Una lectura
descontextualizada induce al fundamentalismo. Al contrario, una lectura
inteligente de textos del pasado promueve los valores en que se funda la libre
convivencia de los ciudadanos y promueve su creatividad. Porque el arte debe
cultivar la sensibilidad al mismo tiempo que agudiza la inteligencia.
Arnoldo Mora Rodríguez* / Especial para Con
Nuestra América
En las
últimas semanas el tema obligado de los medios periodísticos y políticos del
país ha sido la ininterrumpida serie de
errores cometidos por los jerarcas del Ministerio de Cultura. Uno de esos
errores ha sido la negación por parte de
la exministra Fonseca de apoyar la versión musical del cuento infantil Cocorí
cediendo a la presión ejercida por dos parlamentarias afrodescendientes, una
oficialista y la otra del mayor partido de oposición. No es la primera vez que
el ya clásico cuento de Joaquín Gutiérrez
sufre una camuflada forma de censura por parte del Estado. Lo fue siendo
presidente Abel Pacheco (2002-2006) a través del Ministerio de Educación. Dichosamente en ambos casos la reacción
crítica no se ha hecho esperar.
Considero, sin embargo, que no resulta superfluo insistir en la gravedad
del caso por tratarse del ejercicio del poder cuya legitimidad constitucional
se ve cercenada.
El Estado
tiene dos funciones: la una promover los valores fundamentales sin los cuales a
los ciudadanos se verían negados en su
condición de seres humanos. La otra
es la de reprimir todo aquello que,
directa o indirectamente, atenta contra estos valores. Pero en ambos casos debe
regirse por el principio básico del derecho público cual es el de ser
considerado “materia odiosa” porque todo
poder, en el fondo, no es mas que el ejercicio de la violencia, sea ésta
física, psicológica, económica o simbólica. Lo cual implica que a los
tres poderes de la Nación solo les está permitido aquello que está
explícitamente mencionado en la ley.
Que una
obra, cualquiera que esta sea, pero sobre todo, tratándose de un clásico en su género, sea objeto de
lecturas diversas, incluidas algunas críticas justificadas, es cosa normal.
Pero de lo que aquí se trata no es tanto del autor o de su obra porque nadie,
en su sano juicio, sospecha que
Joaquín Gutiérrez fuera, al menos
conscientemente, propenso a los
prejuicios de tinte racista, ni de que la obra en sí misma incurra en esa
aberración ética. Al menos, tal no fue el caso en tiempos en que la obra vio la
luz. Pero una obra solo es tal porque así la califican sus lectores. Una obra
no es lo que el autor quiere o desea, sino
que son los lectores los que definen lo que es. El autor y su obra están
fijos en el tiempo, constituyen un hecho histórico. Una obra refleja el contexto socio-cultural
en que fue creada y la subjetividad de su autor. Pero esto es igualmente válido
para el lector. La lectura es un acto
tan creador como la creación de la obra
misma. Un lector recrea una obra. Pero la lectura varía con los años y los tiempos,
con el contexto socio-cultural y las edades
emocionales y racionales del lector. Una obra dice cosas diferentes, no
solo a lectores diferentes en el espacio y el tiempo, sino también a un mismo
lector, según sea la edad que tenga y las circunstancias en que se realiza su
lectura. Lo complejo del asunto radica allí: cómo compaginar ambos elementos
igualmente legítimos, todo a la luz de
los derechos fundamentales que deben regir las decisiones tomadas por quienes
poseen autoridad en un régimen político
que se precia de democrático.
A partir
del filósofo sefardita Baruch Spinoza (+1676) solo se considera como
”democrático” aquel régimen político que promueve realmente y no solo formalmente, las
libertades públicas. Desde la promulgación del Código Civil (1806) la misión
del Estado no es solo impartir justicia, sino promover la libertad. Para
aplicar las exigencias de la justicia el Estado debe reprimir (Derecho Romano),
pero para promover los valores en que se hace factible el ejercicio de la libertad,
el Estado debe contribuir a crear aquellas condiciones que sean favorables para
despertar la capacidad creadora de los ciudadanos; porque el fin de la libertad
es crear valores y construir sensibilidades
a fin de que la vida humana merezca el calificativo de tal. Para lograr
tales objetivos se requiere que el Estado sea policía en materia penal, pero
educador en el ámbito de la libertad y
la creatividad.
A la luz de
estos principios, debemos juzgar la iniciativa de las diputadas y la decisión
de la entonces Ministra de Cultura respecto de la versión musical de Cocorí. La
decisión de Fonseca lesiona los derechos constitucionales porque constituye un
abuso de autoridad. Pero el reclamo de las diputadas tiene sustento dada su
traumática experiencia siendo niñas, experiencia que también es compartida por
otros miembros de la comunidad afrodescendiente. Por lo que se impone, no el
retirarle el apoyo del Estado a la obra sino contribuir a que, cuando se
presente, sea seguida de un foro a fin de hacer conciencia entre los
espectadores de los prejuicios raciales aun presentes en la conducta y
opiniones de algunos sectores de la población. Con eso el Estado cumple su
función de promover los valores estéticos de nuestra mejor literatura y la
convivencia civilizada de los ciudadanos.
Lo dicho
para Cocorí es válido para otros textos de literatura considerados clásicos,
pues no pocos contienen aseveraciones que lesionan la sensibilidad de grupos (
indios, negros, chinos, heterodoxos religiosos o ideológicos) que en tiempos en
que se escribió la obra eran objeto de discriminación. Eso se da incluso en textos de la Biblia. Una lectura
descontextualizada induce al fundamentalismo. Al contrario, una lectura
inteligente de textos del pasado promueve los valores en que se funda la libre
convivencia de los ciudadanos y promueve su creatividad. Porque el arte debe
cultivar la sensibilidad al mismo tiempo que agudiza la inteligencia.
*Filósofo
costarricense, ex Ministro de Cultura y miembro de la Academia Costarricense de
la Lengua.
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