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sábado, 11 de julio de 2015

Colombia: Un llamado a la mesa de La Habana

Es más fácil comenzar una guerra que terminarla. Si algo sabemos en Colombia es que una guerra de cinco décadas deja demasiadas heridas y desconfianzas, y no parece realista terminarla en unos cuantos meses.

William Ospina / El Espectador (Colombia)

A pesar de la pregonada voluntad de paz de las partes, advertimos que los esfuerzos por poner fin al conflicto cada vez se enredan más en una maraña de errores y desacuerdos que podrían prolongar indefinidamente el sufrimiento de millones de seres humanos. Es deber de todo el que quiera realmente la paz no sólo exhortar a las partes a persistir en su voluntad de entendimiento, sino llamarlas a obrar cambios decisivos en la lógica y en la dinámica de la negociación, para sacarla del punto muerto en que se encuentra, y que amenaza con extenuarla ante el escepticismo de la ciudadanía.

El diálogo es un hecho político y exige de ambas partes decisiones políticas inmediatas. El cese al fuego bilateral no sólo es un camino: sería un alivio para todos los que padecen el horror de un conflicto que no puede seguir. El Gobierno dirá que ese alto al fuego expone a la negociación a todos los avatares de la guerra no resuelta, pero si es verdad que los diálogos han avanzado considerablemente, ¿por qué no asumir que ese alto al fuego también podría oxigenar el proceso, devolverle al país la confianza en los negociadores y en la paz misma?

Un error de este diálogo ha sido la falta de un esfuerzo de las partes por legitimarse recíprocamente. Creer que la reconciliación sólo llegará con la firma del acuerdo es olvidar que la firma del acuerdo debe ser ya una consecuencia de la reconciliación.

Permitir que el proceso se hunda en un interminable debate jurídico pone el énfasis indebidamente en quién fue el responsable de la guerra, cuando unas decisiones audaces pondrían el énfasis en quién es el principal propiciador de la paz. Ya habrá tiempo para discusiones académicas, históricas y jurídicas; lo que premiará el país es algo más que la voluntad de paz: son los hechos de paz, y el primero de ellos debe ser el voluntario silencio de las armas.

No se puede dejar para más tarde la convocatoria al país entero para que sea el agente inmediato de la aplicación de los acuerdos. Hay que pacificar las veredas, las barriadas, el espíritu de los ciudadanos, pero lo primero que hay que pacificar es la mesa de La Habana, donde los interlocutores se siguen tratando como enemigos. ¿Será mucho pedir que, al tiempo que se detiene el combate, en La Habana las partes hagan declaraciones conjuntas, se traten con cordialidad, se miren como conciudadanos? ¿Será demasiado pedir que su trato desde el comienzo se parezca al que queremos de todos los colombianos para el futuro?

Siempre he dicho que la oposición debe formar parte de la negociación. Sin embargo, es el gobierno en ejercicio el que puede tomar las grandes decisiones. Si de verdad cree que la paz es posible, tendría que dar pasos audaces e incluso riesgosos: lograr que la guerra desaparezca como argumento posible del debate electoral. En esta hora extrema debe lograr que la guerra no pueda volver a ser un llamado a la ciudadanía.

En una paz verdadera, todos deben obtener algo. La guerrilla debe obtener su reintegración al orden social, y un lugar digno en la reconstrucción del país. El Gobierno debe obtener reconocimiento por parte de la insurgencia. La oposición debe obtener un lugar en el debate sobre el futuro y la paz. Pero la paz no se medirá por lo que cada uno de los bandos obtenga para sí, sino por lo que a través del diálogo se obtenga para la comunidad, y sobre todo para los más vulnerables.

Nada necesita tanto Colombia como un Estado responsable y con renovada legitimidad. Y allí está tal vez el obstáculo mayor de todo este proceso: la discordia entre sectores de la dirigencia es el clima menos propicio para la renovación del país, nos recuerda demasiado la polarización de las élites que estuvo en el origen de todas las violencias colombianas. Sería verdadera reparación para el país que se diera un pacto de caballeros entre esos sectores de la dirigencia que hoy han convertido la paz en su manzana de la discordia.

Pero ya es evidente que la dirigencia sola no podrá conseguir la paz prometida. Es necesaria la presencia de la sociedad a la que quieren reducir a la condición de testigo pasivo, de dócil aprobador de los acuerdos. Es urgente la conformación de un movimiento ciudadano de convergencia que reciba en la legalidad a los guerreros desmovilizados y los proteja de toda retaliación violenta. Un movimiento cívico cuyos miembros procedan de todos los partidos y de la comunidad: gremios, empresarios, trabajadores, intelectuales, artistas, voceros de todos los sectores sociales y de la población emigrada.

Que nadie sienta la paz como una cosa ajena. Si alguien quiere salvar este proceso, los diálogos de La Habana deben ser el más importante pero no el único escenario de la construcción de la paz. Hay que lograr que el debate sobre las responsabilidades de la guerra sea uno de los hechos de la paz que comienza; que la atención y reparación de las víctimas no forme parte de las tensiones de la negociación sino de las primeras dinámicas de la paz.

La encíclica Laudato si del papa Francisco debería ser asumida ya como compromiso de paz por la mesa de La Habana, y por todos los partidos, no por su origen religioso sino por su extraordinaria pertinencia y por el valor moral que representa, en momentos en que en todo el mundo el debate debe girar en torno al futuro de la especie y del planeta.

Es evidente que no sólo necesitamos la paz: necesitamos un país nuevo. Necesitamos perdonarnos todos por nuestras acciones y nuestras omisiones, pero ninguna reparación será tan contundente como sabernos parte de la reconciliación.

Ya habrá todo un futuro para rivalizar en democracia sobre las mejores soluciones para el país; un futuro en que se demuestre quién está pensando en todos y quién piensa sólo en sí mismo. Que todos seamos tan colombianos frente a la paz como lo somos frente a esta naturaleza excepcional, o a la originalidad de nuestra cultura. Es hora de darle al mundo un ejemplo de modernidad y de compromiso con los desafíos de la civilización.

Decisiones de unos días pueden merecer la gratitud de los siglos.

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