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sábado, 21 de junio de 2014

Todos viendo el Mundial

Las millones de camisetas de Brasil, de España, de Argentina que se venden en Bombay, en las calles de Estambul, Madrid, Montevideo o San José, Costa Rica, en la América Central. Todas las máquinas trabajando día y noche para no dejar escapar ni un solo cliente…

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica

El fútbol: fenómeno de la cultura de masas.
Penando o celebrando, todos ven el mundial de fútbol: se paraliza la vida, se vacían las calles, se oyen en la ciudad desolada los gritos, los lamentos, el alarido del gol.

Une, más que nada en este mundo, tal vez solo igual a que si el país vecino decidiera trasponer la frontera y matara niños y viejos aplastándolos con tanques.

Todos son la nación que gana o pierde; todos sufren frente al arco, se comen las uñas esperando el empate, la jugada genial del crack que no está rindiendo como debería.

Todos iguales, hermanados en la alegría y en el sufrimiento, sin distinción que los oponga, todos uno, como quisiéramos que fuera siempre, cómplices en la mirada, en la sonrisa; lastimados por igual todos.

El mundo entre paréntesis, la guerra en Ucrania, la coronación del Rey Felipe, la República española, los miles de niños migrantes desde Centroamérica a Estados Unidos y deportados ipso facto.

El césped maravilloso, la tecnología excepcional, la pelota que mejor rebota, la camiseta con la que se suda menos, la hinchada que más alienta, el más guapo de los veintidós en la cancha, los zapatos que mejor ayudan a patear, los locutores más entusiastas, los comentaristas más atinados.

El fin del mundo.

La profecía maya, el último katún, la pirámide mejor orientada, el cálculo matemático, la sabiduría de los ancestros, los anuncios premonitorios, el ciclo largo y el ciclo corto, los sagrado y lo profano.

La meditación trascendental al pie de la escalinata de Kulkán, la Serpiente emplumada, la comida de los dioses, el aire limpio de la selva, la pureza de los indios puros, el respeto a la naturaleza, la ignorancia de los que, citadinos, no saben o no pueden sentir las vibras positivas.

Los miles de libros que analizan el fin de todos los tiempos; las millones de camisetas de Brasil, de España, de Argentina que se venden en Bombay, en las calles de Estambul, Madrid, Montevideo o San José, Costa Rica, en la América Central.

Todas las máquinas trabajando día y noche para no dejar escapar ni un solo cliente, para apresar los deseos al vuelo, para satisfacer la más leve ansia, para calmar el llanto del niño al que el papá divorciado sacó a pasear el domingo.

Todo preparado y listo para dentro de dos años: “más alto, más fuerte, más rápido”, todos viendo las Olimpiadas, todos ahogándose en la alberca azotada por las olas de los tritones glamorosos, todos repitiendo de memoria récords de velocidad en las pistas de atletismo, todos censurando al dopado que dejó en el camino a los que se tomaron la anfetamina a tiempo y no fueron descubiertos, todos llorando con el musculoso que no puedo levantar quinientos kilos de un golpe, todos henchidos de orgullo patriota, de nuevo, por la medalla al cuello de quien logró derrotar sin  objeciones al oponente en un cuadrilátero última generación en el que solo los perdedores de nacimiento pierden.

La noria dando vueltas toda la noche, todas las luces alumbrando, todas las tarimas preparadas; listos los aparatos de sonido, los telones de fondo, la música sincronizada.

Todo tan bello, tan resplandeciente, tan bien organizado, digno de ser visto en la tele más grande, desde el sillón más mullido, tomando las mejores cervezas, picando las mejores bocas.

Solo a este desgraciado se le ocurre pretender aguar la fiesta, frustrado, amargado, que de seguro no tiene a su selección partiéndose el alma en el campo de jugo; digno de las más olímpica ignorancia, intelectual de pacotilla… ¡Goooooooooool!

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