Con la caída de
Detroit, una filosofía de vida se derrumba, aquella del american way of life.
Ahora la ciudad faro de Henry Ford está en quiebra y, quizá, si el
impresionable Zweig la viera de nuevo, le provocaría las mismas angustias que
en su momento la Europa en guerra.
Mario Rapoport * / Página12
Detroit: una alegoría de la decadencia estadounidense. |
El gran novelista
austríaco de origen judío Stefan Zweig, algo olvidado hoy, poseedor de una
prosa rápida y colorida que despreciaba todo lo superfluo, tuvo una vida
apasionante y una muerte inútil: se suicidó en Brasil en 1942 habiendo escapado
del nazismo, pensando que Europa estaba viviendo una barbarie de la que ya no
saldría. Viajero incansable (algún crítico dijo que Zweig viajaba no sólo para
conocer otros lugares o culturas, sino también para huir de sí mismo) estuvo
también en la Argentina y Bernardo Verbitsky le dedicó un ensayo, Significación
de Stefan Zweig.
En el libro Voyages,
que el escritor no vio publicado, donde un editor europeo recopiló algunos de
sus artículos periodísticos más famosos con relatos sobre distintos lugares que
Zweig recorrió en el mundo, un capítulo está dedicado a Detroit. Esta era la
ciudad faro de los Estados Unidos de fines de los años veinte del siglo pasado,
la misma que hoy está quebrada y el gobierno de ese país procura salvar con su
ayuda financiera, porque no es un Estado soberano como la Argentina y allí
existen leyes impidiendo embargos de sus propios fondos buitre, que sin duda
los habrá.
Pero lo más interesante
es comparar la ciudad de esplendor que vio Zweig con el derrumbe económico y
social que vive ahora la que fue una vez el núcleo de la industria
automovilística norteamericana. En su ágil y conciso relato, el autor cuenta
que luego de dar una conferencia en el Fischer Theater, en su opinión la más
bella sala cinematográfica y teatral de los Estados Unidos después del Radio
City de Nueva York –lo que indica también el nivel cultural existente entonces
allí–, le ofrecieron un opulento almuerzo y lo llevaron a visitar la fábrica
Ford, paradójicamente en un impresionante Cadillac.
La Ford era “un
verdadero mundo más que una fábrica –dice Zweig–, una ciudad en sí misma, con
su propio ferrocarril (con veinte locomotoras), una flota de grandes barcos que
transportan sus mercancías por el lago Michigan y una estación radial propia de
ondas cortas”. Algo que lo dejó impresionado fue la gigantesca acería y sus
hornos de fundición, donde equipos de trabajadores se turnaban día y noche sin
solución de continuidad para no dejarlos enfriar. También el pasaje por
diferentes edificios en donde se construían todas las partes de los autos,
desde los neumáticos hasta el reloj y el velocímetro (una especie de “vivir con
lo nuestro”). Pero fue la sala de montaje de todo el automóvil la que lo dejó
estupefacto. Cuatro o cinco obreros al mismo tiempo le consagraban a cada pieza
no más de algunos minutos. Le iban poniendo a los chasis, esqueletos de acero
que llegaban por un tapiz rodante, todas las partes necesarias, hasta que en
una hora el vehículo estaba terminado y alguno de esos mismos obreros se subía
en él y salía manejándolo. ¿Carlitos Chaplin se copió de ellos en Tiempos
Modernos o eran una imitación de aquel Carlitos? Ficción y realidad a menudo se
confunden.
Zweig tembló entonces
pensando que la rapidez del armado indicaba fragilidad y requería luego una
revisión técnica, pero no fue así. Los autos recién fabricados sólo hacían
quince minutos de prueba en una pista especial sin ningún problema. Y el autor
añadía con asombro que “al día siguiente el vehículo sería remitido a su
propietario con el número de matrícula y una buena garantía. Cada dos minutos
uno nuevo salía de las puertas de la fábrica para rodar por el mundo”.
De allí, Zweig se
trasladó a un lugar donde Ford estaba armando, en la proximidad inmediata de su
lugar de nacimiento, la construcción o ensamblaje de muchas casas o edificios
de América que poseían ya un interés histórico. Un proyecto que el escritor vio
en un principio de manera semejante al de las iglesias francesas y castillos
ingleses que los millonarios norteamericanos hacían trasladar a su país piedra
por piedra, incluido “en lo posible el tradicional fantasma doméstico”. Pero
confiesa que la idea del empresario le resultó distinta, mucho más encantadora
y realista. Los diferentes edificios eran, entre otros, una vieja escuela, esa
que llegó a frecuentar el mismo Ford; el estudio de abogados de Lincoln, traído
en bloques de Illinois; un antiguo almacén; un correo postal; un viejo molino;
un pequeño hotel; etc. De allí se obtenía una impresión directa de la historia
de América, que en realidad no llegaba a más de cien años y mostraba ya, con la
industria automovilística de la misma Detroit, un avance extraordinario.
Era un museo al aire
libre de la América de antes, que permitía medir su actual progreso, al que
todos los años visitaban miles de norteamericanos. Pero la atracción mayor la
constituía la casa-laboratorio de Edison, que databa de una época en que su
espíritu inventivo había sido el más productivo, y que Ford hizo desplazar de
Newark (cerca de Nueva York). Un homenaje a Edison que había alentado a Ford en
su juventud cuando él le expuso su proyecto del automóvil. Allí se acumulaban
todas sus más grandes invenciones: desde el fonógrafo y el esbozo de un
teléfono a la pequeña lámpara maravillosa que permitía la iluminación
eléctrica.
Zweig concluye que
estas dos realizaciones, la fábrica Ford y esa villa de viejas casas símbolo,
“eran la obra de un solo hombre que hace cincuenta años, hijo de pobres
campesinos, iba a la escuela con los pies desnudos y ahora representa un
ejemplo de una de las más grandes carreras de la industria americana”. Pero
finaliza ese relato con una frase casi premonitoria “la última quizá”.
Emblema de la sociedad
de consumo, el automóvil fue también símbolo de un nuevo modo de producción y
venta, el fordismo, según el cual Henry Ford pretendía que todos sus obreros
pudieran comprar los Ford T que ellos mismos fabricaban.
Hoy Detroit y sus industrias
automovilísticas parecen historia de verdad y la misma ciudad es un museo al
aire libre, pero no del progreso, sino de la decadencia de los Estados Unidos.
Su situación crítica no es un simple producto de la coyuntura mundial, sino
también una de sus causas, si entendemos que estamos no sólo frente a una
crisis financiera y que el mundo debe enfrentarse a un verdadero problema de
sobreproducción.
La industria
automovilística norteamericana en sí misma viene perdiendo dinamismo, achicando
sus plantas y protagonizando despidos masivos de sus empleados y obreros desde
hace varios años. La venta de vehículos fue cayendo abruptamente desde la
primera década del nuevo siglo y las tres grandes compañías norteamericanas,
General Motors, Chrysler y Ford, padecen los mismos problemas: pérdida de
ventas y de rentabilidad y, al mismo tiempo, les sucede igual o peor a todos
los establecimientos de autopartes más pequeños que dependen de ellas. General
Motors en particular ya fue nacionalizada, con un porcentaje de acciones en
manos de sus propios trabajadores.
Con la caída de
Detroit, una filosofía de vida se derrumba, aquella del american way of life. Ahora la ciudad faro de Henry Ford está en
quiebra y, quizá, si el impresionable Zweig la viera de nuevo, le provocaría
las mismas angustias que en su momento la Europa en guerra.
Un sinnúmero de
problemas explican la situación actual de la ciudad y de sus industrias: el
desempleo (sólo queda una décima parte de los puestos de trabajo existente en
los años sesenta), los altos niveles de endeudamiento, el deterioro de los
servicios públicos, la inseguridad creciente (para aquellos que hablan de
inseguridad en la Argentina, algo que puede sorprenderlos), la emigración de
mano de obra, etcétera.
El juez que decretó la
quiebra pidió una inmediata ayuda financiera. Pero mientras que los acreedores
negocian, como Argentina con los fondos buitre, los verdaderamente preocupados
son los que todavía temen perder sus empleos, los jubilados que pueden quedarse
sin ingresos o con una mínima parte de ellos y todos los afectados por la
disminución de la actividad económica y la sensación catastrófica de
encontrarse con un futuro anticipado que no era el que pensaba Zweig, sino el
de las peores pesadillas de muchos films americanos –por algo se producen–, en
donde un terremoto, un monstruo, una enfermedad desconocida o unos
extraterrestres destruyen una ciudad y matan o hacen desaparecer a todos sus
habitantes.
En esas pesadillas está
siempre la del último sobreviviente, como una especie de Robinson Crusoe en una
isla desierta, pero en este caso no por un naufragio, sino por obra del propio
sistema. Del Detroit de Stefan Zweig al actual, lo peor parece hacerse
realidad. El gobernador del estado dijo que la quiebra era una oportunidad para
empezar de vuelta; quizá para que aparezca otro Ford de pies desnudos que
vuelva a tener el sueño de una América grande. O posiblemente Zweig tenía razón
cuando pronosticó hace años que eso no era más posible.
*
Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.
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