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sábado, 21 de junio de 2014

¿Quién se come la mayor parte de la pelota?

En el país del “juego bonito”, Brasil, se nos ha dado una lección que va mucho más allá de la fascinación que puede producir el fútbol. Las organizaciones sociales y sindicales nos han mostrado la importancia de una ciudadanía responsable y activa, que enfrenta las arbitrariedades, injusticias y corrupción que provienen del poder político y económico.

Carlos Ayala Ramírez / ALAI

Por lo general, cuando se habla de lo que hay que saber sobre el Mundial de Fútbol, inmediatamente se trae a cuenta los países participantes, el calendario y horario de los partidos, los nombres de los jugadores (presentes y ausentes, sobre todo de los que se consideran estrellas), el uso de la tecnología (en el desarrollo y transmisión de los partidos) y, por supuesto, los pronósticos sobre qué equipo puede quedar campeón. Todo esto suele acaparar el interés de los medios de comunicación y del público, incluso de personas para las que el fútbol no es su afición principal. Sin embargo, hay otros aspectos de gran relevancia que pasan desapercibidos o son menos publicitados. Nos referimos a temas relacionados con los costos y beneficios económicos para la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA); los costos y beneficios económicos, sociales y políticos para el Gobierno y población del país anfitrión; las formas —no siempre transparentes— en que se selecciona al país sede del campeonato, entre otros.

No obstante, en el Mundial  de este año, estos temas no han podido ser eludidos gracias —en mayor medida— a las denuncias y protestas de organizaciones brasileñas tanto sociales como sindicales. Estas han denunciado los gastos exorbitantes, que exceden por mucho los de años anteriores. Se estima que el Gobierno de Brasil ha gastado alrededor de 15,000 millones de dólares; solo para la construcción o remodelación de los estadios la cifra asciende a unos 5,300 millones de dólares. En Sudáfrica, en 2010, y para diez estadios, se desembolsaron 1,500 millones de dólares y en Alemania, en 2006, para doce estadios, unos 1,400 millones de dólares.

El planteamiento de las fuerzas sociales que protestan en Brasil ha sido claro: “No estamos en contra de la Copa del Mundo, sino en contra del uso de recursos públicos para un evento que beneficia principalmente a grandes multinacionales. No estamos en contra del fútbol, sino en contra de las condiciones que la FIFA impone y de los cuales el Estado es cómplice”. Se estima que seis de cada siete dólares invertidos provienen directamente de las arcas del Gobierno, cuando una de las promesas al ser elegido sede fue que la financiación total correría a cargo de fondos de inversión privados. La FIFA se ha lavado las manos. Frente a ello se reacciona en Brasil. “No estamos contra la fiesta deportiva, sino contra los amaños que hacen las empresas constructoras en contubernio con los políticos. No estamos contra la Copa del Mundo, estamos en contra la utilización del evento para realizar una verdadera transferencia de ingresos al revés”. Brasilia tiene en la actualidad un déficit habitacional de más de 200 mil familias, pero en lugar de utilizar las tierras públicas para resolver esto, el Gobierno prefirió venderlas para la construcción de uno de los estadios.

Diego Maradona ha coincidido con estas voces al afirmar que “la FIFA es un poder feo, porque si ganan 4 mil millones de dólares y el campeón se lleva 35, hay una diferencia que no se puede creer”. Y agrega: “Tiene que saberlo la gente, la multinacional FIFA se está comiendo la pelota”. Pero esto de “comerse la pelota” o “el negocio del fútbol” viene de lejos. Eduardo Galeano, en su libro El fútbol a sol y sombra (1995), sostiene que la FIFA, el Comité Olímpico Internacional y la empresa IDL Marketing manejan los campeonatos mundiales de fútbol y las olimpiadas como grandes transacciones de compra y venta. Relata Galeano que a fines de 1994, Joao Havelange, expresidente de la FIFA, hablando en Nueva York ante un círculo de hombres de negocios, confesó que el movimiento financiero del fútbol en el mundo alcanzaba, anualmente, la suma de 225 mil millones de dólares. Y se vanagloriaba comparando esa fortuna con los 136 mil millones de dólares facturados en 1993 por la General Motors, que figuraba a la cabeza de las mayores corporaciones multinacionales.

En este fútbol, tan pendiente del marketing y de los patrocinadores, añade Galeano, nada tiene de sorprendente que algunos de los clubes más importantes de Europa sean empresas que pertenecen a otros negocios de carácter multinacional. Y  por ello no sorprende que “la máquina que convierte toda pasión en dinero no puede darse el lujo de promover los productos más sanos y más aconsejables para la vida deportiva: lisa y llanamente se pone al servicio de la mejor oferta, y solo le interesa saber si Mastercad paga mejor o peor que Visa, y si Fujilim pone o no pone sobre la mesa más dinero que Kodak. La Coca Cola, nutritivo elixir que no pude faltar en el cuerpo de ningún atleta, encabeza siempre la lista. Sus millonarias virtudes la ponen fuera de toda discusión”.

Asimismo, lamenta que los clubes que tienen cierta autonomía y que no dependen directamente de otras empresas están habitualmente dirigidos por opacos hombres de negocios y políticos de segunda, que utilizan el fútbol como una catapulta de prestigio para lanzarse al primer plano de la popularidad. Aunque hay también casos excepcionales en lo que sucede al revés: personas que ponen su bien ganada fama al servicio del fútbol, como el cantante inglés Elton John, que fue presidente del Watford, el club de sus amores.

Según el escritor, tres son las principales consecuencias de haber transformado el fútbol en una empresa estrictamente comercial. En primer lugar, “el juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar”. En segundo lugar, “el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar, sino para impedir que se juegue”. Y por último, “la tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía”.

En suma, en el país del “juego bonito”, Brasil, se nos ha dado una lección que va mucho más allá de la fascinación que puede producir el fútbol. Las organizaciones sociales y sindicales nos han mostrado la importancia de una ciudadanía responsable y activa, que enfrenta las arbitrariedades, injusticias y corrupción que provienen del poder político y económico. La participación de los afectados por estos males ha puesto de manifiesto una realidad que no ha podido ser ahogada ni encubierta por el espectáculo deportivo. Nos referimos a que un Mundial financiado con dinero público, en un país donde la pobreza sigue golpeando a sectores mayoritarios, representa un grave problema moral. Que la avaricia de unos pocos termine apropiándose de lo que necesitan y a lo que tienen derecho las mayorías pone de manifiesto un alto grado de corrupción e injusticia social.

En lo que respecta a la humanización del deporte, en este caso del fútbol, hay que retomar las sabias palabras de Galeano y Leonardo Boff. El primero propone recuperar la alegría de jugar: “Que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo. Jugando sin motivo, sin reloj y sin juez”. Por su parte, Boff nos habla del fútbol como una metáfora de lo mejor que los seres humanos podemos presentar: “La combinación feliz del esfuerzo del individuo con la cooperación del grupo. Una verdadera escuela de virtudes: autodominio, tranquilidad, amabilidad y capacidad de perdón, de no devolver patada por patada”. En otras palabras, poner límites a la avaricia de quienes controlan el fútbol mundial y devolverle su carácter lúdico y ético son condiciones necesarias para que la pelota sea de todos.

Carlos Ayala Ramírez es director de Radio YSUCA de El Salvador.

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