El neoliberalismo
costarricense se niega a marcharse, a ceder sus espacios de poder y sus
privilegios. Derrotado en las urnas electorales, sabe que todavía domina en los
sistemas político y económico, y en el “sentido común” de una sociedad todavía
temerosa de romper con sus falsas certidumbres. Esa es la batalla cultural de
nuestros días.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
El presidente Solís enfrenta fuertes oposiciones para desarrollar sus propuestas progresistas de gobierno. |
Si uno de los grandes
factores que generan tensiones políticas en la América Latina de nuestros días
es la disputa entre proyectos posneoliberales y la “restauración conservadora”
que impulsan las derechas, los grupos de poder económico y sus aliados
extranjeros, el caso de Costa Rica ilustra algunos de los mecanismos mediantes
los cuales esa triple entente articula estrategias para preservar su hegemonía
en aquellos países donde las fuerzas neoliberales, debilitadas pero todavía con
capacidad de resistencia, se aferran a sus “cerrojos” para bloquear la
posibilidad de que emerjan alternativas reales de cambio.
El presidente Luis
Guillermo Solís, del Partido Acción Ciudadana (PAC), un socialdemócrata formado
académica y políticamente bajo la sombra del modelo de Estado social y de
bienestar que Costa Rica supo construir entre los años 1950 y 1980, alcanzó el
triunfo electoral en abril de este año, en segunda ronda de votaciones, de
manera contundente (77,8% de los votos emitidos). Sin enarbolar un proyecto
político radical ni mucho menos anticapitalista, sino moderadamente crítico del
modelo neoliberal y sus impactos socioeconómicos, Solís supo atraer en torno a su candidatura
el hartazgo ciudadano con la clase política, responsable de la crisis del Estado
de bienestar desde mediados de la década de 1980, y capitalizó a su favor la necesidad de un cambio. Y en su discurso de investidura
presidencial, declaró que entendía que
su mandato: “no persigue otro sueño que aquél que alguna vez nos convocara y que
nuevamente debe convertirse en la estrella que nos guíe: el de construir una sociedad de oportunidades crecientes para el mayor
número”.
Sin embargo, el sentido
y la profundidad de ese cambio son poco claros para la opinión púbica
costarricense. Al alcanzar su primer semestre, el gobierno del presidente
Solís, al que reconocemos bienintencionado,
parece llegar a punto de inflexión, en el que deberá tomar decisiones en
el corto plazo frente a dos temas de vital importancia en la configuración del
anhelado golpe de timón en el rumbo del país.
Uno de esos temas es la
tensión generada entre, por un lado, su ambicioso y progresista presupuesto
nacional para el año 2015, el más elevado de nuestra historia (de unos 14.500
millones de dólares), que refuerza la inversión en educación, programas
sociales e infraestructura; y por el otro lado, el déficit fiscal heredado de las
administraciones neoliberales, cuyo peso sobre la salud de las
cuentas públicas le ha dado un argumento a la derecha para impulsar, casi con
histeria, un severo programa de recortes y ajustes que encuentra eco entre los
medios de comunicación del establishment.
A esto se suma la presión que, desde el exterior, ejercen los informes de las
agencias calificadoras de riesgo, como Moody’s,
que rebajó la calificación de los bonos de deuda costarricenses, con el
consecuente impacto que esto tiene en el comportamiento de los mercados. Aquí el dilema es claro: ¿Defenderá el gobierno su propuesta de recuperación de la capacidad de gestión
social del Estado, para construir esa “sociedad
de oportunidades crecientes para el mayor número”, o cederá finalmente a
las presiones que el mercado y los acólitos de la ortodoxia neoliberal ejercen
desde adentro y desde afuera del país?
El otro gran tema que
se presenta el horizonte del gobierno es el de su definición en materia de
política exterior, entre la mayor o menor sintonía con los bloques
posneoliberales (ALBA, UNASUR, CELAC) y neoliberales (Alianza del Pacífico,
Tratados de Libre Comercio), en torno a los cuáles se configuran agendas
(geo)políticas y económicas con implicaciones en materia de la
influencia que ejercen en nuestra América las potencias globales (China,
Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea). En este sentido, son preocupantes dos
hechos recientes, por la continuidad que sugieren con la política exterior de
subordinación a los intereses de Washington en América Latina: uno es el visto
bueno otorgado por el presidente Solís para que el
Ministerio de Comercio Exterior inicie el proceso de consultas para ingresar a
la Alianza del Pacífico, lo que el titular de este Ministerio, Alexander
Mora, calificó como “un indicador de la
intención del Gobierno de entrar a ese grupo de países, integrado por México,
Colombia, Perú y Chile”. Y el otro hecho es la
visita del subsecretario adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental del
Departamento de Estado, John Feeley, quien se reunió con el mandatario
costarricense, a quien definió como un
“aliado”, más allá de las discrepancias ideológicas, y reconoció que en la
Centroamérica actual, Estados Unidos necesita del liderazgo de Solís, del
presidente panameño Juan Carlos Varela y del Primer Ministro de Belice, Dean
Barrow.
¿Cómo interpretar,
entonces, lo que está pasando en Costa Rica? Acaso un principio de realidad en
el análisis sea reconocer que las expectativas populares elevaron la idea del cambio a alturas superiores a las
previstas por el propio presidente y su gabinete, e incluso, a las que
toleraría un sistema político e institucional como el nuestro que, producto de
la herencia del neoliberalismo de los últimos treinta años, hoy responde más a
los acuerdos de élites políticas y grupos de interés, que a los mandatos y
necesidades de la ciudadanía.
En ese sentido, al
presidente Solís se le plantea una disyuntiva: apoyarse en los movimientos
sociales y los sectores populares para avanzar en una agenda progresista que
abra los cerrojos que hoy detienen el cambio;
o insistir en el juego de equilibrista, caminando por la cuerda floja
neoliberal para quedar bien con las cámaras empresariales y los inversionistas
extranjeros, con el peligro inminente de perder el paso en cualquier
momento y descarrilar las posibilidades de cambio y las esperanzas que depositó
en su gobierno el pueblo que lo eligió.
Es evidente que el neoliberalismo costarricense se niega a marcharse, a ceder sus espacios de poder y sus privilegios. Derrotado en las urnas electorales, sabe que todavía domina en los sistemas político y económico, y en el sentido común de una sociedad temerosa de romper con sus falsas certidumbres. Esa es la batalla cultural de nuestros días y el presidente, su partido y los movimientos sociales están a tiempo de comprender que no basta con mostrarle la puerta de salida al enemigo: al neoliberalismo hay que desterrarlo con acciones políticas concretas y permanentes, y con la construcción de una hegemonía posneoliberal en la que tengan lugar esos muchos proyectos de sociedad y de país que han venido alentando las luchas antineoliberales de las últimas décadas.
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