En su segundo mandato, Dilma enfrentará un Congreso desafiante, mucho
más conservador que el anterior, y armó una alianza en la cual no puede
confiar. La oposición, fortalecida por los resultados electorales, está
decidida a transformar en infierno cada día del gobierno.
Eric Nepomuceno / LA JORNADA
Dilma asumió su segundo mandato presidencial el pasado 1 de enero. |
Hay una imagen que es muy
significativa de lo que pasa en Brasil. El pasado jueves (1 de enero), al
asumir formalmente un nuevo periodo de cuatro años en la presidencia de la
mayor economía latinoamericana y una de las mayores del mundo, Dilma Rousseff
fue protocolarmente recibida por el presidente del Senado y del Congreso, Renan
Calheiros. También tenía a su lado a Henrique Alves, presidente de la Cámara de
Diputados, ambos del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB),
principal aliado del Partido del Trabajo (PT) en el gobierno. Y ambos acusados
de corrupción.
Nada más simbólico que
una presidenta asumiendo un nuevo mandato rodeada por políticos que, en lugar
de mostrar una hoja de buenos servicios prestados al país, parecen ostentar un
prontuario criminal como currículum, porque los dos tienen vastos antecedentes,
y no precisamente honrosos, a lo largo de sus carreras.
En el último día de 2014
Dilma por fin anunció los 14 nombres que faltaban para completar su ministerio
de exuberantes 39 carteras. Nombró a un experimentado y respetado embajador,
Mauro Vieira, para Relaciones Exteriores, y confirmó a otros 13 que ya
integraban su gobierno. A excepción de Mauro Vieira y de otros dos o tres
integrantes, el gabinete de Dilma es un desfile de mediocridades. Y eso, para
no mencionar algunos nombramientos que desafían cualquier análisis.
Por ejemplo: la cartera
de deportes fue entregada a George Hilton, que sería absolutamente desconocido
de no haber sido atrapado hace algunos años cargando, en efectivo, alrededor de
250 mil dólares. Se sospechó de dinero ilegal para campaña electoral. Hilton,
autonombrado pastor de una de esas sectas evangélicas electrónicas que se
multiplican como conejos en Brasil, aseguró que se trataba de donaciones de
fieles. El dinero fue confiscado, él fue liberado y ahora se convirtió en ministro.
Que no se pregunte qué vínculos tiene el abnegado transportador de donaciones
con los temas de su nuevo empleo.
Otro desafío: Aldo
Rabelo, que cuando fue parlamentario defendió, entre otras medidas inútiles,
que se prohibiera el uso de palabras extranjeras en el país (para él decir
shopping center es un pecado capital), ocupará el Ministerio de Ciencia y
Tecnología, un sector que necesita fuerte respaldo en Brasil. Aparte del manejo
de un celular, no se conoce ninguna otra cercanía de Rabelo con la tecnología.
Y de ciencia, mejor no preguntar.
En el Ministerio de la
Pesca, que nadie sabe exactamente para qué sirve, fue nombrado Helder Barbalho,
hijo de Jader Barbalho, uno de los más notorios corruptos de Brasil. Quizá la
corrupción no sea necesariamente un elemento genético hereditario, pero tener a
ese apellido en un gobierno popular y comprometido con lo social suena a
aberración.
Se puede honestamente
asegurar que ese no es, desde luego, el gabinete soñado por Dilma Rousseff,
sino el que resultó posible, gracias a una plaga letal llamada presidencialismo
de coalición, el sistema que impera en Brasil. Son 32 partidos con
representación parlamentaria. En su inmensa mayoría, siglas de alquiler, que en
época de campaña canjean su tiempo de propaganda en la televisión para luego
ser recompensadas por algún cargo o puesto.
Dilma, como todos los
presidentes desde el retorno de la democracia, se ve obligada a navegar por
aguas turbias y nada limpias. Pero a diferencia de sus dos antecesores,
Fernando Henrique Cardoso y Lula da Silva, ella carece de habilidad y,
principalmente, de paciencia para tratar con ese burdo y aburrido negocio
llamado juego político. Un juego sucio, de trueque de intereses, y lo que
determina quién será ministro casi nunca es la capacidad del nombrado, sino la
capacidad de chantaje de su partido.
Ahora, al montar un
gobierno que empieza mediocre, Dilma logró una hazaña: desagradó a su socio
principal, el PMDB, a los sectores mayoritarios de su propio partido, el PT, y
a su mentor y principal líder político brasileño, Lula da Silva.
En su segundo mandato
ella enfrentará un Congreso desafiante, mucho más conservador que el anterior,
y armó una alianza en la cual no puede confiar. La oposición, fortalecida por
los resultados electorales, está decidida a transformar en infierno cada día
del gobierno.
La más que urgente
reforma política está en manos de los parlamentarios. O sea, no ocurrirá.
La interlocución con el
PT, con la izquierda en general y principalmente con los movimientos sociales
fuertes (como la Central Única de Trabajadores o el Movimiento de los Sin
Tierra), fue mal articulada en su primera presidencia, y no hay señales de que
mejore ahora.
Las medidas de ajuste
fiscal anunciadas son el reverso de lo que ella defendió en su campaña
electoral. Los analistas más serenos y realistas aseguran que no le quedaba
otra. El PT y toda la izquierda hacen un visible esfuerzo para tragar esa
medicina amarga.
Si a todo eso sumamos el
muy preocupante cuadro económico, se hace muy difícil esperar buenos vientos en
este año nuevo. A menos, claro, que se crea en los milagros. Pero la verdad es
que últimamente los milagros, principalmente los de ese porte, son cada vez más
raros por estas comarcas nuestras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario