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sábado, 13 de diciembre de 2014

De Ayacucho a los 43 de Ayotzinapa

¿Qué vientos de América podrían oxigenar el atribulado, anonadado, hecho trizas corazón de los mexicanos? ¿Los del norte, que lo asesinan y explotan, o los del sur, que de Juárez a los 43 de Ayotzinapa los reconoce como hermanos?

José Steinsleger / LA JORNADA

Dos Américas: la del norte revuelto y brutal que a la del sur mira con despreciativo y codicioso interés, y la que hace 190 años puso fin al poder español en las pampas de Ayacucho (Perú, 9 de diciembre de 1824). ¿A cuál de ellas se debe México?

Dos Bolívares: el que frente al desafío descomunal de su proyecto político sintió haber arado en el mar, y el que a pesar de ello seguía diciendo: nosotros no podemos vivir sino de la unión. ¿Cuál nosotros conviene a México?

Dos Méxicos: el de la nación americana de Hidalgo y Morelos, y el neoporfirista que a su historia niega y oculta los hechos, reduciéndolos a meros acontecimientos sujetos a interpretación. Y que, por consiguiente, no hay una verdad única, demoledora, brutal.

Tal como sucede entre los que se adelantan a la historia, es verdad que no hubo mucha claridad en los fundamentos políticos de la primera independencia.

Se creyó que frente al bloqueo económico de Napoleón, el apoyo inglés a la causa facilitaría las cosas. Pero en los puertos del sur donde sus naves anclaban, Londres inventaba un Estado funcional a sus mercados. Mientras, en el norte, la Doctrina Monroe, decretada por Washington un año antes de la victoria de Ayacucho, llevó a que México perdiera la mitad de sus territorios, y encabezara después el ranking mundial de intervenciones imperialistas.

Feroces, las primeras luchas dejaron poco espacio para pensar el sentido de la independencia. Sin embargo, en el proyecto que Artigas presentó al gobierno de Buenos Aires en 1814, dijo: “La independencia que propugnamos… no es una independencia nacional; por consecuencia, ella no debe conducirnos a separar a ningún pueblo de la gran masa que debe ser la patria americana, ni a mezclar diferencia alguna en los intereses generales de la revolución”.

En 1826, Bolívar convocó al Congreso Anfictiónico de Panamá, torpedeado por sus enemigos. Y suerte igual corrió el que debía continuarlo en México. Cuatro años después, la Gran Colombia voló en cinco pedazos, y las nuevas repúblicas independientes se desangraron en 40 años de guerras fratricidas: federales y centralistas, republicanos y monárquicos, liberales y conservadores, hispanoamericanos y panamericanos.

En la segunda mitad del siglo XIX, la causa de la unidad latinoamericana regresó por sus fueros: derrota del filibustero esclavista William Walker en Costa Rica y de los ejércitos de Francia en México, el genocidio financiado por el banco de Londres en la guerra de Paraguay; la del Pacífico, que dejó a Bolivia sin mar; la aparición de Estados Unidos como nueva potencia imperialista en las guerras independentistas de Cuba y Puerto Rico, y la imposición de la zanahoria panamericanista a los pueblos de color.

A inicios del siglo pasado, un hecho que no fue pensado en Estados Unidos y Europa, la Revolución Mexicana, representó el esfuerzo político, militar y cultural más trascendente desde que América Latina volvió a mirarse y a pensarse a sí misma.

Sin ella, nada de lo acontecido después hubiera tenido lugar. Ni la epopeya de Sandino y los sandinistas, ni la revolución cubana y la bolivariana, ni las democracias que en el sur recuperaron su vigor, y que en la mitad del mundo, cerca de Quito, inauguraron en días pasados (sin que los medios informaran) el formidable edificio de la Unasur, donde se tratará de armonizar a los aldeanos vanidosos.

En un foro celebrado la semana pasada en Santiago de Chile, la jefa del FMI, Christine Lagarde, calificó de inviables y plato de espaguetis el Mercosur, la Alba, la Celac y, para no ser menos, dos economistas de superizquierda coincidieron igualmente en verlas como tallarines.

Sabido es que para el imperio las únicas siglas válidas son las del FMI, BM (Banco Mundial), TLCAN (o NAFTA, en inglés), AP (Alianza del Pacífico), G-20, OMC, y la más tétrica de todas: el Aspan (Acuerdo de Seguridad y Protección para América del Norte), suscrito por México, Estados Unidos y Canadá en Waco (Texas, 2005), y cuyos contenidos no fueron revelados.

Con el Aspan, México quedó formalmente inserto en el área de seguridad nacional de Dios. O sea, el Comando Norte del Pentágono.

Ahora bien. Si el Aspan fue concebido para nuestra seguridad… ¿sería mucho pedir que algún político progre o intelectual mediáticamente consagrado (a más de citar a Freud, Fromm, Gandhi, Deleuze, la banalidad del mal de Arendt y la mar en coche) pregunte en la embajada de paseo de la Reforma (eso sí, con respeto y sin besos) si cuenta con algún dato fidedigno acerca de lo que realmente pasó con los 43 muchachos desaparecidos en Iguala?

¿O a poco un grupo de maleantes y policías hambrientos cuentan con poderes similares a los del imperio más que formidable que haya conocido la humanidad, el que encontró a Bin Laden y se jacta de que nada desaparece en este mundo porque todos estamos, a Dios gracias, vigilados?


De veras… ¿qué vientos de América podrían oxigenar el atribulado, anonadado, hecho trizas corazón de los mexicanos? ¿Los del norte, que lo asesinan y explotan, o los del sur, que de Juárez a los 43 de Ayotzinapa los reconoce como hermanos?

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