Páginas

viernes, 26 de septiembre de 2014

Del Detroit de Stefan Zweig al de la bancarrota

Con la caída de Detroit, una filosofía de vida se derrumba, aquella del american way of life. Ahora la ciudad faro de Henry Ford está en quiebra y, quizá, si el impresionable Zweig la viera de nuevo, le provocaría las mismas angustias que en su momento la Europa en guerra.

Mario Rapoport * / Página12

Detroit: una alegoría de la decadencia estadounidense.
El gran novelista austríaco de origen judío Stefan Zweig, algo olvidado hoy, poseedor de una prosa rápida y colorida que despreciaba todo lo superfluo, tuvo una vida apasionante y una muerte inútil: se suicidó en Brasil en 1942 habiendo escapado del nazismo, pensando que Europa estaba viviendo una barbarie de la que ya no saldría. Viajero incansable (algún crítico dijo que Zweig viajaba no sólo para conocer otros lugares o culturas, sino también para huir de sí mismo) estuvo también en la Argentina y Bernardo Verbitsky le dedicó un ensayo, Significación de Stefan Zweig.

En el libro Voyages, que el escritor no vio publicado, donde un editor europeo recopiló algunos de sus artículos periodísticos más famosos con relatos sobre distintos lugares que Zweig recorrió en el mundo, un capítulo está dedicado a Detroit. Esta era la ciudad faro de los Estados Unidos de fines de los años veinte del siglo pasado, la misma que hoy está quebrada y el gobierno de ese país procura salvar con su ayuda financiera, porque no es un Estado soberano como la Argentina y allí existen leyes impidiendo embargos de sus propios fondos buitre, que sin duda los habrá.

Pero lo más interesante es comparar la ciudad de esplendor que vio Zweig con el derrumbe económico y social que vive ahora la que fue una vez el núcleo de la industria automovilística norteamericana. En su ágil y conciso relato, el autor cuenta que luego de dar una conferencia en el Fischer Theater, en su opinión la más bella sala cinematográfica y teatral de los Estados Unidos después del Radio City de Nueva York –lo que indica también el nivel cultural existente entonces allí–, le ofrecieron un opulento almuerzo y lo llevaron a visitar la fábrica Ford, paradójicamente en un impresionante Cadillac.

La Ford era “un verdadero mundo más que una fábrica –dice Zweig–, una ciudad en sí misma, con su propio ferrocarril (con veinte locomotoras), una flota de grandes barcos que transportan sus mercancías por el lago Michigan y una estación radial propia de ondas cortas”. Algo que lo dejó impresionado fue la gigantesca acería y sus hornos de fundición, donde equipos de trabajadores se turnaban día y noche sin solución de continuidad para no dejarlos enfriar. También el pasaje por diferentes edificios en donde se construían todas las partes de los autos, desde los neumáticos hasta el reloj y el velocímetro (una especie de “vivir con lo nuestro”). Pero fue la sala de montaje de todo el automóvil la que lo dejó estupefacto. Cuatro o cinco obreros al mismo tiempo le consagraban a cada pieza no más de algunos minutos. Le iban poniendo a los chasis, esqueletos de acero que llegaban por un tapiz rodante, todas las partes necesarias, hasta que en una hora el vehículo estaba terminado y alguno de esos mismos obreros se subía en él y salía manejándolo. ¿Carlitos Chaplin se copió de ellos en Tiempos Modernos o eran una imitación de aquel Carlitos? Ficción y realidad a menudo se confunden.

Zweig tembló entonces pensando que la rapidez del armado indicaba fragilidad y requería luego una revisión técnica, pero no fue así. Los autos recién fabricados sólo hacían quince minutos de prueba en una pista especial sin ningún problema. Y el autor añadía con asombro que “al día siguiente el vehículo sería remitido a su propietario con el número de matrícula y una buena garantía. Cada dos minutos uno nuevo salía de las puertas de la fábrica para rodar por el mundo”.

De allí, Zweig se trasladó a un lugar donde Ford estaba armando, en la proximidad inmediata de su lugar de nacimiento, la construcción o ensamblaje de muchas casas o edificios de América que poseían ya un interés histórico. Un proyecto que el escritor vio en un principio de manera semejante al de las iglesias francesas y castillos ingleses que los millonarios norteamericanos hacían trasladar a su país piedra por piedra, incluido “en lo posible el tradicional fantasma doméstico”. Pero confiesa que la idea del empresario le resultó distinta, mucho más encantadora y realista. Los diferentes edificios eran, entre otros, una vieja escuela, esa que llegó a frecuentar el mismo Ford; el estudio de abogados de Lincoln, traído en bloques de Illinois; un antiguo almacén; un correo postal; un viejo molino; un pequeño hotel; etc. De allí se obtenía una impresión directa de la historia de América, que en realidad no llegaba a más de cien años y mostraba ya, con la industria automovilística de la misma Detroit, un avance extraordinario.

Era un museo al aire libre de la América de antes, que permitía medir su actual progreso, al que todos los años visitaban miles de norteamericanos. Pero la atracción mayor la constituía la casa-laboratorio de Edison, que databa de una época en que su espíritu inventivo había sido el más productivo, y que Ford hizo desplazar de Newark (cerca de Nueva York). Un homenaje a Edison que había alentado a Ford en su juventud cuando él le expuso su proyecto del automóvil. Allí se acumulaban todas sus más grandes invenciones: desde el fonógrafo y el esbozo de un teléfono a la pequeña lámpara maravillosa que permitía la iluminación eléctrica.

Zweig concluye que estas dos realizaciones, la fábrica Ford y esa villa de viejas casas símbolo, “eran la obra de un solo hombre que hace cincuenta años, hijo de pobres campesinos, iba a la escuela con los pies desnudos y ahora representa un ejemplo de una de las más grandes carreras de la industria americana”. Pero finaliza ese relato con una frase casi premonitoria “la última quizá”.

Emblema de la sociedad de consumo, el automóvil fue también símbolo de un nuevo modo de producción y venta, el fordismo, según el cual Henry Ford pretendía que todos sus obreros pudieran comprar los Ford T que ellos mismos fabricaban.

Hoy Detroit y sus industrias automovilísticas parecen historia de verdad y la misma ciudad es un museo al aire libre, pero no del progreso, sino de la decadencia de los Estados Unidos. Su situación crítica no es un simple producto de la coyuntura mundial, sino también una de sus causas, si entendemos que estamos no sólo frente a una crisis financiera y que el mundo debe enfrentarse a un verdadero problema de sobreproducción.

La industria automovilística norteamericana en sí misma viene perdiendo dinamismo, achicando sus plantas y protagonizando despidos masivos de sus empleados y obreros desde hace varios años. La venta de vehículos fue cayendo abruptamente desde la primera década del nuevo siglo y las tres grandes compañías norteamericanas, General Motors, Chrysler y Ford, padecen los mismos problemas: pérdida de ventas y de rentabilidad y, al mismo tiempo, les sucede igual o peor a todos los establecimientos de autopartes más pequeños que dependen de ellas. General Motors en particular ya fue nacionalizada, con un porcentaje de acciones en manos de sus propios trabajadores.

Con la caída de Detroit, una filosofía de vida se derrumba, aquella del american way of life. Ahora la ciudad faro de Henry Ford está en quiebra y, quizá, si el impresionable Zweig la viera de nuevo, le provocaría las mismas angustias que en su momento la Europa en guerra.

Un sinnúmero de problemas explican la situación actual de la ciudad y de sus industrias: el desempleo (sólo queda una décima parte de los puestos de trabajo existente en los años sesenta), los altos niveles de endeudamiento, el deterioro de los servicios públicos, la inseguridad creciente (para aquellos que hablan de inseguridad en la Argentina, algo que puede sorprenderlos), la emigración de mano de obra, etcétera.

El juez que decretó la quiebra pidió una inmediata ayuda financiera. Pero mientras que los acreedores negocian, como Argentina con los fondos buitre, los verdaderamente preocupados son los que todavía temen perder sus empleos, los jubilados que pueden quedarse sin ingresos o con una mínima parte de ellos y todos los afectados por la disminución de la actividad económica y la sensación catastrófica de encontrarse con un futuro anticipado que no era el que pensaba Zweig, sino el de las peores pesadillas de muchos films americanos –por algo se producen–, en donde un terremoto, un monstruo, una enfermedad desconocida o unos extraterrestres destruyen una ciudad y matan o hacen desaparecer a todos sus habitantes.

En esas pesadillas está siempre la del último sobreviviente, como una especie de Robinson Crusoe en una isla desierta, pero en este caso no por un naufragio, sino por obra del propio sistema. Del Detroit de Stefan Zweig al actual, lo peor parece hacerse realidad. El gobernador del estado dijo que la quiebra era una oportunidad para empezar de vuelta; quizá para que aparezca otro Ford de pies desnudos que vuelva a tener el sueño de una América grande. O posiblemente Zweig tenía razón cuando pronosticó hace años que eso no era más posible.

* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.

No hay comentarios:

Publicar un comentario