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domingo, 12 de octubre de 2014

Costa Rica: Entre el cambio (en serio) o el cerrojo neoliberal

El neoliberalismo costarricense se niega a marcharse, a ceder sus espacios de poder y sus privilegios. Derrotado en las urnas electorales, sabe que todavía domina en los sistemas político y económico, y en el “sentido común” de una sociedad todavía temerosa de romper con sus falsas certidumbres. Esa es la batalla cultural de nuestros días.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

El presidente Solís enfrenta fuertes oposiciones para
desarrollar sus propuestas progresistas de gobierno.
Si uno de los grandes factores que generan tensiones políticas en la América Latina de nuestros días es la disputa entre proyectos posneoliberales y la “restauración conservadora” que impulsan las derechas, los grupos de poder económico y sus aliados extranjeros, el caso de Costa Rica ilustra algunos de los mecanismos mediantes los cuales esa triple entente articula estrategias para preservar su hegemonía en aquellos países donde las fuerzas neoliberales, debilitadas pero todavía con capacidad de resistencia, se aferran a sus “cerrojos” para bloquear la posibilidad de que emerjan alternativas reales de cambio.

El presidente Luis Guillermo Solís, del Partido Acción Ciudadana (PAC), un socialdemócrata formado académica y políticamente bajo la sombra del modelo de Estado social y de bienestar que Costa Rica supo construir entre los años 1950 y 1980, alcanzó el triunfo electoral en abril de este año, en segunda ronda de votaciones, de manera contundente (77,8% de los votos emitidos). Sin enarbolar un proyecto político radical ni mucho menos anticapitalista, sino moderadamente crítico del modelo neoliberal y sus impactos socioeconómicos,  Solís supo atraer en torno a su candidatura el hartazgo ciudadano con la clase política, responsable de la crisis del Estado de bienestar desde mediados de la década de 1980, y capitalizó a su favor la necesidad de un cambio. Y en su discurso de investidura presidencial, declaró que entendía que  su mandato: no persigue otro sueño que aquél que alguna vez nos convocara y que nuevamente debe convertirse en la estrella que nos guíe: el de construir una sociedad de oportunidades crecientes para el mayor número”.

Sin embargo, el sentido y la profundidad de ese cambio son poco claros para la opinión púbica costarricense. Al alcanzar su primer semestre, el gobierno del presidente Solís, al que reconocemos bienintencionado,  parece llegar a punto de inflexión, en el que deberá tomar decisiones en el corto plazo frente a dos temas de vital importancia en la configuración del anhelado golpe de timón en el rumbo del país.

Uno de esos temas es la tensión generada entre, por un lado, su ambicioso y progresista presupuesto nacional para el año 2015, el más elevado de nuestra historia (de unos 14.500 millones de dólares), que refuerza la inversión en educación, programas sociales e infraestructura; y por el otro lado, el déficit fiscal heredado de las administraciones neoliberales, cuyo peso sobre la salud de las cuentas públicas le ha dado un argumento a la derecha para impulsar, casi con histeria, un severo programa de recortes y ajustes que encuentra eco entre los medios de comunicación del establishment. A esto se suma la presión que, desde el exterior, ejercen los informes de las agencias calificadoras de riesgo, como Moody’s, que rebajó la calificación de los bonos de deuda costarricenses, con el consecuente impacto que esto tiene en el comportamiento de los mercados. Aquí el dilema es claro: ¿Defenderá el gobierno su propuesta de recuperación de la capacidad de gestión social del Estado, para construir esa “sociedad de oportunidades crecientes para el mayor número”, o cederá finalmente a las presiones que el mercado y los acólitos de la ortodoxia neoliberal ejercen desde adentro y desde afuera del país?

El otro gran tema que se presenta el horizonte del gobierno es el de su definición en materia de política exterior, entre la mayor o menor sintonía con los bloques posneoliberales (ALBA, UNASUR, CELAC) y neoliberales (Alianza del Pacífico, Tratados de Libre Comercio), en torno a los cuáles se configuran agendas (geo)políticas y económicas con implicaciones en materia de la influencia que ejercen en nuestra América las potencias globales (China, Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea). En este sentido, son preocupantes dos hechos recientes, por la continuidad que sugieren con la política exterior de subordinación a los intereses de Washington en América Latina: uno es el visto bueno otorgado por el presidente Solís para que el Ministerio de Comercio Exterior inicie el proceso de consultas para ingresar a la Alianza del Pacífico, lo que el titular de este Ministerio, Alexander Mora, calificó como “un indicador de la intención del Gobierno de entrar a ese grupo de países, integrado por México, Colombia, Perú y Chile”. Y el otro hecho es la visita del subsecretario adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado, John Feeley, quien se reunió con el mandatario costarricense, a quien definió como  un “aliado”, más allá de las discrepancias ideológicas, y reconoció que en la Centroamérica actual, Estados Unidos necesita del liderazgo de Solís, del presidente panameño Juan Carlos Varela y del Primer Ministro de Belice, Dean Barrow.

¿Cómo interpretar, entonces, lo que está pasando en Costa Rica? Acaso un principio de realidad en el análisis sea reconocer que las expectativas populares elevaron la idea del cambio a alturas superiores a las previstas por el propio presidente y su gabinete, e incluso, a las que toleraría un sistema político e institucional como el nuestro que, producto de la herencia del neoliberalismo de los últimos treinta años, hoy responde más a los acuerdos de élites políticas y grupos de interés, que a los mandatos y necesidades de la ciudadanía.

En ese sentido, al presidente Solís se le plantea una disyuntiva: apoyarse en los movimientos sociales y los sectores populares para avanzar en una agenda progresista que abra los cerrojos que hoy detienen el cambio; o insistir en el juego de equilibrista, caminando por la cuerda floja neoliberal para quedar bien con las cámaras empresariales y los inversionistas extranjeros, con el peligro inminente de perder el paso en cualquier momento y descarrilar las posibilidades de cambio y las esperanzas que depositó en su gobierno el pueblo que lo eligió.

Es evidente que el neoliberalismo costarricense se niega a marcharse, a ceder sus espacios de poder y sus privilegios. Derrotado en las urnas electorales, sabe que todavía domina en los sistemas político y económico, y en el sentido común de una sociedad temerosa de romper con sus falsas certidumbres. Esa es la batalla cultural de nuestros días y el presidente, su partido y los movimientos sociales están a tiempo de comprender que no basta con mostrarle la puerta de salida al enemigo: al neoliberalismo hay que desterrarlo con acciones políticas concretas y permanentes, y con la construcción de una hegemonía posneoliberal en la que tengan lugar esos muchos proyectos de sociedad y de país que han venido alentando las luchas antineoliberales de las últimas décadas.

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