Es evidente que cierta
juventud (la que no tiene oportunidades, la excluida, la que se encuentra en
los grandes asentamientos urbanos pobres –que, dicho sea de paso, alberga a una
cuarte parte de la población urbana de Latinoamérica–) constituye un “peligro”
para la lógica de las élites dominantes.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
El 80% no se mete. Hay jóvenes
invisibles, son la mayoría: viven escondidos para evitarse problemas.
Joven de una barriada pobre de Guatemala
En el que ahora parece
muy lejano año 1972 –lejano no tanto por la distancia cronológica sino por otro
tipo de lejanía– decía el en ese entonces presidente de Chile socialista, Salvador
Allende, que “ser joven y no ser
revolucionario es una contradicción hasta biológica”.
Hoy, casi cuatro
décadas después y habiendo corrido mucha –¿quizá demasiada?– agua bajo el
puente, esa afirmación parece fuera de contexto. ¿Se equivocaba Allende en
aquel momento? ¿Cambiaron mucho las cosas en general? ¿Cambió la juventud en
particular? Y si cambió, ¿por qué se dio ese fenómeno?
Por lo pronto, hablar
de “la” juventud es un imposible. De hecho, “juventud” es una construcción
socio-cultural, por tanto sujeta a los vaivenes de los juegos de fuerza de la
historia, de los entrecruzamientos de poderes, cambiante, dinámica. Como
mínimo, habría que hablar de distintos modelos de juventud, situándolos
explícitamente: ¿juventud urbana, rural, de clase alta, pobre, marginalizada,
varones, mujeres, estudiante, trabajadora, desocupada? ¿Juventud que emigra a
los Estados Unidos? ¿Juventud rural emigrada a la ciudad viviendo en zonas
precarias y marginales? ¿Juventud que practica golf y piensa en su doctorado en
Harvard? El rompecabezas en cuestión es complejo. ¿De qué “juventud” hablamos?
Para muchos –en las áreas rurales fundamentalmente– a los 30 años ya se es un
adulto consumado, con hijos, quizá con nietos, mientras que en ciertas capas
urbanas –minoritarias por cierto– a esa edad, siguiendo patrones del Norte del
mundo, aún se vive lo que podríamos llamar “adolescencia tardía”, sin trabajar,
disfrutando aún la condición de estudiante y el dulce pasar que trae la falta
de carga familiar. En toda Latinoamérica este rompecabezas adquiere mayor
complejidad aún si consideramos el tema étnico: ¿juventud indígena?, ¿juventud
no-indígena? Más allá de la edad, no hay muchos elementos en común entre tantas
y tan diversas realidades.
Las sociedades
latinoamericanas en general tienen un perfil especialmente joven. O “joven”, al
menos, para los parámetros que imponen las visiones dominantes, que no son las
nacidas en estas latitudes precisamente. Es algo así como la noción de belleza:
se es “bello” o “bella” siguiendo esquemas eurocéntricos; el hueso que
atraviesa la nariz, el poncho o los ojos color castaño no gozan de la mejor
reputación en este ámbito, y la belleza va de la mano del modelo de
“conquistador blanco”. Dicho de otro modo: el esclavo piensa y reproduce la cabeza
del amo. ¿Por qué es atractivo para los “morenitos” del Sur teñirse el cabello
de rubio? La ideología dominante es la ideología de la clase dominante, sin
dudas.
A partir de esa
cosmovisión hegemónica que concibe expectativas de vida superiores a, por lo
menos, 60 años, puede decirse que las categorías niñez, adolescencia y juventud
comprenden, sumadas, más de la mitad de la población total de la región
latinoamericana. Es decir: son colectivos jóvenes, con tasas de natalidad muy
altas. A diferencia, por ejemplo, de Europa –donde la población envejece sin
recambio generacional– en América Latina, con índices de crecimiento
demográfico elevados, la población total se viene duplicando a gran velocidad
en estas últimas décadas, lo que hace que el grupo etáreo menor de 30 años
crezca muy rápidamente. Y justamente ahí, en ese gran segmento, se encuentran
problemas crónicos que no están recibiendo las respuestas adecuadas.
Las poblaciones jóvenes
de las mega-ciudades que cada vez se expanden más en la región (donde se
encuentran algunas de las urbes más grandes del mundo, con alrededor de 20
millones de habitantes, y que siguen recibiendo sin parar inmigrantes internos
que huyen de la pobreza crónica del campo), por una compleja sumatoria de
factores, en vez de verse como el “futuro” del país, en muy buena medida esos
grupos poblaciones constituyen un “problema”. Problema, claro está, para el
discurso dominante. ¿Por qué problema? Porque los modelos de desarrollo
económico-social vigentes no pueden dar salida a ese enorme colectivo, y lo que
debería ser una promesa hacia el porvenir, una “semilla de esperanza” –para
decirlo en clave de político en campaña proselitista– en muy buena medida es
una carga, un trastorno para la lógica del poder que no encuentra salida digna
para tanta gente.
Por
lo pronto vemos que no hay “una” juventud, sino situaciones diversas, con
proyectos disímiles, antagónicos en muchos casos. Pero hay un común
denominador: en ningún caso está presente esta figura que evocaba Salvador
Allende. La vocación revolucionaria de la juventud parece haberse extinguido;
o, al menos, está muy adormecida. ¿Qué pasó? ¿Tanto se equivocaba el presidente
chileno, o tanto han cambiado las circunstancias?
Según
puede leerse en un análisis de situación sobre la realidad de los países
centroamericanos –extensible a otros de Sudamérica también– formulado por una
de las tantas agencias de cooperación que trabajan la problemática juvenil (en
este caso, la estadounidense USAID), “la
falta de oportunidades de educación, capacitación y empleo limita severamente
las opciones de los jóvenes y la mayoría se ven obligados a ser trabajadores no
calificados antes de los 15 años. Esto es particularmente grave entre los
jóvenes del área rural. Desesperados, muchos de ellos emigran a las ciudades y
otros países en busca de trabajo y un número cada vez mayor cae en el “dinero
fácil” provisto por el crimen organizado y las pandillas juveniles”.
Es evidente que para la
visión dominante hoy día la juventud, o buena parte de ella al menos, ha pasado
a ser un “problema”; de esa cuenta, rápidamente puede “caer en el dinero
fácil”, en los circuitos de la criminalidad, en la marginalidad peligrosa. En
ese sentido, es siempre un peligro en ciernes. Sin negar que estas conductas
delincuenciales en verdad sucedan, desde esa óptica de cooperación a que nos
referimos, “juventud” –al menos una parte de la juventud: la juventud pobre, la
que marchó a la ciudad y habita los barrios pobres y peligrosos, la que no
tiene mayores perspectivas– es intrínsecamente una bomba de tiempo. Por tanto,
hay que prevenir que estalle. Y ahí están a la orden del día las sacrosantas
campañas de prevención.
¿Prevención de qué?
¿Qué se está previniendo con los tan mentados programas de prevención juvenil?
¿Cuáles son los supuestos implícitos ahí?
Es evidente que cierta
juventud (la que no tiene oportunidades, la excluida, la que se encuentra en
los grandes asentamientos urbanos pobres –que, dicho sea de paso, alberga a una
cuarte parte de la población urbana de Latinoamérica–) constituye un “peligro”
para la lógica de las élites dominantes. Hoy el peligro no es, como festejaba
casi cuatro décadas atrás Salvador Allende, ser “joven revolucionario”.
Pareciera que la sociedad bienpensante ya se sacó de encima eso; el peligro de
la revolución social y las expropiaciones salió de agenda (al menos por ahora).
En estos momentos la preocupación dominante respecto a los jóvenes –a estos
jóvenes de urbanizaciones pobres, claro– es que puedan “ser un marginal”, caer
en las pandillas, buscar el “dinero fácil”.
La idea de prevención
en ciernes pareciera que apunta a prevenir que los jóvenes delincan, ¡pero no
que no sean pobres! Este último punto pareciera no tocarse; lo que al sistema
le preocupa es la incomodidad, la “fealdad” que va de la mano de lo marginal:
ser un pandillero, ser un asocial, no entrar en los circuitos de la buena
integración. Lo que está en la base de este pensamiento es una sumatoria de
valores discriminatorios: ser morenito, estar tatuado, utilizar determinada
ropa o provenir de ciertas áreas de la ciudad ya tiene un valor de estigma.
Como dijo sarcásticamente alguien: “la peligrosidad de los jóvenes está en
relación inversamente proporcional a la blancura de su piel”. ¿Por qué tanta
policía de “gatillo fácil” ensañada con cierta juventud? ¿Qué es lo que se
busca prevenir entonces cuando se hace “prevención” con los jóvenes?
Las causas por las que
se dan determinadas conductas –las delincuenciales para el caso– no se tocan
allí; la prevención, en esa lógica, es ese mecanismo aséptico que apunta a los
síntomas, a lo visible, lo superficial. Se busca cosméticamente que no se vea
la punta desagradable del iceberg; pero la masa principal se desconoce. ¡Y ahí
está justamente lo más importante! ¿Por qué ahora hay un imaginario que liga en
muy buena medida juventud con peligro? Porque ese sector, ese enorme colectivo,
el que años atrás se movilizaba y, rebelde, emprendía la crítica al sistema
–tomando las armas en más de un caso, con una mística de abnegación que hoy
parece haberse esfumado– hoy día está pasando cada vez más a ser un problema
para el equilibrio sistémico en tanto el capitalismo se empantana cada vez más
no pudiendo asimilar cantidades crecientes de población que buscan incorporarse
al mercado laboral y a los beneficios de la modernidad. Ante ello, ante esa
cerrazón estructural del sistema capitalista, la masa crítica de jóvenes en vez
de verse como “promesa de futuro” termina siendo una carga. Al no saber qué
hacer con ella, y siempre desde autoritarios criterios adultocéntricos, termina
identificándola en gran medida con la violencia, con el consumo
de droga, con el alcoholismo y la haraganería; en definitiva, con todo lo que
pueda ser negativo, reprochable. Si años atrás la policía podía detener a un
joven por “sospechoso de guerrillero subversivo”, hoy día puede hacerlo por
sospechoso de ¿“violento”?, de ¿“pobre”?, simplemente de ¿“joven”?
Ahora bien: el sistema
también genera antídotos, prótesis que le permiten seguir funcionando. Si bien
es cierto que la juventud dejó de ser ese fermento “biológicamente
revolucionario” (y molesto para la dinámica dominante) de años atrás, y en
buena medida hoy es sinónimo de “sospechosa”, paralelamente aparece otro
modelo, nuevo sin dudas: el joven “comprometido”. Pero no con un compromiso
como puede haber sido el de aquel modelo de juventud politizada de algunas
décadas atrás, sino un compromiso mucho más “light”, para decirlo con términos
que ya nos marcan el ámbito cultural dominante: globalización neoliberal triunfante,
individualismo, ética del sálvese quien pueda, fin de las ideologías,
pragmatismo y lengua inglesa como insignia del triunfo en juego: el “number one” como aspiración, para no
ser un looser.
Cultura “light”,
actitud “light” … ideología “light” por lo tanto. Eso pareciera que es lo que
está en juego, y buena parte de la juventud, la que no es sospechosa de
peligrosidad, la que no remeda la pandilla, ahora presenta este perfil.
Hablamos de una juventud comprometida, pero no como lo era en otro momento
histórico, lo cual la llevó en muchos países latinoamericanos a tomar actitudes
radicales –que, no olvidar, se pagó con la propia vida–. Pareciera que esta
juventud actual que se “compromete” con su entorno no pasa de participar en
actividades de voluntariado social, ayudando a sus congéneres en servicios que,
si bien no son llamadas “caritativos”, no están muy lejos de ello. ¿Qué son, si
no, todos estos voluntariados que surgen cada vez más con más fuerza? El
compromiso llega hasta ir a atender niños pobres en un orfelinato un fin de
semana, o viejitos en un geriátrico. Loable, claro… pero ¿qué significa eso?
¿No es eso lo que siempre han hecho los Boys Scouts o las Damas de Caridad?
¿Eso es el “compromiso” social?
Aunque dicho demasiado
esquemáticamente quizá, hoy pareciera que la juventud en América Latina
básicamente discurre entre estos modelos: o se es sospechoso (por ser pobre,
por estar excluido, por portar los emblemas de la disfuncionalidad –tatuajes,
cierta ropa, provenir de una barriada pobre y marginal, el color de la piel,
etc.–) o se es un joven “comprometido” desde estos nuevos esquemas de
participación: compromiso light, despolitizado, en sintonía con la idea de
responsabilidad social empresarial. Aunque, claro está, la realidad es infinitamente
más compleja que eso: la juventud, retomando lo dicho por Allende, no puede
dejar de ser rebelde. Y eso, guste o no guste, es un eterno fermento de cambio,
aunque se la disfrace de lo que se quiera.
No soy joven y me meto
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