Es
más fácil comenzar una guerra que terminarla. Si algo sabemos en Colombia es
que una guerra de cinco décadas deja demasiadas heridas y desconfianzas, y no
parece realista terminarla en unos cuantos meses.
William Ospina / El Espectador
(Colombia)
A
pesar de la pregonada voluntad de paz de las partes, advertimos que los
esfuerzos por poner fin al conflicto cada vez se enredan más en una maraña de
errores y desacuerdos que podrían prolongar indefinidamente el sufrimiento de
millones de seres humanos. Es deber de todo el que quiera realmente la paz no
sólo exhortar a las partes a persistir en su voluntad de entendimiento, sino
llamarlas a obrar cambios decisivos en la lógica y en la dinámica de la
negociación, para sacarla del punto muerto en que se encuentra, y que amenaza
con extenuarla ante el escepticismo de la ciudadanía.
El
diálogo es un hecho político y exige de ambas partes decisiones políticas
inmediatas. El cese al fuego bilateral no sólo es un camino: sería un alivio
para todos los que padecen el horror de un conflicto que no puede seguir. El
Gobierno dirá que ese alto al fuego expone a la negociación a todos los
avatares de la guerra no resuelta, pero si es verdad que los diálogos han
avanzado considerablemente, ¿por qué no asumir que ese alto al fuego también
podría oxigenar el proceso, devolverle al país la confianza en los negociadores
y en la paz misma?
Un
error de este diálogo ha sido la falta de un esfuerzo de las partes por
legitimarse recíprocamente. Creer que la reconciliación sólo llegará con la
firma del acuerdo es olvidar que la firma del acuerdo debe ser ya una
consecuencia de la reconciliación.
Permitir
que el proceso se hunda en un interminable debate jurídico pone el énfasis
indebidamente en quién fue el responsable de la guerra, cuando unas decisiones
audaces pondrían el énfasis en quién es el principal propiciador de la paz. Ya
habrá tiempo para discusiones académicas, históricas y jurídicas; lo que
premiará el país es algo más que la voluntad de paz: son los hechos de paz, y
el primero de ellos debe ser el voluntario silencio de las armas.
No
se puede dejar para más tarde la convocatoria al país entero para que sea el
agente inmediato de la aplicación de los acuerdos. Hay que pacificar las
veredas, las barriadas, el espíritu de los ciudadanos, pero lo primero que hay
que pacificar es la mesa de La Habana, donde los interlocutores se siguen
tratando como enemigos. ¿Será mucho pedir que, al tiempo que se detiene el
combate, en La Habana las partes hagan declaraciones conjuntas, se traten con
cordialidad, se miren como conciudadanos? ¿Será demasiado pedir que su trato
desde el comienzo se parezca al que queremos de todos los colombianos para el
futuro?
Siempre
he dicho que la oposición debe formar parte de la negociación. Sin embargo, es
el gobierno en ejercicio el que puede tomar las grandes decisiones. Si de
verdad cree que la paz es posible, tendría que dar pasos audaces e incluso
riesgosos: lograr que la guerra desaparezca como argumento posible del debate
electoral. En esta hora extrema debe lograr que la guerra no pueda volver a ser
un llamado a la ciudadanía.
En
una paz verdadera, todos deben obtener algo. La guerrilla debe obtener su
reintegración al orden social, y un lugar digno en la reconstrucción del país.
El Gobierno debe obtener reconocimiento por parte de la insurgencia. La
oposición debe obtener un lugar en el debate sobre el futuro y la paz. Pero la
paz no se medirá por lo que cada uno de los bandos obtenga para sí, sino por lo
que a través del diálogo se obtenga para la comunidad, y sobre todo para los
más vulnerables.
Nada
necesita tanto Colombia como un Estado responsable y con renovada legitimidad.
Y allí está tal vez el obstáculo mayor de todo este proceso: la discordia entre
sectores de la dirigencia es el clima menos propicio para la renovación del
país, nos recuerda demasiado la polarización de las élites que estuvo en el
origen de todas las violencias colombianas. Sería verdadera reparación para el
país que se diera un pacto de caballeros entre esos sectores de la dirigencia
que hoy han convertido la paz en su manzana de la discordia.
Pero
ya es evidente que la dirigencia sola no podrá conseguir la paz prometida. Es
necesaria la presencia de la sociedad a la que quieren reducir a la condición
de testigo pasivo, de dócil aprobador de los acuerdos. Es urgente la
conformación de un movimiento ciudadano de convergencia que reciba en la
legalidad a los guerreros desmovilizados y los proteja de toda retaliación
violenta. Un movimiento cívico cuyos miembros procedan de todos los partidos y
de la comunidad: gremios, empresarios, trabajadores, intelectuales, artistas,
voceros de todos los sectores sociales y de la población emigrada.
Que
nadie sienta la paz como una cosa ajena. Si alguien quiere salvar este proceso,
los diálogos de La Habana deben ser el más importante pero no el único
escenario de la construcción de la paz. Hay que lograr que el debate sobre las
responsabilidades de la guerra sea uno de los hechos de la paz que comienza;
que la atención y reparación de las víctimas no forme parte de las tensiones de
la negociación sino de las primeras dinámicas de la paz.
La
encíclica Laudato si del papa Francisco debería ser asumida ya como compromiso
de paz por la mesa de La Habana, y por todos los partidos, no por su origen
religioso sino por su extraordinaria pertinencia y por el valor moral que
representa, en momentos en que en todo el mundo el debate debe girar en torno
al futuro de la especie y del planeta.
Es
evidente que no sólo necesitamos la paz: necesitamos un país nuevo. Necesitamos
perdonarnos todos por nuestras acciones y nuestras omisiones, pero ninguna
reparación será tan contundente como sabernos parte de la reconciliación.
Ya
habrá todo un futuro para rivalizar en democracia sobre las mejores soluciones
para el país; un futuro en que se demuestre quién está pensando en todos y
quién piensa sólo en sí mismo. Que todos seamos tan colombianos frente a la paz
como lo somos frente a esta naturaleza excepcional, o a la originalidad de
nuestra cultura. Es hora de darle al mundo un ejemplo de modernidad y de compromiso
con los desafíos de la civilización.
Decisiones
de unos días pueden merecer la gratitud de los siglos.
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