Entre nosotros no hay batalla entre la
civilización liberal y la barbarie populista, sino entre la falsa erudición de
los ideólogos a salario de nuestras oligarquías, y la naturaleza verdadera de
nuestros pueblos y su historia.
Guillermo Castro H.
/ Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
Las elecciones recientes en Argentina y
Venezuela no plantearon una opción que fuera más allá del capitalismo, sino
otra entre dos maneras de administrarlo: la liberal populista y la neoliberal
oligárquica. En América Latina la primera es progresista en la medida en que
implica una ampliación de derechos y la creación de nuevas posibilidades de
organización y desarrollo para los sectores populares, al tiempo que contribuye
a vincular la soberanía nacional con la popular. La segunda, en cambio, es
reaccionaria, en la medida en que procura de la manera más enérgica la
desmovilización y la desorganización de los sectores populares, y la erosión de
sus derechos, al tiempo que identifica lo nacional con los intereses de los
sectores dominantes. De este modo, incluso dentro de los límites del desarrollo
del capitalismo, el contraste entre ambas opciones no puede ser ni más
evidente, en cuanto una crea y la otra destruye posibilidades y capacidades
para ir más allá de esos límites.
Todo esto, además, opera dentro de una
circunstancia histórica sumamente compleja, que no se agota en el mero recuento
de experiencias anteriores. Nos referimos, por supuesto, a la bancarrota
económica, moral, cultural, política y ambiental del ordenamiento liberal del
sistema mundial dominante entre 1945 y 1990. Se trata de una circunstancia de
crisis en el más rico sentido del término, cuando los de abajo ya no quieren
seguir donde están, y los de arriba ya no pueden mantenerlos allí.
Esto ayuda a entender el desencanto y la
desazón que sus propias victorias electorales han producido en las filas de la
reacción a primera vista triunfante. En Argentina ganó por escaso margen la
peor opción para los sectores populares, pero el resultado no ha sido ni el
Apocalipsis pronosticado por la izquierda izquierdista, ni la Restauración
triunfal de los buenos tiempos pasados que proclama la derecha derechista. La
situación no permite tampoco asumir que porque hubo una derrota aquí habrá otra
allá, y otra más acullá, y que de todo ello resultará un retorno en plenitud a
la situación de la década de los 90, pero peor. Estos son razonamientos de la
desesperación que resulta de asumir como válidas las premisas sobre las cuales
construye su propaganda el adversario. Tal el caso de Venezuela, donde las
voces más desesperadas no provienen del chavismo derrotado en los comicios de
diciembre, sino de la extrema derecha del conglomerado de opositores que
resultó triunfador.
Ni en un caso, ni en el otro, ha habido
-ni habrá-, primaveras de colores. Nuestra América, en efecto, no está
integrada por dictaduras norafricanas, sino por repúblicas de segunda
generación -las primeras fueron la norteamericana y la francesa-, con una
larga, larguísima experiencia política que se remonta al menos a la década de
1850, que han madurado por la ruta del serrucho: hacia adelante y hacia atrás,
pero cortando siempre. Y cabría agregar otros elementos, como el profundo
deterioro político y moral de la cultura oligárquica, dependiente hoy de
operadores intelectuales asalariados, cuyos mejores esfuerzos producen figuras
de opereta con dentaduras resplandecientes en estado de perpetuo figurín.
Eso no resta al hecho de que el
populismo liberal no puede ir por sí mismo -ni le interese hacerlo- más allá de
sustituir al neoliberalismo en la administración de los bienes públicos. En este
sentido, se ve constreñido a una política de alternancia en el poder, como la
ocurrida en Chile, que bien podría repetirse en Argentina y aun en Venezuela,
según se asienten los resultados de sus respectivos comicios. Con ello, el
populismo liberal, librado a sí mismo, termina por convertirse en el mal menor,
primero y, después, en uno de los obstáculos para avanzar hacia un bien mayor,
que no cabe imaginar dentro del orden general que conocemos.
Ese bien mayor es el que está por
definir con mayor riqueza. Bolivia, y quizás Ecuador, son los referentes más
maduros para esta construcción de un programa post-liberal. Generalizar esas
experiencias, traducirlas a circunstancias distintas de las de su origen,
demanda una visión martiana y mariateguista en su raíz, activamente capaz de ir
mucho más allá de los límites de su tiempo en sus propósitos y su organización
para alcanzarlos. Pero esto demanda asumir activamente el hecho de que entre
nosotros no hay batalla entre la civilización liberal y la barbarie populista,
sino entre la falsa erudición de los ideólogos a salario de nuestras
oligarquías, y la naturaleza verdadera de nuestros pueblos y su historia.
El adversario oligárquico carece de propuestas que
puedan ser presentadas en público en lo que son. Abunda, en cambio, en armas de
distracción masiva, que emplea a mansalva para
propósitos que Martí describió con claridad extraordinaria en relación a las
batallas decisivas de su tiempo:
“A un plan”, dijo en 1892, “obedece nuestro enemigo:
el de enconarnos, dispersarnos, dividirnos, ahogarnos. Por eso obedecemos
nosotros a otro plan: enseñarnos en toda nuestra altura, apretarnos, juntarnos,
burlarlo, hacer por fin a nuestra patria libre. Plan contra plan. Sin plan de
resistencia no se puede vencer un plan de ataque.”[1]
Para nosotros, la política ya no puede
ser el arte de lo posible. Tiene que ser, ahora, el arte de crear las
condiciones que hagan posible lo que ya emerge como necesario en las luchas de
nuestra gente, y en la descomposición del mundo que nos rodea. Tal el qué. Que
los reveses del 2015 abran camino a la discusión del cómo.
[1] Obras Completas.
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. II, 15: “Adelante, juntos”.[Patria, Nueva York, 11 de junio de 1892]
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