe
activa articulación internacional, mañoso dominio de los mayores medios de
comunicación y entretenimiento, y un
renovado discurso y estilo. Esto incluye la promoción de plutócratas
supuestamente “apolíticos” que ofrecen poner sus habilidades al servicio de la
gestión pública, como Piñera en Chile y Martinelli en Panamá, cuyos gobiernos
incluso continúan los programas de compensación social introducidos por sus
predecesores socialdemócratas, luego de derrotarlos en las urnas.[5]
Sin embargo, se mueve
En conclusión, todo ello hace bosquejar un mapa ‑‑siempre
provisional‑- donde los pueblos han colocado un mosaico de gobiernos
progresistas más moderados o más radicales, así como conservadores y de
derecha, en el cual cada país tiene por delante una o más bifurcaciones del
camino. Ese mapa es fluido, en él no hay dos componentes iguales y la
clasificación de cada uno eventualmente puede revertirse ‑‑en uno u otro
sentido‑-, al cruzar su próxima coyuntura político‑electoral. La incertidumbre
que eso implique solo pueden despejarla sus respectivos participantes: no
apenas por su habilidad para elegir entre alternativas, sino para crearlas.
Este es, pues, el mapa de una situación operativa. Ante la parte que corresponde a los gobiernos
progresistas cabe pensar, caso por caso, en consolidar lo avanzado, en
espolearlo para que avance, y hasta en sustituirlo por mejores posibilidades.
Pero debe hacerse sin perder de vista que no trabajamos sobre un tablero vacío: a lo largo del mismo trayecto también
las derechas y sus mentores buscan salirse con la suya, trabajan en
perfeccionar sus objetivos y métodos, y disponen de nutridos recursos
financieros, tecnológicos, culturales y mediáticos ‑‑y de escasos escrúpulos‑‑
para realizarlos.
Como sabemos, muchos comportamientos electorales están
sujetos, en una u otra proporción, a motivaciones menos conscientes ‑‑y por eso
menos consistentes‑‑ que dependen de factores tan volátiles como el voto de
castigo, el voto desinformado por los medios de comunicación, y el
abstencionismo. Hay sectores de población que ya pueden decidirse razonadamente
por una opción estratégica, como también quienes apenas buscan reivindicaciones
casuísticas o beneficios oportunistas. ¿Cuáles son más influyentes, cuáles más
numerosos? A la hora de contar los votos se computan cantidades, no
motivaciones.
La lucha electoral presiona a las izquierdas participantes a
crearse mecanismos de organización, financiamiento, propaganda y movilización
capaces tanto de promover votación como de asegurar su debido escrutinio y
defensa de los resultados. Obliga a reconocer al sistema político vigente y
maniobrar en su seno. Pero el electoralismo es corrosivo: mientras más abundan
los comicios, más se tiende a convertir al partido en máquina electoral, en
perjuicio de sus funciones esenciales, las
de echar raíces en el pueblo, educar
y organizar social y políticamente a sus cuadros y simpatizantes, y prepararlos
para discernir, emprender y sostener su propio proyecto emancipador.
La indignación social,
que hoy valoramos como energía potencialmente revolucionaria, no es mucho más
que un estado de ánimo; tanto puede enardecer la lucha por una decisión
acertada como desvanecerse, a menos que sepamos articularla a un proyecto
consciente y a su eficaz movilización.
Los revolucionarios compartimos una tradición que, arrobada
por su propia mística, en ocasiones idealiza al pueblo explotado y olvida las
veteranas diferencias y transiciones entre la clase en sí y la clase para sí,
tema del cual actualmente nos ocupamos menos de lo requerido. Ahora entendemos
que la clase a la cual se alude no es
uniforme, sino un complejo conglomerado social en el que hay una diversidad de
experiencias, percepciones y expectativas que no cabe esquematizar. La necesaria
conversión masiva de la clase en sí
en clase para sí, y su eficaz
organización, es una responsabilidad esencial de las vanguardias políticas.
Como bien le consta a las izquierdas electorales, los pueblos por cuyo mejor
destino luchamos vienen de una cultura política sistemáticamente inducida a lo
largo de su subordinación material y cultural a la hegemonía burguesa y
neocolonial de nuestras naciones.
Parte de esa inducción es la cultura política del
clientelismo y la lumpenpolítica que
se le asocia. Hay una porción relevante del voto popular que se decide según
las razones de la panza y su oportunismo; la burguesía y los partidos de la
derecha tienen una veterana experiencia de organización y movilización
electoral de esas perversiones culturales, por efecto de las cuales una parte
del pueblo vota a cambio de unas migajas o ilusiones de corto plazo, y contra
sí mismo a plazo estratégico.
Por eso, en el seno de nuestros pueblos los revolucionarios
no pocas veces estamos como San Jorge ante el dragón. Luchar para conseguir que
los resortes subjetivos de las decisiones políticas y electorales tomen la
consistencia, el coraje y la tozudez requeridos es indispensable, pero exige un
persistente trabajo de construcción de contrahegemenía político‑cultural. Y
esta batalla de ideas demanda mucho más que repetir críticas y denuncias; exige
producir y cultivar las concepciones, la moral, las propuestas, participaciones
e iniciativas que le den cuerpo a la contraoferta político‑cultural del bloque
social realmente interesado en emprender trasformaciones profundas y duraderas.
No hay otra hoja de ruta ni atajos para ir del actual
progresismo a las vísperas del socialismo.
[1]. En respuesta a la pérdida de precisión que el fracaso del modelo
soviético le ocasionó al concepto de “socialismo”, algunos apelan a la noción
de postcapitalismo, que en la
práctica resulta aún más desdibujada y menos esclarecedora de sus objetivos.
[2]. En ese entonces, por ejemplo, atribuíamos un papel relevante al intercambio desigual, derivado de la
exportación de materias primas de bajo precio y la importación de productos
industriales cada vez más caros, que contrasta con la actual venta de commodities encarecidas y la adquisición
de manufacturas más baratas.
[3]. Como en sus tiempos algunos exaltados lo
pensaron en el Chile de 1972 o lo pretendieron en la Grenada de 1983.
[4]. Lo cual a la postre no le impidió el FSLN volver al gobierno años más
tarde, y ejercerlo exitosamente, adoptando un discurso y programa ajustados a
las nuevas circunstancias.
[5]. A este tema ya me referí en extenso hace un par de años, en la VII
edición de esta Conferencia y en el ensayo “¿Quién es y qué pretende la ‘nueva’
derecha?”.
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