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sábado, 19 de diciembre de 2015

Nuestra América: de qué al cómo

Entre nosotros no hay batalla entre la civilización liberal y la barbarie populista, sino entre la falsa erudición de los ideólogos a salario de nuestras oligarquías, y la naturaleza verdadera de nuestros pueblos y su historia.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Las elecciones recientes en Argentina y Venezuela no plantearon una opción que fuera más allá del capitalismo, sino otra entre dos maneras de administrarlo: la liberal populista y la neoliberal oligárquica. En América Latina la primera es progresista en la medida en que implica una ampliación de derechos y la creación de nuevas posibilidades de organización y desarrollo para los sectores populares, al tiempo que contribuye a vincular la soberanía nacional con la popular. La segunda, en cambio, es reaccionaria, en la medida en que procura de la manera más enérgica la desmovilización y la desorganización de los sectores populares, y la erosión de sus derechos, al tiempo que identifica lo nacional con los intereses de los sectores dominantes. De este modo, incluso dentro de los límites del desarrollo del capitalismo, el contraste entre ambas opciones no puede ser ni más evidente, en cuanto una crea y la otra destruye posibilidades y capacidades para ir más allá de esos límites.

Todo esto, además, opera dentro de una circunstancia histórica sumamente compleja, que no se agota en el mero recuento de experiencias anteriores. Nos referimos, por supuesto, a la bancarrota económica, moral, cultural, política y ambiental del ordenamiento liberal del sistema mundial dominante entre 1945 y 1990. Se trata de una circunstancia de crisis en el más rico sentido del término, cuando los de abajo ya no quieren seguir donde están, y los de arriba ya no pueden mantenerlos allí.

Esto ayuda a entender el desencanto y la desazón que sus propias victorias electorales han producido en las filas de la reacción a primera vista triunfante. En Argentina ganó por escaso margen la peor opción para los sectores populares, pero el resultado no ha sido ni el Apocalipsis pronosticado por la izquierda izquierdista, ni la Restauración triunfal de los buenos tiempos pasados que proclama la derecha derechista. La situación no permite tampoco asumir que porque hubo una derrota aquí habrá otra allá, y otra más acullá, y que de todo ello resultará un retorno en plenitud a la situación de la década de los 90, pero peor. Estos son razonamientos de la desesperación que resulta de asumir como válidas las premisas sobre las cuales construye su propaganda el adversario. Tal el caso de Venezuela, donde las voces más desesperadas no provienen del chavismo derrotado en los comicios de diciembre, sino de la extrema derecha del conglomerado de opositores que resultó triunfador.

Ni en un caso, ni en el otro, ha habido -ni habrá-, primaveras de colores. Nuestra América, en efecto, no está integrada por dictaduras norafricanas, sino por repúblicas de segunda generación -las primeras fueron la norteamericana y la francesa-, con una larga, larguísima experiencia política que se remonta al menos a la década de 1850, que han madurado por la ruta del serrucho: hacia adelante y hacia atrás, pero cortando siempre. Y cabría agregar otros elementos, como el profundo deterioro político y moral de la cultura oligárquica, dependiente hoy de operadores intelectuales asalariados, cuyos mejores esfuerzos producen figuras de opereta con dentaduras resplandecientes en estado de perpetuo figurín.

Eso no resta al hecho de que el populismo liberal no puede ir por sí mismo -ni le interese hacerlo- más allá de sustituir al neoliberalismo en la administración de los bienes públicos. En este sentido, se ve constreñido a una política de alternancia en el poder, como la ocurrida en Chile, que bien podría repetirse en Argentina y aun en Venezuela, según se asienten los resultados de sus respectivos comicios. Con ello, el populismo liberal, librado a sí mismo, termina por convertirse en el mal menor, primero y, después, en uno de los obstáculos para avanzar hacia un bien mayor, que no cabe imaginar dentro del orden general que conocemos.

Ese bien mayor es el que está por definir con mayor riqueza. Bolivia, y quizás Ecuador, son los referentes más maduros para esta construcción de un programa post-liberal. Generalizar esas experiencias, traducirlas a circunstancias distintas de las de su origen, demanda una visión martiana y mariateguista en su raíz, activamente capaz de ir mucho más allá de los límites de su tiempo en sus propósitos y su organización para alcanzarlos. Pero esto demanda asumir activamente el hecho de que entre nosotros no hay batalla entre la civilización liberal y la barbarie populista, sino entre la falsa erudición de los ideólogos a salario de nuestras oligarquías, y la naturaleza verdadera de nuestros pueblos y su historia.

El adversario oligárquico carece de propuestas que puedan ser presentadas en público en lo que son. Abunda, en cambio, en armas de distracción masiva, que emplea a mansalva para propósitos que Martí describió con claridad extraordinaria en relación a las batallas decisivas de su tiempo:

“A un plan”, dijo en 1892, “obedece nuestro enemigo: el de enconarnos, dispersarnos, dividirnos, ahogarnos. Por eso obedecemos nosotros a otro plan: enseñarnos en toda nuestra altura, apretarnos, juntarnos, burlarlo, hacer por fin a nuestra patria libre. Plan contra plan. Sin plan de resistencia no se puede vencer un plan de ataque.”[1]

Para nosotros, la política ya no puede ser el arte de lo posible. Tiene que ser, ahora, el arte de crear las condiciones que hagan posible lo que ya emerge como necesario en las luchas de nuestra gente, y en la descomposición del mundo que nos rodea. Tal el qué. Que los reveses del 2015 abran camino a la discusión del cómo.




[1] Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. II, 15: “Adelante, juntos”.[Patria, Nueva York, 11 de junio de 1892]

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