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jueves, 21 de mayo de 2015

Costa Rica: Literatura y poder

Una lectura descontextualizada induce al fundamentalismo. Al contrario, una lectura inteligente de textos del pasado promueve los valores en que se funda la libre convivencia de los ciudadanos y promueve su creatividad. Porque el arte debe cultivar la sensibilidad al mismo tiempo que agudiza la inteligencia.

Arnoldo Mora Rodríguez* / Especial para Con Nuestra América

En las últimas semanas el tema obligado de los medios periodísticos y políticos del país  ha sido la ininterrumpida serie de errores cometidos por los  jerarcas  del Ministerio de Cultura. Uno de esos errores ha sido  la negación por parte de la exministra Fonseca de apoyar la versión musical del cuento infantil Cocorí cediendo a la presión ejercida por dos parlamentarias afrodescendientes, una oficialista y la otra del mayor partido de oposición. No es la primera vez que el ya clásico cuento de Joaquín Gutiérrez  sufre una camuflada forma de censura por parte del Estado. Lo fue siendo presidente Abel Pacheco (2002-2006) a través del Ministerio de Educación.  Dichosamente en ambos casos la reacción crítica no se ha hecho esperar.  Considero, sin embargo, que no resulta superfluo insistir en la gravedad del caso por tratarse del ejercicio del poder cuya legitimidad constitucional se ve cercenada.

El Estado tiene dos funciones: la una promover los valores fundamentales sin los cuales a los ciudadanos se verían  negados en su condición de seres humanos. La otra es la de reprimir  todo aquello que, directa o indirectamente, atenta contra estos valores. Pero en ambos casos debe regirse por el principio básico del derecho público cual es el de ser considerado “materia odiosa”  porque todo poder, en el fondo, no es mas que el ejercicio de la violencia, sea ésta física, psicológica, económica o simbólica. Lo cual implica  que a los  tres poderes de la Nación solo les está permitido aquello que está explícitamente mencionado en la ley.

Que una obra, cualquiera que esta sea, pero sobre todo, tratándose de un clásico en su género, sea objeto de lecturas diversas, incluidas algunas críticas justificadas, es cosa normal. Pero de lo que aquí se trata no es tanto del autor o de su obra porque nadie, en su sano juicio,  sospecha que Joaquín  Gutiérrez fuera, al menos conscientemente,  propenso a los prejuicios de tinte racista, ni de que la obra en sí misma incurra en esa aberración ética. Al menos, tal no fue el caso en tiempos en que la obra vio la luz. Pero una obra solo es tal porque así la califican sus lectores. Una obra no es lo que el autor quiere o desea, sino  que son los lectores los que definen lo que es. El autor y su obra están fijos en el tiempo, constituyen un hecho histórico.  Una obra refleja el contexto socio-cultural en que fue creada y la subjetividad de su autor. Pero esto es igualmente válido para el lector.  La lectura es un acto tan creador como  la creación de la obra misma. Un lector recrea una obra. Pero la lectura varía con los años y los tiempos, con el contexto socio-cultural y las edades  emocionales y racionales del lector. Una obra dice cosas diferentes, no solo a lectores diferentes en el espacio y el tiempo, sino también a un mismo lector, según sea la edad que tenga y las circunstancias en que se realiza su lectura. Lo complejo del asunto radica allí: cómo compaginar ambos elementos igualmente legítimos, todo a la luz  de los derechos fundamentales que deben regir las decisiones tomadas por quienes poseen autoridad en un régimen político  que se precia de democrático.

A partir del filósofo sefardita Baruch Spinoza (+1676) solo se considera como ”democrático” aquel régimen político que promueve   realmente y no solo formalmente, las libertades públicas. Desde la promulgación del Código Civil (1806) la misión del Estado no es solo impartir justicia, sino promover la libertad. Para aplicar las exigencias de la justicia el Estado debe reprimir (Derecho Romano), pero para promover los valores en que se hace factible el ejercicio de la libertad, el Estado debe contribuir a crear aquellas condiciones que sean favorables para despertar la capacidad creadora de los ciudadanos; porque el fin de la libertad es crear valores y construir sensibilidades  a fin de que la vida humana merezca el calificativo de tal. Para lograr tales objetivos se requiere que el Estado sea policía en materia penal, pero educador en el ámbito  de la libertad y la creatividad. 

A la luz de estos principios, debemos juzgar la iniciativa de las diputadas y la decisión de la entonces Ministra de Cultura respecto de la versión musical de Cocorí. La decisión de Fonseca lesiona los derechos constitucionales porque constituye un abuso de autoridad. Pero el reclamo de las diputadas tiene sustento dada su traumática experiencia siendo niñas, experiencia que también es compartida por otros miembros de la comunidad afrodescendiente. Por lo que se impone, no el retirarle el apoyo del Estado a la obra sino contribuir a que, cuando se presente, sea seguida de un foro a fin de hacer conciencia entre los espectadores de los prejuicios raciales aun presentes en la conducta y opiniones de algunos sectores de la población. Con eso el Estado cumple su función de promover los valores estéticos de nuestra mejor literatura  y   la convivencia civilizada de los ciudadanos.

Lo dicho para Cocorí es válido para otros textos de literatura considerados clásicos, pues no pocos contienen aseveraciones que lesionan la sensibilidad de grupos ( indios, negros, chinos, heterodoxos religiosos o ideológicos) que en tiempos en que se escribió la obra eran objeto de discriminación. Eso se da incluso  en textos de la Biblia. Una lectura descontextualizada induce al fundamentalismo. Al contrario, una lectura inteligente de textos del pasado promueve los valores en que se funda la libre convivencia de los ciudadanos y promueve su creatividad. Porque el arte debe cultivar la sensibilidad al mismo tiempo que agudiza la inteligencia.

*Filósofo costarricense, ex Ministro de Cultura y miembro de la Academia Costarricense de la Lengua.

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