¿Qué vientos de América podrían oxigenar el atribulado, anonadado, hecho
trizas corazón de los mexicanos? ¿Los del norte, que lo asesinan y explotan, o
los del sur, que de Juárez a los 43 de Ayotzinapa los reconoce como hermanos?
José Steinsleger / LA JORNADA
Dos Américas: la
del norte revuelto y brutal que a la del sur mira con despreciativo y codicioso
interés, y la que hace 190 años puso fin al poder español en las pampas de
Ayacucho (Perú, 9 de diciembre de 1824). ¿A cuál de ellas se debe México?
Dos Méxicos: el
de la nación americana de Hidalgo y Morelos, y el neoporfirista que a su
historia niega y oculta los hechos, reduciéndolos a meros acontecimientos
sujetos a interpretación. Y que, por consiguiente, no hay una verdad única,
demoledora, brutal.
Tal como sucede
entre los que se adelantan a la historia, es verdad que no hubo mucha claridad
en los fundamentos políticos de la primera independencia.
Se creyó que
frente al bloqueo económico de Napoleón, el apoyo inglés a la causa facilitaría
las cosas. Pero en los puertos del sur donde sus naves anclaban, Londres
inventaba un Estado funcional a sus mercados. Mientras, en el norte, la
Doctrina Monroe, decretada por Washington un año antes de la victoria de
Ayacucho, llevó a que México perdiera la mitad de sus territorios, y encabezara
después el ranking mundial de intervenciones imperialistas.
Feroces, las
primeras luchas dejaron poco espacio para pensar el sentido de la
independencia. Sin embargo, en el proyecto que Artigas presentó al gobierno de
Buenos Aires en 1814, dijo: “La independencia que propugnamos… no es una
independencia nacional; por consecuencia, ella no debe conducirnos a separar a
ningún pueblo de la gran masa que debe ser la patria americana, ni a mezclar
diferencia alguna en los intereses generales de la revolución”.
En 1826, Bolívar
convocó al Congreso Anfictiónico de Panamá, torpedeado por sus enemigos. Y
suerte igual corrió el que debía continuarlo en México. Cuatro años después, la
Gran Colombia voló en cinco pedazos, y las nuevas repúblicas independientes se
desangraron en 40 años de guerras fratricidas: federales y centralistas,
republicanos y monárquicos, liberales y conservadores, hispanoamericanos y
panamericanos.
En la segunda
mitad del siglo XIX, la causa de la unidad latinoamericana regresó por sus
fueros: derrota del filibustero esclavista William Walker en Costa Rica y de
los ejércitos de Francia en México, el genocidio financiado por el banco de
Londres en la guerra de Paraguay; la del Pacífico, que dejó a Bolivia sin mar;
la aparición de Estados Unidos como nueva potencia imperialista en las guerras
independentistas de Cuba y Puerto Rico, y la imposición de la zanahoria
panamericanista a los pueblos de color.
A inicios del
siglo pasado, un hecho que no fue pensado en Estados Unidos y Europa, la
Revolución Mexicana, representó el esfuerzo político, militar y cultural más
trascendente desde que América Latina volvió a mirarse y a pensarse a sí misma.
Sin ella, nada de
lo acontecido después hubiera tenido lugar. Ni la epopeya de Sandino y los
sandinistas, ni la revolución cubana y la bolivariana, ni las democracias que
en el sur recuperaron su vigor, y que en la mitad del mundo, cerca de Quito,
inauguraron en días pasados (sin que los medios informaran) el formidable
edificio de la Unasur, donde se tratará de armonizar a los aldeanos vanidosos.
En un foro
celebrado la semana pasada en Santiago de Chile, la jefa del FMI, Christine
Lagarde, calificó de inviables y plato de espaguetis el Mercosur, la Alba, la
Celac y, para no ser menos, dos economistas de superizquierda coincidieron
igualmente en verlas como tallarines.
Sabido es que
para el imperio las únicas siglas válidas son las del FMI, BM (Banco Mundial),
TLCAN (o NAFTA, en inglés), AP (Alianza del Pacífico), G-20, OMC, y la más
tétrica de todas: el Aspan (Acuerdo de Seguridad y Protección para América del
Norte), suscrito por México, Estados Unidos y Canadá en Waco (Texas, 2005), y
cuyos contenidos no fueron revelados.
Con el Aspan,
México quedó formalmente inserto en el área de seguridad nacional de Dios. O
sea, el Comando Norte del Pentágono.
Ahora bien. Si el
Aspan fue concebido para nuestra seguridad… ¿sería mucho pedir que algún
político progre o intelectual mediáticamente consagrado (a más de citar a
Freud, Fromm, Gandhi, Deleuze, la banalidad del mal de Arendt y la mar en
coche) pregunte en la embajada de paseo de la Reforma (eso sí, con respeto y
sin besos) si cuenta con algún dato fidedigno acerca de lo que realmente pasó
con los 43 muchachos desaparecidos en Iguala?
¿O a poco un
grupo de maleantes y policías hambrientos cuentan con poderes similares a los
del imperio más que formidable que haya conocido la humanidad, el que encontró
a Bin Laden y se jacta de que nada desaparece en este mundo porque todos
estamos, a Dios gracias, vigilados?
De veras… ¿qué
vientos de América podrían oxigenar el atribulado, anonadado, hecho trizas
corazón de los mexicanos? ¿Los del norte, que lo asesinan y explotan, o los del
sur, que de Juárez a los 43 de Ayotzinapa los reconoce como hermanos?
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