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sábado, 10 de enero de 2015

Brasil y su muy difícil año nuevo

En su segundo mandato,  Dilma enfrentará un Congreso desafiante, mucho más conservador que el anterior, y armó una alianza en la cual no puede confiar. La oposición, fortalecida por los resultados electorales, está decidida a transformar en infierno cada día del gobierno.

Eric Nepomuceno / LA JORNADA

Dilma asumió su segundo mandato
presidencial el pasado 1 de enero.
Hay una imagen que es muy significativa de lo que pasa en Brasil. El pasado jueves (1 de enero), al asumir formalmente un nuevo periodo de cuatro años en la presidencia de la mayor economía latinoamericana y una de las mayores del mundo, Dilma Rousseff fue protocolarmente recibida por el presidente del Senado y del Congreso, Renan Calheiros. También tenía a su lado a Henrique Alves, presidente de la Cámara de Diputados, ambos del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), principal aliado del Partido del Trabajo (PT) en el gobierno. Y ambos acusados de corrupción.

Nada más simbólico que una presidenta asumiendo un nuevo mandato rodeada por políticos que, en lugar de mostrar una hoja de buenos servicios prestados al país, parecen ostentar un prontuario criminal como currículum, porque los dos tienen vastos antecedentes, y no precisamente honrosos, a lo largo de sus carreras.

En el último día de 2014 Dilma por fin anunció los 14 nombres que faltaban para completar su ministerio de exuberantes 39 carteras. Nombró a un experimentado y respetado embajador, Mauro Vieira, para Relaciones Exteriores, y confirmó a otros 13 que ya integraban su gobierno. A excepción de Mauro Vieira y de otros dos o tres integrantes, el gabinete de Dilma es un desfile de mediocridades. Y eso, para no mencionar algunos nombramientos que desafían cualquier análisis.

Por ejemplo: la cartera de deportes fue entregada a George Hilton, que sería absolutamente desconocido de no haber sido atrapado hace algunos años cargando, en efectivo, alrededor de 250 mil dólares. Se sospechó de dinero ilegal para campaña electoral. Hilton, autonombrado pastor de una de esas sectas evangélicas electrónicas que se multiplican como conejos en Brasil, aseguró que se trataba de donaciones de fieles. El dinero fue confiscado, él fue liberado y ahora se convirtió en ministro. Que no se pregunte qué vínculos tiene el abnegado transportador de donaciones con los temas de su nuevo empleo.

Otro desafío: Aldo Rabelo, que cuando fue parlamentario defendió, entre otras medidas inútiles, que se prohibiera el uso de palabras extranjeras en el país (para él decir shopping center es un pecado capital), ocupará el Ministerio de Ciencia y Tecnología, un sector que necesita fuerte respaldo en Brasil. Aparte del manejo de un celular, no se conoce ninguna otra cercanía de Rabelo con la tecnología. Y de ciencia, mejor no preguntar.

En el Ministerio de la Pesca, que nadie sabe exactamente para qué sirve, fue nombrado Helder Barbalho, hijo de Jader Barbalho, uno de los más notorios corruptos de Brasil. Quizá la corrupción no sea necesariamente un elemento genético hereditario, pero tener a ese apellido en un gobierno popular y comprometido con lo social suena a aberración.

Se puede honestamente asegurar que ese no es, desde luego, el gabinete soñado por Dilma Rousseff, sino el que resultó posible, gracias a una plaga letal llamada presidencialismo de coalición, el sistema que impera en Brasil. Son 32 partidos con representación parlamentaria. En su inmensa mayoría, siglas de alquiler, que en época de campaña canjean su tiempo de propaganda en la televisión para luego ser recompensadas por algún cargo o puesto.

Dilma, como todos los presidentes desde el retorno de la democracia, se ve obligada a navegar por aguas turbias y nada limpias. Pero a diferencia de sus dos antecesores, Fernando Henrique Cardoso y Lula da Silva, ella carece de habilidad y, principalmente, de paciencia para tratar con ese burdo y aburrido negocio llamado juego político. Un juego sucio, de trueque de intereses, y lo que determina quién será ministro casi nunca es la capacidad del nombrado, sino la capacidad de chantaje de su partido.

Ahora, al montar un gobierno que empieza mediocre, Dilma logró una hazaña: desagradó a su socio principal, el PMDB, a los sectores mayoritarios de su propio partido, el PT, y a su mentor y principal líder político brasileño, Lula da Silva.

En su segundo mandato ella enfrentará un Congreso desafiante, mucho más conservador que el anterior, y armó una alianza en la cual no puede confiar. La oposición, fortalecida por los resultados electorales, está decidida a transformar en infierno cada día del gobierno.

La más que urgente reforma política está en manos de los parlamentarios. O sea, no ocurrirá.

La interlocución con el PT, con la izquierda en general y principalmente con los movimientos sociales fuertes (como la Central Única de Trabajadores o el Movimiento de los Sin Tierra), fue mal articulada en su primera presidencia, y no hay señales de que mejore ahora.

Las medidas de ajuste fiscal anunciadas son el reverso de lo que ella defendió en su campaña electoral. Los analistas más serenos y realistas aseguran que no le quedaba otra. El PT y toda la izquierda hacen un visible esfuerzo para tragar esa medicina amarga.

Si a todo eso sumamos el muy preocupante cuadro económico, se hace muy difícil esperar buenos vientos en este año nuevo. A menos, claro, que se crea en los milagros. Pero la verdad es que últimamente los milagros, principalmente los de ese porte, son cada vez más raros por estas comarcas nuestras.

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