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sábado, 13 de diciembre de 2014

Ayotzinapa, emblema del ordenamiento social del siglo XXI

Ayotzinapa es el emblema de las guerras del siglo XXI y de las nuevas formas de disciplinamiento social que vienen acompañando los procesos de saqueo y desposesión en todo el planeta.

Ana Esther Ceceña / ALAI

A Julio César Mondragón
In memoriam

Ayotzinapa es hoy un emblema, por cierto ominoso, de las atrocidades a las que da lugar el capitalismo contemporáneo.  Ayotzinapa es cualquier parte del mundo donde se levante una voz disidente, una exigencia, un signo de rebeldía ante la devastadora desposesión y arrasamiento en los que se sustenta la acumulación de capital y las redes del poder que lo sostienen.

Ayotzinapa es resultado de un conjunto de procesos entrecruzados que, con mayor o menor densidad y visibilidad, son consustanciales al capitalismo del siglo XXI y que, en esa medida, no se circunscriben a México sino que se van extendiendo subrepticia o escandalosamente en todo el globo.

El capitalismo del siglo XXI

Cada vez es más claro que el capitalismo de nuestros tiempos funciona en un doble carril. Por un lado tenemos la sociedad formalmente reconocida, con su economía, sus modos de organización y confrontación y su moralidad; y por el otro crece aceleradamente una sociedad paralela, con una economía calificada genéricamente de ilegal, y con una moralidad, modos de organización y mecanismos de disciplinamiento muy diferentes.

Hay lugares del mundo, como México, donde las crisis del neoliberalismo, además de provocar cambios sustanciales en su ubicación en la división internacional del trabajo, en la definición de sus actividades productivas y en los modos de uso de su territorio, generaron una fractura social que se ha profundizado con el tiempo.  Una de las cuestiones centrales es que los jóvenes perdieron espacio y perspectiva.  Se estaba gestando una sociedad con poco margen de absorción, y en la que desaparecían las posibilidades de empleo o incorporación y se cancelaban los horizontes.  No había cabida para muchos de los antiguos trabajadores, y mucho menos para los recién llegados al escenario.  La generación X la llamaron algunos, la que no sabe para dónde va porque no tiene para dónde ir.  La nueva fase de concentración capitalista cerraba los espacios al mismo tiempo que extendía su ámbito.  Se apropiaba las tierras, las actividades domésticas incluso, y hasta el entretenimiento, pero expulsaba de sus bondades a oleadas crecientes de población: precarizándolas o convirtiéndolas en parias.

Con un proceso de esta profundidad y características, no puede hablarse de un orden social.  Las condiciones apuntan más bien al desorden, a la ruptura, a la descomposición, a las fracturas.  Es decir, el orden apela al autoritarismo, que es el único medio visible para garantizarlo.

La militarización del planeta, incluyendo especialmente los ámbitos de la cotidianidad, empezó a convertirse en la impronta general del proceso.  La estabilidad del sistema no requería solamente del mercado “libre y abierto” de los neoliberales, sino de una fuerza que garantizara su funcionamiento.  El mercado militarizado, con manos no solamente visibles sino bien armadas.  Fue ésta la ruta del capitalismo formal, reconocido y, paradójicamente, “legal”.

Pero las fracturas abiertas en la sociedad de esta manera, como si le hubieran aplicado un fracking, encontraron su escape o cobijo en la gestación de una sociedad paralela.  Una sociedad que se abrió paso en los resquicios ocultos de la otra pero que la terminó invadiendo.  Una sociedad que rescató la inmundicia que la hipocresía de la otra rechazaba, y la convirtió en negocio, en espacio de acumulación y de poder.

Todos los negocios ilícitos pasaron hacia allá.  Tráfico de armas, producción y tráfico de drogas, tráfico humano, tráfico de especies valiosas y escasas y una gran cantidad de variantes de estos que son de los negocios más rentables, entre otros porque no están sometidos al pago de impuestos, pero que la moralidad establecida se ve obligada a negar.

Y ahí empezó el juego de unos contra otros haciendo crecer el negocio de armas y, sobre todo, las prácticas de extorsión, chantaje, secuestro o cualquiera de sus variantes.

No obstante, la acumulación de capital se nutre de ambos.  Quien pierde es el conjunto de los excluidos: económicos, sociales, políticos y culturales.  Excluidos del negocio, en diferentes gradaciones, o excluidos del poder.

Ahí llegó la generosa oferta para la ubicación de los jóvenes.  La incorporación a las policías o al ejército ofrecía condiciones que no se obtenían en ningún espacio productivo, además de que ofrecía un pequeñito reconocimiento y un pequeñito poder a aquellos que habían quedado en calidad de inútiles sociales.  Pero también vino la propuesta de incorporarse a las filas aparentemente contrarias.  Los negociantes de drogas o los empresarios de actividades ilegales requerían también conformar sus ejércitos de servidores o de matones.  Y esas dos han sido fuentes de empleo recurrentes durante las dos o tres últimas décadas, así como generadoras de una nueva cultura: la cultura del mercenario, la del poder arbitrario, la del saqueo por extorsión.

Mientras la economía “legal” entraba en crisis, la del lado oscuro se multiplicaba, acomodándose en algunos de los mismos rubros de la “legal”, solamente que con modalidades más rentables.

Un ejemplo es la explotación minera no declarada, en la que incluso se emplean diferentes versiones del trabajo esclavo.  Ya sea en las minas africanas o en las de México, con el trabajo forzado de niños o adolescentes, incluso con el de grupos secuestrados para tales efectos, custodiados por cuerpos armados que pueden ser del propio ejército o de mercenarios, el producto casi no cuesta porque no se paga a los trabajadores, no paga impuestos porque no se declara y se exporta con la complicidad tanto de los consorcios mineros y de sus estados de origen, como con la de autoridades locales que reciben una parte de la ganancia por su ceguera o su protección.

Este capitalismo desdoblado logra así no sólo sortear las crisis sino expoliar doblemente a la población mediante trabajo esclavo o semiesclavo, extorsiones de diferentes tipos, expulsión de sus tierras, robo directo de sus pertenencias y otros similares.  La clave: el ejercicio de una violencia despiadada.

En estas circunstancias, el Estado se vuelve parte del proceso y a la sociedad se le van imponiendo condiciones de guerra en el ámbito cotidiano.  La violencia se instala como disciplinador social y su ejercicio se dispersa.  En un juego de público-privado los controladores sociales emergen en torno a las fuentes reales de ganancia, legales o ilegales, y en torno a la configuración de poderes locales ungidos por su capacidad de imponer un orden correspondiente a estas modalidades de acumulación.

Las guerras difusas y asimétricas

Las condiciones de concentración de la riqueza y el poder en el capitalismo contemporáneo, con su correlativa precarización creciente de amplios sectores de la sociedad, han llevado al sistema a una situación de riesgo que se manifiesta en conflictos y confrontaciones permanentes de carácter asimétrico, de acuerdo con la terminología del Pentágono.  Cada vez más las guerras del mundo contemporáneo se rigen por la idea del enemigo difuso y adoptan la figura de guerras preventivas, la mayoría de las veces no declaradas.

Los operativos de desestabilización y de disciplinamiento, los episodios de violencia desatada en puntos específicos y de violencia dosificada in extenso, son los mecanismos idóneos de guerras inespecíficas contra enemigos difusos.  Son, a la vez, el mejor modo de abrirse paso para asegurar el saqueo de recursos de muchas regiones del planeta creando una confusión que dificulta la organización social.  El abastecimiento controlado de armas y la instigación de situaciones de violencia son los aliados buscados por el capitalismo de nuestros tiempos.

No hay guerras declaradas.  No hay guerras entre equivalentes.  Hay corrosiones.  Una mancha de violencia que se va extendiendo acompaña al capitalismo de inicios del siglo XXI.  Las instituciones de disciplinamiento y seguridad de los Estados han resultado insuficientes frente al altísimo nivel de apropiación-desposesión al que ha llegado el capitalismo.  Estas instituciones se replican de manera privada y local tantas veces como sea necesario.  Aparecen “estados islámicos” lo mismo que “guardias privadas” o que “cárteles” y “pandillas” del llamado crimen organizado, que protegen y amplían o profundizan las fuentes de ganancia, las fuentes de acumulación, y que, por tanto, son complementarias a las figuras institucionales reconocidas para esos fines.  Igual que las fuerzas del mercado requirieron un soporte militarizado, las fuerzas institucionales de disciplinamiento social requieren, dado el nivel de apropiación-desposesión, de un soporte desinstitucionalizado capaz de ejercer un grado y un tipo de violencia que modifique los umbrales de la contención social.  Son fuerzas “irregulares” que, como el estado de excepción, llegaron para quedarse.  Se han incorporado a los dispositivos regulares de funcionamiento del sistema.

Ayotzinapa como límite

Colombia tenía una guerra interna cuando inició el Plan Colombia y, a pesar del cambio de intensidad en la violencia ejercida y la intromisión directa y evidente de Estados Unidos en la gestión del conflicto, quizá el cambio en otros terrenos no fue tan visible. México, al contrario, era celebrado como emblema del disciplinamiento en democracia antes de la Iniciativa Mérida.

En menos de diez años, el eje de disciplinamiento pasó de las manos del Partido Revolucionario Institucional -PRI- a las de la violencia, tanto del Estado como privadas.  La clave estuvo en los dispositivos de corrosión que prepararon el terreno y en la desproporción con la que se asentaron los correctores.  Violencia existe en todas las sociedades pero su dimensión y las formas con que se introdujo fueron imponiendo nuevas lógicas sociales.  En este periodo, la sociedad mexicana tuvo que acostumbrarse a decapitaciones, mutilaciones, cuerpos calcinados, desapariciones reiteradas, fosas comunes y una ostentosa complicidad de las instancias de seguridad y justicia del Estado.

Las estimaciones rebasan ya los cien mil desaparecidos y las noticias diarias van de 20 muertos en adelante.  México se ha convertido en cementerio de pobres y migrantes a los que se extorsiona, se secuestra para trabajo esclavo, se mata con tremendo salvajismo para amedrentar y disciplinar a los otros o se mata masivamente.  La relación de estas acciones con el control de migraciones en Estados Unidos es sólo especulación, pero no hay duda de que ha dado resultado.  Lo que es evidente es el acaparamiento de tierras, de negocios, de recursos y de poder a que esto da lugar.  Cada vez hay más desplazados y más desposeídos que no se atreven siquiera a reclamar por miedo a las represalias y porque además no hay instancias de justicia que los amparen.

En menos de diez años y después de mucho dolor, la sociedad está transformada.  Corroída, con signos claros de balcanización, con crecimiento de poderes locales que establecen sus propias normas y que negocian con los poderes federales.  El miedo fue instalado mediante un salvajismo explícito y reiterado, aunque, de tanto insistir, ha terminado por empezar a generar su contrario.

Ayotzinapa es la cima de la montaña.  En Ayotzinapa se tocaron todos los límites.  Se cazó con total impunidad, con ostentación de fuerza, de complicidad total entre el Estado y el crimen organizado, a lo más sentido de la sociedad: jóvenes pobres de zonas rurales devastadas, estudiantes para ser enseñantes, hijos del pueblo con alegría de vivir, con deseos de cambiar el mundo, ése que nadie quiere aceptar.  Pero además, Ayotzinapa es la cima de una montaña de agravios, indefensión y rabia.  Es la conciencia acumulada de la ignominia y la indignidad.  Es la situación límite que regresó la energía, vitalidad, coraje y dignidad del pueblo de México a las calles.  “Nos han quitado tanto que hasta nos quitaron el miedo” era una de las primeras pancartas portadas por jóvenes de todos lados.  Julio César Mondragón, joven de recién ingreso en la Escuela Normal de Ayotzinapa, ya padre desde hace unos cuantos meses y víctima de la tortura más salvaje que hayamos presenciado, ha sido involuntariamente el detonador, a fuerza de su dolor, de la recuperación de la fuerza, la esperanza y la decisión en el pueblo de México, hoy movilizado como hacía tiempo no estaba.

Ayotzinapa es un emblema. Es la punta del iceberg o es un clivaje.

Ayotzinapa es el emblema de las guerras del siglo XXI y de las nuevas formas de disciplinamiento social que vienen acompañando los procesos de saqueo y desposesión en todo el planeta. En diez años México, que no pasó por la negra noche de las dictaduras en América Latina aunque sí tuvo guerra sucia y masacres, fue transformado en una tierra de dolor y fosas comunes.  El problema no es “el narco”; el problema es el capitalismo.

Ayotzinapa es un espejo con dos caras: la de la ruta del poder es evidente, visible y avasalladora; la del llamado a defender la vida es pálida y discreta, pero seguramente marcará huellas.

- Ana Esther Ceceña es coordinadora del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica, Instituto de Investigaciones Económicas, Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Consejo de ALAI.

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