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sábado, 19 de noviembre de 2016

Convertir indignación social en militancia política

El progresismo y las izquierdas solo son lo que dicen ser en tanto realizan y renuevan capacidad para formar nuevos contingentes sociales y ayudarlos a darse mejores modos de organización y participación. En tanto amplían capacidad para interactuar ‑‑aprender, aportar, cooperar‑‑ con los sectores afines en unas u otras reivindicaciones comunes.

Nils Castro / Especial para Con Nuestra América

Durante la última parte del siglo pasado, en Latinoamérica se canceló ‑‑al menos para la siguiente etapa‑‑ la opción de alcanzar cambios revolucionarios por medio de la lucha armada. No obstante, el rechazo social a las consecuencias de las políticas neoliberales generó una nueva oleada de movimientos y gobiernos “progresistas” que, en los pasados 15 años, ganó elecciones y abrió otra variable[1]. Esto inició una doble serie de acontecimientos: por un lado, millones de pobres ganaron ciudadanía, medios de vida decentes y acceso a educación, salud y vivienda. Por el otro, tras el desconcierto inicial, la derecha económica ‑‑transnacional y local‑‑ y sus operadores políticos e ideológicos, renovó sus anteriores métodos e instrumentos y emprendió una contraofensiva regional en los planos político, mediático, cultural y económico.

Lo ocurrido modificó el panorama latinoamericano. Aunque algunos de esos gobiernos progresistas han sido defenestrados o tuvieron reveses electorales, todo ello acumuló un acervo de experiencias y aprendizajes que seguirán activos en esos y los demás países y sus dirigentes. Además, nada excluye que las organizaciones y proyectos que dieron origen a dichos acontecimientos se rehagan, ni que en distintas naciones del Continente afloren otras opciones de izquierda que asimismo ganen elecciones.

Aun así, ciertos “críticos” alegan que dichos reveses significan que el progresismo pereció, pues habría terminado el “ciclo” político del cual formó parte, que según ellos estaría sujeto al precio de las materias primas. Tal ideología del “ciclo” pretende que el suceder de los hechos funciona por sí mismo, al margen de la voluntad y el accionar conscientes. Pero el progresismo observado es un proceso que continúa en desarrollo: sus causas siguen agravándose y con ellas las respectivas indignaciones y expectativas sociales, y el reclamo de proponer alternativas. Bajo esas causas actúan los componentes estructurales de la crisis, que sigue lejos de concluir y, por si faltara más, ahí donde la derecha ha vuelto al gobierno de inmediato reincide en políticas que provocan indignaciones adicionales.

Sin embargo, para evaluar lo efectivamente ocurrido y lo que ahora corresponde impulsar, es necesario reconocer que tales reveses y la fuerza de la ofensiva reaccionaria no se deben solo a las artimañas y recursos movilizados por la derecha y sus mentores transnacionales. Se deben igualmente a las deficiencias y errores de los gobiernos progresistas y las organizaciones que los apoyan, que debilitaron su capacidad para contrarrestar ese reto. Esto exige identificar y corregir esas fallas, incluyendo explicar por qué motivos cuando la izquierda llama a movilizarse para impulsar y defender sus proyectos, una parte del pueblo pobre deja de responder.

¿A quién caben responsabilidades?

Eso tiene diversas causas. Para empezar, estos gobiernos no resultaron de un auge ideológico como el de los años 60 y 70 del siglo pasado ‑‑inspirado en las proezas de la Revolución cubana, los movimientos de liberación nacional y la lucha por los derechos civiles‑‑, sino del voto de repudio a la política y los políticos tradicionales que endosaron las medidas neoliberales. Fueron electos dentro de las limitaciones previstas por el sistema vigente ‑‑creado para mantener el estatus quo, no para transformarlo‑‑, con el voto de una mayoría aún recelosa de las dictaduras militares impuestas tras los pasados intentos revolucionarios. Por consiguiente, electos para aliviar la situación con programas moderados, no para iniciar procesos revolucionarios; es decir, para administrar el gobierno y no para tomar el poder.[2]

De ahí deriva la expresión, más literaria que científica, de que estos serían gobiernos posneoliberales pero no poscapitalistas, es decir, dirigidos a subsanar los daños económicos, sociales y morales causados por un neoliberalismo que está en crisis, pero sin el respaldo sociopolítico suficiente para emprender un “salto” al socialismo. Expresión engañosa si incluye el supuesto de que la crisis de 2008 liquidó al neoliberalismo pues, aunque académicamente desacreditado, este sigue vigente en los organismos y regulaciones rectoras de las relaciones económicas internacionales, y en la cultura operativa de las burocracias públicas y privadas.

No cabe emprender un proyecto más ambicioso ‑‑poscapitalista‑‑ sin contar con las fuerzas populares necesarias para sustentarlo y defenderlo. Para superar dichas limitaciones se requiere desarrollar una nueva cultura política y movilizar bases sociales organizadas que presionen hasta desbordarlas, lo que debe articularse a través de las organizaciones políticas y la gestión de gobierno. ¿Es ello es objetivamente posible? Hasta ahora esa no ha sido la experiencia predominante, cuestión que demanda explicar por qué y discutir cómo resolverla.

En una conferencia en la Universidad de Buenos Aires, Álvaro García Linera señaló que responderlo exige identificar las debilidades de estos gobiernos progresistas, a fin de “evaluar bien dónde hemos tenido los tropiezos que están permitiendo que la derecha tome la iniciativa”, para superarlos y vencer “mediante la movilización democrática del pueblo”[3]. Las principales deficiencias que él señaló son las siguientes:

No se dio la necesaria importancia a la gestión de la economía y los procesos de redistribución con crecimiento. Aunque deben mejorarse las condiciones de vida del pueblo y garantizar que este disponga de satisfactores básicos, hemos tenido debilidades en materia económica al hacerlo sin asegurar que el poder político permanezca en manos de los revolucionarios. Gobernar para todos no significa tomar decisiones que, por satisfacer a todos, perjudiquen la base social que sostiene al proceso revolucionario, que son los únicos que lo defenderán. El proyecto debe cumplirse sin incurrir en concesiones ni perjudicar al sector popular, ya que la derecha nunca es leal.

Antes bien, crear capacidad económica, asociativa y productiva de los sectores subalternos es la clave que va a definir, a futuro, “la posibilidad de pasar de un posneoliberalismo a un poscapitalismo”. Por eso, la riqueza debe redistribuirse con politización social, pues omitirla implica crear nueva clase media con viejo sentido común[4]. En esto coincide con Leonardo Boff, quien advierte que mejorar las condiciones de vida de la gente con un asistencialismo políticamente vacío “antes creó consumidores que ciudadanos conscientes”[5].

A lo cual García Linera agrega que esto se ha realizado sin la debida reforma moral, incluso con tolerancias ante el viejo mal de la corrupción. Ello le da a la derecha la oportunidad de apropiarse del tema, pese a que el neoliberalismo es “el colmo de la corrupción institucionalizada”. La corrupción es un cáncer que corroe a la sociedad, y nosotros debemos ser ejemplo diario de austeridad y transparencia.

Para terminar, añadió que se ha sido débil para impulsar la integración económica regional. Aunque se avanzó en la integración política, la económica es más difícil, pues cada participante tiende a defender sus intereses. Finalmente, llamó a prepararse mediante el análisis y el debate para emprender una nueva oleada de conquistas revolucionarias, pues “los revolucionarios nos alimentamos de los tiempos difíciles, venimos desde abajo, y si ahora, temporalmente, tenemos que replegarnos, bienvenido, para eso somos revolucionarios”.

Las observaciones de García Linera dan base para comenzar ese análisis, al cual deberemos sumar otros aspectos. Entre ellos, el de la capacidad efectiva que cada gobierno progresista ha demostrado para resolver las viejas trabas al desenvolvimiento económico e impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas, además de esforzarse por mejorar la distribución de la riqueza.

Y, sobre todo, la capacidad de cada movimiento progresista para aglutinar el bloque social que en el respectivo momento reivindica el interés general de la nación. Esto es, que representa los intereses y objetivos compartidos por el frente o alianza de las clases y fracciones de clase capaz de quebrar el orden vigente y darle sentido a la siguiente etapa del desarrollo nacional.

Obviamente, este progresismo nació de las indignaciones sociales agravadas por el neoliberalismo, no de algún alza de los precios de las materias primas. La actual depreciación de esas materias ocasiona problemas a los países que las exportan ‑‑a sus productores, sus mercaderes y al fisco‑‑, cualquiera que sea el signo político de los respectivos gobiernos. Problema que no elimina sino que redobla las causas generadoras de progresismo, que seguirán activas en sus viejas y nuevas formas, que a las izquierdas les corresponde prever.

El tema es oportuno para recordar otro asunto. Un buen aprovechamiento del alza de las materias primas le facilitó a varios gobiernos progresistas costear proyectos de desarrollo sin exigirle mayores contribuciones impositivas a las distintas fracciones de la burguesía. Esta práctica, de intención políticamente apaciguadora, permitió eludir ‑‑o mejor dicho posponer‑‑ confrontaciones, pero no ayudó a diversificar y fortalecer la capacidad productiva de sus respectivos países, ni su mercado interno, como tampoco a crear reservas para cuando vinieran peores tiempos, como sucede desde que la crisis afloró en 2008.[6]

Por efecto de su naturaleza “posneoliberal” y no “poscapitalista” ‑‑y por eso más asistencialista que revolucionaria‑‑ de la mayor parte de los gobiernos progresistas, algunas acciones indispensables para asegurar la continuidad del proceso, como las necesarias reformas agrarias, laborales y tributarias, dejaron de acometerse. Además, la mayoría tampoco realizó la requerida reforma política y electoral, ni la del campo de los medios informativos. A estas omisiones ‑‑cometidas por acomodamiento ideológico, falta de decisión política o insuficiente apoyo social para superar las trabas judiciales o parlamentarias‑‑ dichos medios contribuyeron significativamente, enfocados en desacreditar o intimidar al liderazgo progresista y a desanimar sus bases de apoyo.

La falta de esas reformas debilitó la base social del progresismo. El supuesto de que para reelegirse basta “comprar” gratitud popular satisfaciendo necesidades colectivas e incrementando el poder adquisitivo, aparte de irrespetar a los necesitados, fue un fracaso: el consumismo y los shoping centers han sido sus mayores beneficiarios.

La actual ofensiva de las derechas evidencia el fiasco de la idea de sumar fuerzas mediante la conciliación con elementos de la derecha económica y sus representantes políticos. Lo que hace recordar que el poder del Estado se busca para vencer a la clase dominante, no para dormir con ella.

Las limitaciones establecidas por el viejo sistema político solo pueden ser superadas si el proceso consigue formar bases populares que demanden avanzar más allá y que defiendan las iniciativas que desborden esas limitaciones. En un régimen democrático eso implica, además, captar nuevos contingentes electorales para sobrepasar a las derechas sin incurrir en concesiones oportunistas que desdigan al proyecto de izquierda. Esto exige formar fuerzas adicionales y sostener presión social, tareas cuya naturaleza corresponde a las organizaciones de izquierda más que a las instituciones gubernamentales, que legalmente deben servir a toda la sociedad.

La suposición de que avanzar depende de sucesivas reelecciones dentro del sistema existente subestima la capacidad de las derechas y sus mentores foráneos. Aunque estos hayan perdido uno o más comicios, conservan su poder económico, el control de grandes medios de comunicación y su influencia cultural. Antes de la siguiente campaña, realinean sus ideas y recursos, e invirten tanto en renovar su propia efigie como en corroer la imagen moral y política de la izquierda que la había vencido.[7]

No es posible avanzar sin reformar a fondo el sistema político para lograr su democratización efectiva, puesto que el actual modelo de democracia restringida fue instalado para legitimar y reproducir periódicamente el estatus quo instaurado por la clase dominante, no para cambiarlo.

Del resentimiento ciego al neofascismo

Desarrollar un proceso revolucionario implica transformar indignaciones sociales en movimientos políticos; esto requiere promover la formación de nuevos contingentes de cuadros, promover y movilizar mayores organizaciones populares e incrementar presión social consciente y organizada.

Reconocerlo conlleva admitir que una importante porción de pueblo pobre no responde al llamado de las izquierdas[8]. Ese tema reclama estudiarlo, porque avanzar exige integrar fuerzas adicionales. Esto es, demanda mejor capacidad para sacar de su postración a los sectores del pueblo pobre con menguada o deforme conciencia de clase, y lograr que mayores contingentes de ese pueblo afronten sus problemas con creciente participación social y política.

Desde siempre, uno de los principales retos de las izquierdas es alcanzar la conciencia de los explotados y los marginados que dejan de sumarse a las movilizaciones proletarias o que, aun peor, se dejan seducir por el histrionismo “antipolítico” de la nueva derecha, alucinados por personajes como los Fujimori, La Pen o Trump. El hecho de que todavía haga falta alcanzar esas conciencias demuestra que los medios organizativos y de comunicación usados para ello no son apropiados.

Tras las experiencias confrontadas por las izquierdas a fines del siglo XX y de la hegemonía neoliberal, en Latinoamérica la crisis cultural y moral avanzó más que la producción de nuevas propuestas político‑ideológicas de izquierda y modos de compartirlas. Luego de tantos años de decepciones la gente está harta, sin que esto signifique que ya es consciente de otras alternativas. La irritación ante la desigualdad, el empleo precario y las carencias conviven con el descrédito de los sistemas políticos, partidos y liderazgos conocidos. Además, con la sensación de temor diseminada por la frustración de pasadas expectativas y la inseguridad, en las diversas acepciones del término.[9]

Estamos ante una derecha reciclada que ahora disputa el campo político con renovados instrumentos, articulada orquestación continental, predominio mediático masivo y a la vez segmentado para públicos específicos, y un repertorio de consignas esquematizadas con una brutal simplificación de las ansiedades populares. Entre ellas, la de presentar candidatos supuestamente apolíticos o “antipolíticos”. La naturaleza elemental de estos clichés facilita penetrar poblaciones ya domesticadas por el “sentido común” que por decenios la clase dominante ha sembrado entre quienes explota y margina.

Así como sus mentores transnacionales, esta derecha lo hace con claridad de objetivos: no pretende apenas volver a Palacio, sino asumir el poder real para eliminar las conquistas que el movimiento popular acumuló desde el siglo pasado, y no solo durante esta oleada progresista. En el contexto global de la crisis, ahora al capital transnacional y a las burguesías locales les urge recuperar el control de los recursos de cada país y región, intensificar la explotación del trabajo e incrementar la tasa de ganancia de sus capitales, y su acumulación.

En ese contexto, la derecha busca manejar a su favor las decepciones e inconformidades sociales existentes, y seducir a muchos de los “seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje”[10] contra los ciudadanos conscientes, y no apenas en el plano electoral. Esta convocatoria a la coacción y la violencia es una de los rasgos del fascismo como instrumento político de la estrategia de contrarrevolución preventiva.

De la situación crítica al proyecto crítico

La conciencia y solidaridad de clase no se forman espontáneamente ni con celeridad. Al disgusto colectivo es necesario inducirle cierto sentido. En el seno del pueblo explotado y resentido madura una transición cultural a la cual es preciso alentar y darle un propósito, ya que dejada a la espontaneidad puede extraviarse. A contramano de la ofensiva diaria que la reacción arroja sobre esa masa social para impregnarla con una subcultura funcional a sus intereses, corresponde promover la contracultura expresiva de las reivindicaciones y expectativas populares.

La observación de Lenin según la cual “la cultura dominante es la cultura de la clase dominante” no significa que la burguesía desea que cada trabajador piense como un empresario, sino que esa cultura afinque los respectivos roles sociales: el burgués educa a su hijo como un ejecutivo sagaz, y al obrero y su prole como servidores dóciles y cumplidores. A contramano, la contracultura popular debe impulsar a cada trabajador ‑‑y cada marginado‑‑ a reaccionar como ciudadanos conscientes de sus derechos y de sus deberes de solidaridad.

Es con base en ello que se forma la independencia crítica del pensamiento popular ante la agenda temática, las interpretaciones y mitos de los grandes medios y demás instrumentos de inseminación ideológica de la clase dominante. Desarrollar esa contracultura posibilita que los explotados se emancipen de la cultura hegemónica oponiéndole sus propios temas y valores. Para los grupos involucrados, el proceso va de tener una percepción de la realidad objetiva de su actual situación hacia darse una proyección subjetiva de su propia fuerza social.

Ser parte de la población más desfavorecida e inconforme no necesariamente lleva a cada quien a buscar alternativas revolucionarias. Antes puede inducir al resentimiento depredador, al fiasco moral y a salidas individuales de corto plazo, máxime al faltar una opción confiable y factible. La contracultura popular apunta a superar solidariamente las rutas del delito y la degradación, del oportunismo político o la enajenación evangélica, funcionales al sistema establecido, que el neoliberalismo acentúa. Para elegir una opción moral y políticamente acertada hace falta tener acceso a una propuesta creíble e integradora, que promueva actuar en común para fines de amplia proyección.

Para cada sujeto ‑‑individual y colectivo‑‑ la cuestión es “cómo pasar de una situación crítica a una visión crítica y, acto seguido, alcanzar una toma de conciencia”[11]. Esto implica enfrentar la dura existencia de la pobreza y la injustica como un hecho real, y a la vez como una paradoja: la de aceptar esta realidad para poder sobrevivir en ella, pero al mismo tiempo darse capacidad de resistir y poder pensar y actuar para cambiarla, luchando colectivamente por otro futuro. Propiciar que este salto se realice demanda desarrollar una pedagogía popular, para reconstruir ideas y propuestas, así como formas de organización que ayuden a los diferentes sectores del “pobretariado” a asumir esa visión y proyecto confiables.[12]

La cultura dominante dispone del poderoso soporte de los medios de comunicación masiva de la clase que los controla. Sin embargo, para superarla no basta crear medios alternativos ni soñar con disponer de instrumentos comparables a los burgueses. Antes la creatividad popular debe aprender a contraponer sus propios mensajes a los de los grandes medios, sin concesiones a su cultura sino a partir de su propia contracultura.

Si una y otra vez hacemos lo mismo, recaemos en iguales resultados. Si las izquierdas insisten en comunicarse en las formas de siempre con los sectores del “pobretariado” que desoyen sus llamados, esto prueba que necesitan crear otros modos de hacerlo, que probablemente no serán iguales para cada distinto sector.

Al respecto, Joao Pedro Stedile dice que lo primero es impulsar lo que eleve el nivel de conciencia política e ideológica de nuestra base social, pues urge formar grandes contingentes de militantes de la nueva generación joven que fue confundida por el neoliberalismo y los medios de comunicación burguesa. Y agrega que esto exige producir nuevas formas de comunicación masiva, donde compartir y profundizar el conocimiento y articular fuerzas alrededor de un nuevo proyecto de desarrollo popular.

Stedile añade que igualmente debemos construir nuevos modos de lucha masiva, pues las formas clásicas como [las] huelgas, paralizaciones o marchas son insuficientes, y por ello necesitamos ser creativos, pues requerimos desarrollar nuevos instrumentos de lucha que motiven a la gente, aglutinar a la juventud y dar un sentido de esperanza a nuestras luchas. Por esto también necesitamos organizaciones políticas y sociales de nuevo tipo, y para conseguirlo hay que trabajar sin fórmulas o modelos predeterminados.[13]

Cuándo el progresismo existe

Crear otros tipos de organizaciones y formas de lucha envuelve un importante componente ético, esencial de toda agrupación de izquierda. Si un liderazgo propone transformar al país pero admite arreglos oportunistas, como negociar conductas políticas con benefactores financieros, deslizarse al centro político o tolerarle conductas moralmente dudosas a sus dirigentes o aliados, destruye la credibilidad que le permite permanecer vigente. La confiabilidad en entredicho lleva al escepticismo y acto seguido la suspicacia popular concluye que “estos son iguales que los otros”.

Ese fenómeno es asimétrico. Si un partido liberal admite tales actuaciones a nadie sorprende, pues su moralidad no es otra que la del régimen que representa. Pero si ello ocurre en una organización que plantea transformar al país y darle otro horizonte ético, aceptar actuaciones que recuerdan al repertorio moral oligárquico no es un contrasentido sino una aberración. Para la militancia revolucionaria ser consecuentes con determinada ética ‑‑por cuyos principios se está dispuesto a perder la libertad y hasta dar la vida‑‑, esto es definitorio. Y asimismo para la credibilidad y confianza ciudadanas.

Otros igualmente lo ven así. Al dirigirse al Encuentro Mundial de Movimientos Populares, el Papa Francisco destacó que “quienes han optado por una vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a la honestidad con la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es más alta: hay que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de austeridad y humildad. Esto vale para los políticos pero también vale para los dirigentes sociales y para nosotros, los pastores”.[14]

Las izquierdas, tanto más, tienen la misión de realizarse como referente ético y reserva moral del país. Su consistencia cívica no solo es un deber de consecuencia con los valores que la definen, sino de confiabilidad. Como, asimismo, condición para articularse con otros sectores de similar firmeza ética. No en balde, los medios de la clase dominante son infatigables cazadores de reales o verosímiles flaquezas de la izquierda, porque estas la descalifican como tal.

Cuando los jóvenes ‑‑entre otros grupos‑‑ desoyen el llamado de las izquierdas, es un error prejuzgar que son social o moralmente irresponsables, o que los ganó la derecha. Es más probable que expresan un rechazo a la política y los políticos conocidos, que no responden a sus expectativas. La suya es una actitud crítica frente al estatus quo y, si no sabemos orientarla, podrá tomar rumbos depredadores. Antes que deplorar su actitud toca examinar si el problema viene de nuestras deficientes formas de interactuar con ellos, y de ofrecerles ejemplos que ameriten ganar su confianza.

Paradójicamente, aunque padecemos regímenes de democracia restringida, hoy son las izquierdas y el progresismo quienes descuellan como defensores de los principios e instituciones democráticas. Pero esa institucionalidad todavía es aquella que anteriores gobiernos conservadores implantaron para mantener y reproducir al viajo país injusto, e impedir la efectiva democratización del sistema. Con su nombre largamente vilipendiado por explotadores y oportunistas, la democracia ya no tiene el prestigio que antes le daba convocatoria a su invocación. Defenderla solo tiene sentido si es exigiendo la reforma política que vuela a darle sentido y proyección popular y participativa al régimen democrático.

Esto exige esclarecer cuál proyecto de nuevo país las izquierdas y el progresismo proponen, y exigir que sus demás acciones sean consecuentes con ese compromiso. Porque en el análisis del acontecer que nos rodea, tanto como en la producción teórica que aportamos, debemos renovar medios eficaces para convertir indignación social en militancia política, no apenas para derrotar a la ofensiva contrarrevolucionaria sino para transformar a la nación, como las dos caras del mismo proceso.

Lo que a su vez demanda intercambiar ideas con los otros grupos sociales inconformes y progresistas, para traducir esas  ideas en fuerza política haciéndolas prender en la gente, así como también reclama formar nuevos militantes en los ámbitos tanto del trabajo como de la convivencia comunitaria, donde los dramas sociales igualmente tienen lugar.

El progresismo y las izquierdas solo son lo que dicen ser en tanto realizan y renuevan capacidad para formar nuevos contingentes sociales y ayudarlos a darse mejores modos de organización y participación. En tanto amplían capacidad para interactuar ‑‑aprender, aportar, cooperar‑‑ con los sectores afines en unas u otras reivindicaciones comunes. En tanto demuestran capacidad para contribuir a articular y ampliar movimientos y frentes nacionales ‑‑junto a otras clases y fracciones de clases‑‑ conducentes a conformar el bloque social de las fuerzas que comparten la voluntad y el proyecto de construir un nuevo país. Proyecto y bloque que derrote la ofensiva de derecha en el campo de las ideas y en el de la práctica política, al coordinar la parte más progresiva de la nación, entendida como ámbito de la unidad y lucha de clases en la producción del siguiente acontecer histórico.

En la medida en que expresa a ese bloque social y sea capaz de aportarle contingentes e iniciativas adicionales, el progresismo existe. Y en cuanto deja de hacerlo, debe ser estremecido y renovado. Porque la lucha continúa.





NOTAS: 

[1]. La historia latinoamericana del siglo XX recuerda sucesivos movimientos de este género, con las particularidades de cada época y región. Entre ellos, los relacionados con las revoluciones liberales, la revolución mexicana, el sandinismo, las revoluciones guatemalteca y boliviana, las revoluciones cubanas del 33 y el 59, con procesos asociados al cardenismo, el primer aprismo, el movimientismo boliviano, a algunas expresiones del peronismo y del laborismo brasileño, el torrijismo, etc.
[2]. De gobiernos constituidos de esa forma no cabe esperar actuaciones comparables a las de los provenientes de una revolución. En 1917, cuando la revolución rusa, en 1959 con la cubana o en 1979 con la nicaragüense, el ejército, la policía y las instituciones básicas del Estado, y sus operadores, se desbandaron. Los líderes revolucionarios reorganizaron al Estado según sus respectivos proyectos, sin tener que negociarlos con el régimen anterior.
[3]. En “La revolución es continental o mundial o es caricatura de revolución”, conferencia dictada el 20 de septiembre de 2016. Ver http://www.marcha.org.ar/garcia-linera-larevolucion-continental-.mundial-caricaturss-revolucion/
[4]. García Linera define sentido común como los conceptos íntimos, morales y lógicos, con los que la gente organiza su vida.
[5]. “Diez lecciones posibles tras la destitución de Dilma Rousseff”, en boffsemanal@servicioskoinonia.org, del 25 de septiembre de 2016.
[6]. En ese marco suele criticarse el extractivismo atribuido a los gobiernos progresistas. Aunque es deplorable que un gobierno de izquierda admita tales prácticas, esa crítica soslaya que el problema viene del capitalismo “salvaje” y los regímenes conservadores, y que fue exacerbado por las políticas neoliberales, desde antes de esta oleada progresista. Al contrario, el progresismo generalmente procuró someter esas actividades a mejores reglas sociales y ambientales.
[7]. De esto ya me ocupé anteriormente y no hace falta repetirme aquí. Ver “Una coyuntura liberadora… ¿y después?” en Rebelión del 23 de julio de 2009, “Una liberación por completar” en Alai del 17 de agosto de 2009 y, en particular, “¿Quién es la “nueva” derecha?” en Alai del 14 de abril de 2010 y Rebelión del siguiente día.
[8]. Por ejemplo, en la inminencia del golpe parlamentario en Brasil, Lula da Silva apuntó que mientras una parte de ese pueblo salía a manifestar, otra se quedaba a mirar televisión. Ese tema reclama examinarse, porque avanzar demanda integrar fuerzas adicionales.
[9]. Como incertidumbre e inseguridad sobre la subsistencia, la integridad personal y el futuro personales y familiares, sobre las creencias y la confianza cívica y política, sobre la convivencia comunitaria, la supervivencia del país y del mundo, etc.
[10]. Ver Luis Bilbao, “América Latina no gira a la derecha”, en ALAI, América Latina en movimiento, 11 de febrero de 2010.
[11]. Ver Milton Santos, Por uma outra globalização: de pensamento único à consciência universal. Ed. Record, Rio de Janeiro, 2007, p. 116 (original en portugués, cursivas de NC). 
[12]. Una de las tareas de toda izquierda es desarrollar esa pedagogía, que en Latinoamérica ha tenido valiosos precursores, desde los tiempos de Paulo Freire.
[13]. Ver “Los desafíos de los movimientos sociales latinoamericanos”, América Latina en movimiento, Agencia Latinoamericana de Información (http://alainet.org), 4 de diciembre de 2006).
[14]. Discurso del Papa Francisco ante el Encuentro Mundial de Movimientos Populares, el 5 de noviembre de 2016. Ver http://movimientospopulares.org/el-discurso-completo-de-papa-francisco-a-los-movimientos-populares/.

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