Las millones de camisetas de Brasil, de
España, de Argentina que se venden en Bombay, en las calles de Estambul,
Madrid, Montevideo o San José, Costa Rica, en la América Central. Todas las
máquinas trabajando día y noche para no dejar escapar ni un solo cliente…
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica
El fútbol: fenómeno de la cultura de masas. |
Une, más que nada en este mundo, tal vez
solo igual a que si el país vecino decidiera trasponer la frontera y matara
niños y viejos aplastándolos con tanques.
Todos son la nación que gana o pierde;
todos sufren frente al arco, se comen las uñas esperando el empate, la jugada
genial del crack que no está rindiendo como debería.
Todos iguales, hermanados en la alegría
y en el sufrimiento, sin distinción que los oponga, todos uno, como quisiéramos
que fuera siempre, cómplices en la mirada, en la sonrisa; lastimados por igual
todos.
El mundo entre paréntesis, la guerra en
Ucrania, la coronación del Rey Felipe, la República española, los miles de
niños migrantes desde Centroamérica a Estados Unidos y deportados ipso facto.
El césped maravilloso, la tecnología
excepcional, la pelota que mejor rebota, la camiseta con la que se suda menos,
la hinchada que más alienta, el más guapo de los veintidós en la cancha, los
zapatos que mejor ayudan a patear, los locutores más entusiastas, los
comentaristas más atinados.
El fin del mundo.
La profecía maya, el último katún, la
pirámide mejor orientada, el cálculo matemático, la sabiduría de los ancestros,
los anuncios premonitorios, el ciclo largo y el ciclo corto, los sagrado y lo
profano.
La meditación trascendental al pie de la
escalinata de Kulkán, la Serpiente emplumada, la comida de los dioses, el aire
limpio de la selva, la pureza de los indios puros, el respeto a la naturaleza,
la ignorancia de los que, citadinos, no saben o no pueden sentir las vibras
positivas.
Los miles de libros que analizan el fin
de todos los tiempos; las millones de camisetas de Brasil, de España, de
Argentina que se venden en Bombay, en las calles de Estambul, Madrid,
Montevideo o San José, Costa Rica, en la América Central.
Todas las máquinas trabajando día y
noche para no dejar escapar ni un solo cliente, para apresar los deseos al
vuelo, para satisfacer la más leve ansia, para calmar el llanto del niño al que
el papá divorciado sacó a pasear el domingo.
Todo preparado y listo para dentro de
dos años: “más alto, más fuerte, más rápido”, todos viendo las Olimpiadas,
todos ahogándose en la alberca azotada por las olas de los tritones glamorosos,
todos repitiendo de memoria récords de velocidad en las pistas de atletismo,
todos censurando al dopado que dejó en el camino a los que se tomaron la
anfetamina a tiempo y no fueron descubiertos, todos llorando con el musculoso
que no puedo levantar quinientos kilos de un golpe, todos henchidos de orgullo
patriota, de nuevo, por la medalla al cuello de quien logró derrotar sin objeciones al oponente en un cuadrilátero
última generación en el que solo los perdedores de nacimiento pierden.
La noria dando vueltas toda la noche,
todas las luces alumbrando, todas las tarimas preparadas; listos los aparatos
de sonido, los telones de fondo, la música sincronizada.
Todo tan bello, tan resplandeciente, tan
bien organizado, digno de ser visto en la tele más grande, desde el sillón más
mullido, tomando las mejores cervezas, picando las mejores bocas.
Solo a este desgraciado se le ocurre pretender aguar la fiesta, frustrado, amargado, que de seguro no tiene a su selección partiéndose el alma en el campo de jugo; digno de las más olímpica ignorancia, intelectual de pacotilla… ¡Goooooooooool!
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