El progresismo y las izquierdas solo son lo que dicen ser en tanto
realizan y renuevan capacidad para formar nuevos contingentes sociales y
ayudarlos a darse mejores modos de organización y participación. En tanto
amplían capacidad para interactuar ‑‑aprender, aportar, cooperar‑‑ con los
sectores afines en unas u otras reivindicaciones comunes.
Nils Castro / Especial
para Con Nuestra América
Durante la última parte
del siglo pasado, en Latinoamérica se canceló ‑‑al menos para la siguiente
etapa‑‑ la opción de alcanzar cambios revolucionarios por medio de la lucha
armada. No obstante, el rechazo social a las consecuencias de las políticas
neoliberales generó una nueva oleada de movimientos y gobiernos “progresistas”
que, en los pasados 15 años, ganó elecciones y abrió otra variable[1]. Esto
inició una doble serie de acontecimientos:
por un lado, millones de pobres ganaron ciudadanía, medios de vida decentes y
acceso a educación, salud y vivienda. Por el otro, tras el desconcierto
inicial, la derecha económica ‑‑transnacional y local‑‑ y sus operadores
políticos e ideológicos, renovó sus anteriores métodos e instrumentos y
emprendió una contraofensiva regional en los planos político, mediático,
cultural y económico.
Lo ocurrido modificó el panorama latinoamericano. Aunque algunos de esos
gobiernos progresistas han sido defenestrados o tuvieron reveses electorales,
todo ello acumuló un acervo de experiencias y aprendizajes que seguirán activos
en esos y los demás países y sus dirigentes. Además, nada excluye que las
organizaciones y proyectos que dieron origen a dichos acontecimientos se rehagan,
ni que en distintas naciones del Continente afloren otras opciones de izquierda
que asimismo ganen elecciones.
Aun así, ciertos “críticos” alegan que dichos reveses significan que el
progresismo pereció, pues habría terminado el “ciclo” político del cual formó
parte, que según ellos estaría sujeto al precio de las materias primas. Tal
ideología del “ciclo” pretende que el suceder de los hechos funciona por sí
mismo, al margen de la voluntad y el accionar conscientes. Pero el progresismo
observado es un proceso que continúa en desarrollo: sus causas siguen agravándose y con ellas las respectivas
indignaciones y expectativas sociales, y el reclamo de proponer alternativas.
Bajo esas causas actúan los componentes estructurales de la crisis, que sigue
lejos de concluir y, por si faltara más, ahí donde la derecha ha vuelto al
gobierno de inmediato reincide en políticas que provocan indignaciones
adicionales.
Sin embargo, para evaluar
lo efectivamente ocurrido y lo que ahora corresponde impulsar, es necesario
reconocer que tales reveses y la fuerza de la ofensiva reaccionaria no se deben
solo a las artimañas y recursos movilizados por la derecha y sus mentores
transnacionales. Se deben igualmente a las deficiencias y errores de los
gobiernos progresistas y las organizaciones que los apoyan, que debilitaron su
capacidad para contrarrestar ese reto. Esto exige identificar y corregir esas
fallas, incluyendo explicar por qué motivos cuando la izquierda llama a
movilizarse para impulsar y defender sus proyectos, una parte del pueblo pobre
deja de responder.
¿A quién caben
responsabilidades?
Eso
tiene diversas causas. Para empezar, estos gobiernos no resultaron de un auge
ideológico como el de los años 60 y 70 del siglo pasado ‑‑inspirado en las
proezas de la Revolución cubana, los movimientos de liberación nacional y la
lucha por los derechos civiles‑‑, sino del voto de repudio a la política y los
políticos tradicionales que endosaron las medidas neoliberales. Fueron electos
dentro de las limitaciones previstas por el sistema vigente ‑‑creado para
mantener el estatus quo, no para transformarlo‑‑, con el voto de una mayoría
aún recelosa de las dictaduras militares impuestas tras los pasados intentos
revolucionarios. Por consiguiente, electos para aliviar la situación con
programas moderados, no para iniciar procesos revolucionarios; es decir, para
administrar el gobierno y no para tomar el poder.[2]
De
ahí deriva la expresión, más literaria que científica, de que estos serían
gobiernos posneoliberales pero no poscapitalistas, es decir, dirigidos a
subsanar los daños económicos, sociales y morales causados por un
neoliberalismo que está en crisis, pero sin el respaldo sociopolítico
suficiente para emprender un “salto” al socialismo. Expresión engañosa si
incluye el supuesto de que la crisis de 2008 liquidó al neoliberalismo pues,
aunque académicamente desacreditado, este sigue vigente en los organismos y
regulaciones rectoras de las relaciones económicas internacionales, y en la
cultura operativa de las burocracias públicas y privadas.
No
cabe emprender un proyecto más ambicioso ‑‑poscapitalista‑‑ sin contar con las
fuerzas populares necesarias para sustentarlo y defenderlo. Para superar dichas
limitaciones se requiere desarrollar una nueva cultura política y movilizar
bases sociales organizadas que presionen hasta desbordarlas, lo que debe
articularse a través de las organizaciones políticas y la gestión de gobierno.
¿Es ello es objetivamente posible? Hasta ahora esa no ha sido la experiencia
predominante, cuestión que demanda explicar por qué y discutir cómo resolverla.
En
una conferencia en la Universidad de Buenos Aires, Álvaro García Linera señaló
que responderlo exige identificar las debilidades de estos gobiernos
progresistas, a fin de “evaluar bien dónde hemos tenido los tropiezos que están
permitiendo que la derecha tome la iniciativa”, para superarlos y vencer
“mediante la movilización democrática del pueblo”[3]. Las
principales deficiencias que él señaló son las siguientes:
No
se dio la necesaria importancia a la gestión de la economía y los procesos de
redistribución con crecimiento. Aunque deben mejorarse las condiciones de vida
del pueblo y garantizar que este disponga de satisfactores básicos, hemos
tenido debilidades en materia económica al hacerlo sin asegurar que el poder
político permanezca en manos de los revolucionarios. Gobernar para todos no
significa tomar decisiones que, por satisfacer a todos, perjudiquen la base
social que sostiene al proceso revolucionario, que son los únicos que lo defenderán.
El proyecto debe cumplirse sin incurrir en concesiones ni perjudicar al sector
popular, ya que la derecha nunca es leal.
Antes
bien, crear capacidad económica, asociativa y productiva de los sectores
subalternos es la clave que va a definir, a futuro, “la posibilidad de pasar de
un posneoliberalismo a un poscapitalismo”. Por eso, la riqueza debe
redistribuirse con politización social, pues omitirla implica crear nueva clase
media con viejo sentido común[4]. En esto
coincide con Leonardo Boff, quien advierte que mejorar las condiciones de vida
de la gente con un asistencialismo políticamente vacío “antes creó consumidores
que ciudadanos conscientes”[5].
A
lo cual García Linera agrega que esto se ha realizado sin la debida reforma
moral, incluso con tolerancias ante el viejo mal de la corrupción. Ello le da a
la derecha la oportunidad de apropiarse del tema, pese a que el neoliberalismo
es “el colmo de la corrupción institucionalizada”. La corrupción es un cáncer
que corroe a la sociedad, y nosotros debemos ser ejemplo diario de austeridad y
transparencia.
Para
terminar, añadió que se ha sido débil para impulsar la integración económica
regional. Aunque se avanzó en la integración política, la económica es más
difícil, pues cada participante tiende a defender sus intereses. Finalmente,
llamó a prepararse mediante el análisis y el debate para emprender una nueva
oleada de conquistas revolucionarias, pues “los revolucionarios nos alimentamos de los tiempos difíciles, venimos
desde abajo, y si ahora, temporalmente, tenemos que replegarnos, bienvenido,
para eso somos revolucionarios”.
Las observaciones de García Linera dan base para
comenzar ese análisis, al cual deberemos sumar otros aspectos. Entre ellos, el
de la capacidad efectiva que cada gobierno progresista ha demostrado para
resolver las viejas trabas al desenvolvimiento económico e impulsar el
desarrollo de las fuerzas productivas, además de esforzarse por mejorar la
distribución de la riqueza.
Y, sobre todo, la capacidad de cada movimiento
progresista para aglutinar el bloque social que en el respectivo momento
reivindica el interés general de la nación. Esto es, que representa los
intereses y objetivos compartidos por el frente o alianza de las clases y
fracciones de clase capaz de quebrar el orden vigente y darle sentido a la
siguiente etapa del desarrollo nacional.
Obviamente,
este progresismo nació de las indignaciones sociales agravadas por el
neoliberalismo, no de algún alza de los precios de las materias primas. La
actual depreciación de esas materias ocasiona problemas a los países que las
exportan ‑‑a sus productores, sus mercaderes y al fisco‑‑, cualquiera que sea
el signo político de los respectivos gobiernos. Problema que no elimina sino
que redobla las causas generadoras de progresismo, que seguirán activas en sus
viejas y nuevas formas, que a las izquierdas les corresponde prever.
El
tema es oportuno para recordar otro asunto. Un buen aprovechamiento del alza de
las materias primas le facilitó a varios gobiernos progresistas costear proyectos
de desarrollo sin exigirle mayores contribuciones impositivas a las distintas
fracciones de la burguesía. Esta práctica, de intención políticamente
apaciguadora, permitió eludir ‑‑o mejor dicho posponer‑‑ confrontaciones, pero
no ayudó a diversificar y fortalecer la capacidad productiva de sus respectivos
países, ni su mercado interno, como tampoco a crear reservas para cuando
vinieran peores tiempos, como sucede desde que la crisis afloró en 2008.[6]
Por
efecto de su naturaleza “posneoliberal” y no “poscapitalista” ‑‑y por eso más
asistencialista que revolucionaria‑‑ de la mayor parte de los gobiernos
progresistas, algunas acciones indispensables para asegurar la continuidad del
proceso, como las necesarias reformas agrarias, laborales y tributarias,
dejaron de acometerse. Además, la mayoría tampoco realizó la requerida reforma
política y electoral, ni la del campo de los medios informativos. A estas
omisiones ‑‑cometidas por acomodamiento ideológico, falta de decisión política
o insuficiente apoyo social para superar las trabas judiciales o parlamentarias‑‑
dichos medios contribuyeron significativamente, enfocados en desacreditar o
intimidar al liderazgo progresista y a desanimar sus bases de apoyo.
La
falta de esas reformas debilitó la base social del progresismo. El supuesto de
que para reelegirse basta “comprar” gratitud popular satisfaciendo necesidades
colectivas e incrementando el poder adquisitivo, aparte de irrespetar a los
necesitados, fue un fracaso: el consumismo y los shoping centers han sido sus mayores beneficiarios.
La
actual ofensiva de las derechas evidencia el fiasco de la idea de sumar fuerzas
mediante la conciliación con elementos de la derecha económica y sus
representantes políticos. Lo que hace recordar que el poder del Estado se busca
para vencer a la clase dominante, no para dormir con ella.
Las
limitaciones establecidas por el viejo sistema político solo pueden ser
superadas si el proceso consigue formar bases populares que demanden avanzar
más allá y que defiendan las iniciativas que desborden esas limitaciones. En un
régimen democrático eso implica, además, captar nuevos contingentes electorales
para sobrepasar a las derechas sin incurrir en concesiones oportunistas que
desdigan al proyecto de izquierda. Esto exige formar fuerzas adicionales y
sostener presión social, tareas cuya naturaleza corresponde a las
organizaciones de izquierda más que a las instituciones gubernamentales, que
legalmente deben servir a toda la sociedad.
La
suposición de que avanzar depende de sucesivas reelecciones dentro del sistema
existente subestima la capacidad de las derechas y sus mentores foráneos.
Aunque estos hayan perdido uno o más comicios, conservan su poder económico, el
control de grandes medios de comunicación y su influencia cultural. Antes de la
siguiente campaña, realinean sus ideas y recursos, e invirten tanto en renovar
su propia efigie como en corroer la imagen moral y política de la izquierda que
la había vencido.[7]
No
es posible avanzar sin reformar a fondo el sistema político para lograr su
democratización efectiva, puesto que el actual modelo de democracia restringida
fue instalado para legitimar y reproducir periódicamente el estatus quo
instaurado por la clase dominante, no para cambiarlo.
Del resentimiento ciego
al neofascismo
Desarrollar
un proceso revolucionario implica transformar indignaciones sociales en
movimientos políticos; esto requiere promover la formación de nuevos
contingentes de cuadros, promover y movilizar mayores organizaciones populares
e incrementar presión social consciente y organizada.
Reconocerlo
conlleva admitir que una importante porción de pueblo pobre no responde al
llamado de las izquierdas[8]. Ese
tema reclama estudiarlo, porque avanzar exige integrar fuerzas adicionales.
Esto es, demanda mejor capacidad para sacar de su postración a los sectores del
pueblo pobre con menguada o deforme conciencia de clase, y lograr que mayores
contingentes de ese pueblo afronten sus problemas con creciente participación
social y política.
Desde
siempre, uno de los principales retos de las izquierdas es alcanzar la
conciencia de los explotados y los marginados que dejan de sumarse a las
movilizaciones proletarias o que, aun peor, se dejan seducir por el
histrionismo “antipolítico” de la nueva derecha, alucinados por personajes como
los Fujimori, La Pen o Trump. El hecho de que todavía haga falta alcanzar esas
conciencias demuestra que los medios organizativos y de comunicación usados
para ello no son apropiados.
Tras
las experiencias confrontadas por las izquierdas a fines del siglo XX y de la
hegemonía neoliberal, en Latinoamérica
la crisis cultural y moral avanzó más que la producción de nuevas propuestas
político‑ideológicas de izquierda y modos de compartirlas. Luego de tantos años
de decepciones la gente está harta, sin que esto signifique que ya es
consciente de otras alternativas. La irritación ante la desigualdad, el empleo
precario y las carencias conviven con el descrédito de los sistemas políticos,
partidos y liderazgos conocidos. Además, con la sensación de temor diseminada
por la frustración de pasadas expectativas y la inseguridad, en las diversas
acepciones del término.[9]
Estamos ante una derecha reciclada que ahora disputa el
campo político con renovados instrumentos,
articulada orquestación continental, predominio mediático masivo y a la vez
segmentado para públicos específicos, y un repertorio de consignas
esquematizadas con una brutal simplificación de las ansiedades populares. Entre
ellas, la de presentar candidatos supuestamente apolíticos o “antipolíticos”.
La naturaleza elemental de estos clichés facilita penetrar poblaciones ya
domesticadas por el “sentido común” que por decenios la clase dominante ha
sembrado entre quienes explota y margina.
Así como sus mentores transnacionales, esta derecha lo
hace con claridad de objetivos: no
pretende apenas volver a Palacio, sino asumir el poder real para eliminar las
conquistas que el movimiento popular acumuló desde el siglo pasado, y no solo
durante esta oleada progresista. En el contexto global de la crisis, ahora al
capital transnacional y a las burguesías locales les urge recuperar el control
de los recursos de cada país y región, intensificar la explotación del trabajo
e incrementar la tasa de ganancia de sus capitales, y su acumulación.
En ese contexto, la derecha busca manejar a su favor las
decepciones e inconformidades sociales existentes, y seducir a muchos de los
“seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación,
para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje”[10]
contra los ciudadanos conscientes, y no apenas en el plano electoral. Esta
convocatoria a la coacción y la violencia es una de los rasgos del fascismo
como instrumento político de la estrategia de contrarrevolución preventiva.
De
la situación crítica al proyecto crítico
La conciencia y solidaridad de clase no se forman
espontáneamente ni con celeridad. Al disgusto colectivo es necesario inducirle
cierto sentido. En el seno del pueblo explotado y resentido madura una
transición cultural a la cual es preciso alentar y darle un propósito, ya que
dejada a la espontaneidad puede extraviarse. A contramano de la ofensiva diaria
que la reacción arroja sobre esa masa social para impregnarla con una
subcultura funcional a sus intereses, corresponde promover la contracultura
expresiva de las reivindicaciones y expectativas populares.
La observación de Lenin según la cual “la cultura
dominante es la cultura de la clase dominante” no significa que la burguesía
desea que cada trabajador piense como un empresario, sino que esa cultura
afinque los respectivos roles sociales: el burgués educa a su hijo como un
ejecutivo sagaz, y al obrero y su prole como servidores dóciles y cumplidores.
A contramano, la contracultura popular debe impulsar a cada trabajador ‑‑y cada
marginado‑‑ a reaccionar como ciudadanos conscientes de sus derechos y de sus
deberes de solidaridad.
Es con base en ello que se forma la independencia crítica
del pensamiento popular ante la agenda temática, las interpretaciones y mitos
de los grandes medios y demás instrumentos de inseminación ideológica de la
clase dominante. Desarrollar esa contracultura posibilita que los explotados se
emancipen de la cultura hegemónica oponiéndole sus propios temas y valores.
Para los grupos involucrados, el proceso va de tener una percepción de la realidad objetiva de su actual situación
hacia darse una proyección subjetiva
de su propia fuerza social.
Ser parte de la población más desfavorecida e inconforme
no necesariamente lleva a cada quien a buscar alternativas revolucionarias.
Antes puede inducir al resentimiento depredador, al fiasco moral y a salidas
individuales de corto plazo, máxime al faltar una opción confiable y factible.
La contracultura popular apunta a superar solidariamente las rutas del delito y
la degradación, del oportunismo político o la enajenación evangélica,
funcionales al sistema establecido, que el neoliberalismo acentúa. Para elegir
una opción moral y políticamente acertada hace falta tener acceso a una
propuesta creíble e integradora, que promueva actuar en común para fines de
amplia proyección.
Para cada sujeto ‑‑individual y colectivo‑‑ la cuestión es “cómo pasar de una situación crítica a una visión crítica y, acto seguido, alcanzar
una toma de conciencia”[11]. Esto implica enfrentar la
dura existencia de la pobreza y la injustica como un hecho real, y a la vez
como una paradoja: la de aceptar esta realidad para poder sobrevivir en
ella, pero al mismo tiempo darse capacidad de resistir y poder pensar
y actuar para cambiarla, luchando colectivamente por otro futuro. Propiciar
que este salto se realice demanda desarrollar una pedagogía popular, para
reconstruir ideas y propuestas, así como formas de organización que ayuden a
los diferentes sectores del “pobretariado” a asumir esa visión y proyecto
confiables.[12]
La cultura dominante dispone del poderoso soporte de los
medios de comunicación masiva de la clase que los controla. Sin embargo, para
superarla no basta crear medios alternativos ni soñar con disponer de
instrumentos comparables a los burgueses. Antes la creatividad popular debe
aprender a contraponer sus propios mensajes a los de los grandes medios, sin
concesiones a su cultura sino a partir de su propia contracultura.
Si
una y otra vez hacemos lo mismo, recaemos en iguales resultados. Si las
izquierdas insisten en comunicarse en las formas de siempre con los sectores
del “pobretariado” que desoyen sus llamados, esto prueba que necesitan crear
otros modos de hacerlo, que probablemente no serán iguales para cada distinto sector.
Al
respecto, Joao Pedro Stedile dice que lo primero es impulsar lo “que eleve el nivel de
conciencia política e ideológica de nuestra base social”, pues urge “formar grandes
contingentes de militantes de la nueva generación joven que fue confundida por
el neoliberalismo y los medios de comunicación burguesa”. Y agrega que esto exige
producir nuevas formas de comunicación masiva, donde compartir y “profundizar el
conocimiento y articular fuerzas alrededor de un nuevo proyecto de desarrollo
popular”.
Stedile
añade que igualmente “debemos construir nuevos modos de lucha masiva”, pues “las formas clásicas como
[las] huelgas, paralizaciones o marchas son insuficientes, y por ello
necesitamos ser creativos”, pues “requerimos desarrollar nuevos instrumentos de lucha que motiven a la
gente, aglutinar a la juventud y dar un sentido de esperanza a nuestras luchas”. Por esto también “necesitamos
organizaciones políticas y sociales de nuevo tipo”, y para conseguirlo “hay que trabajar sin
fórmulas o modelos predeterminados”.[13]
Cuándo el progresismo existe
Crear
otros tipos de organizaciones y formas de lucha envuelve un importante
componente ético, esencial de toda agrupación de izquierda. Si un liderazgo
propone transformar al país pero admite arreglos oportunistas, como negociar
conductas políticas con benefactores financieros, deslizarse al centro político
o tolerarle conductas moralmente dudosas a sus dirigentes o aliados, destruye
la credibilidad que le permite permanecer vigente. La confiabilidad en entredicho
lleva al escepticismo y acto seguido la suspicacia popular concluye que “estos
son iguales que los otros”.
Ese
fenómeno es asimétrico. Si un partido liberal admite tales actuaciones a nadie
sorprende, pues su moralidad no es otra que la del régimen que representa. Pero
si ello ocurre en una organización que plantea transformar al país y darle otro
horizonte ético, aceptar actuaciones que recuerdan al repertorio moral
oligárquico no es un contrasentido sino una aberración. Para la militancia revolucionaria
ser consecuentes con determinada ética ‑‑por cuyos principios se está dispuesto
a perder la libertad y hasta dar la vida‑‑, esto es definitorio. Y asimismo
para la credibilidad y confianza ciudadanas.
Otros
igualmente lo ven así. Al dirigirse al Encuentro Mundial de Movimientos
Populares, el Papa Francisco destacó que “quienes han optado por una
vida de servicio tienen una obligación adicional que se suma a la honestidad
con la que cualquier persona debe actuar en la vida. La vara es más alta: hay
que vivir la vocación de servir con un fuerte sentido de austeridad y humildad.
Esto vale para los políticos pero también vale para los dirigentes sociales y
para nosotros, los pastores”.[14]
Las
izquierdas, tanto más, tienen la misión de realizarse como referente ético y
reserva moral del país. Su consistencia cívica no solo es un deber de
consecuencia con los valores que la definen, sino de confiabilidad. Como,
asimismo, condición para articularse con otros sectores de similar firmeza
ética. No en balde, los medios de la clase dominante son infatigables cazadores
de reales o verosímiles flaquezas de la izquierda, porque estas la descalifican
como tal.
Cuando
los jóvenes ‑‑entre otros grupos‑‑ desoyen el llamado de las izquierdas, es un
error prejuzgar que son social o moralmente irresponsables, o que los ganó la
derecha. Es más probable que expresan un rechazo a la política y los políticos
conocidos, que no responden a sus expectativas. La suya es una actitud crítica
frente al estatus quo y, si no sabemos orientarla, podrá tomar rumbos
depredadores. Antes que deplorar su actitud toca examinar si el problema viene
de nuestras deficientes formas de interactuar con ellos, y de ofrecerles
ejemplos que ameriten ganar su confianza.
Paradójicamente,
aunque padecemos regímenes de democracia restringida, hoy son las izquierdas y
el progresismo quienes descuellan como defensores de los principios e
instituciones democráticas. Pero esa institucionalidad todavía es aquella que
anteriores gobiernos conservadores implantaron para mantener y reproducir al
viajo país injusto, e impedir la efectiva democratización del sistema. Con su
nombre largamente vilipendiado por explotadores y oportunistas, la democracia
ya no tiene el prestigio que antes le daba convocatoria a su invocación.
Defenderla solo tiene sentido si es exigiendo la reforma política que vuela a
darle sentido y proyección popular y participativa al régimen democrático.
Esto
exige esclarecer cuál proyecto de nuevo país las izquierdas y el progresismo
proponen, y exigir que sus demás acciones sean consecuentes con ese compromiso.
Porque en el análisis del acontecer que nos rodea, tanto como en la producción
teórica que aportamos, debemos renovar medios eficaces para convertir
indignación social en militancia política, no apenas para derrotar a la
ofensiva contrarrevolucionaria sino para transformar a la nación, como las dos
caras del mismo proceso.
Lo
que a su vez demanda intercambiar ideas con los otros grupos sociales
inconformes y progresistas, para traducir esas
ideas en fuerza política haciéndolas prender en la gente, así como
también reclama formar nuevos militantes en los ámbitos tanto del trabajo como
de la convivencia comunitaria, donde los dramas sociales igualmente tienen
lugar.
El
progresismo y las izquierdas solo son lo que dicen ser en tanto realizan y
renuevan capacidad para formar nuevos contingentes sociales y ayudarlos a darse
mejores modos de organización y participación. En tanto amplían capacidad para
interactuar ‑‑aprender, aportar, cooperar‑‑ con los sectores afines en unas u
otras reivindicaciones comunes. En tanto demuestran capacidad para contribuir a
articular y ampliar movimientos y frentes nacionales ‑‑junto a otras clases y
fracciones de clases‑‑ conducentes a conformar el bloque social de las fuerzas
que comparten la voluntad y el proyecto de construir un nuevo país. Proyecto y
bloque que derrote la ofensiva de derecha en el campo de las ideas y en el de
la práctica política, al coordinar la parte más progresiva de la nación, entendida
como ámbito de la unidad y lucha de clases en la producción del siguiente
acontecer histórico.
En
la medida en que expresa a ese bloque social y sea capaz de aportarle
contingentes e iniciativas adicionales, el progresismo existe. Y en cuanto deja
de hacerlo, debe ser estremecido y renovado. Porque la lucha continúa.
NOTAS:
[1]. La historia
latinoamericana del siglo XX recuerda sucesivos movimientos de este género, con
las particularidades de cada época y región. Entre ellos, los relacionados con
las revoluciones liberales, la revolución mexicana, el sandinismo, las
revoluciones guatemalteca y boliviana, las revoluciones cubanas del 33 y el 59,
con procesos asociados al cardenismo, el primer aprismo, el movimientismo
boliviano, a algunas expresiones del peronismo y del laborismo brasileño, el
torrijismo, etc.
[2]. De gobiernos
constituidos de esa forma no cabe esperar actuaciones comparables a las de los
provenientes de una revolución. En 1917, cuando la revolución rusa, en 1959 con
la cubana o en 1979 con la nicaragüense, el ejército, la policía y las
instituciones básicas del Estado, y sus operadores, se desbandaron. Los líderes
revolucionarios reorganizaron al Estado según sus respectivos proyectos, sin tener
que negociarlos con el régimen anterior.
[3]. En “La revolución es
continental o mundial o es caricatura de revolución”, conferencia dictada el 20
de septiembre de 2016. Ver
http://www.marcha.org.ar/garcia-linera-larevolucion-continental-.mundial-caricaturss-revolucion/
[4]. García Linera define sentido común como los conceptos
íntimos, morales y lógicos, con los que la gente organiza su vida.
[5]. “Diez lecciones
posibles tras la destitución de Dilma Rousseff”, en boffsemanal@servicioskoinonia.org, del
25 de septiembre de 2016.
[6]. En ese marco suele
criticarse el extractivismo atribuido
a los gobiernos progresistas. Aunque es deplorable que un gobierno de izquierda
admita tales prácticas, esa crítica soslaya que el problema viene del
capitalismo “salvaje” y los regímenes conservadores, y que fue exacerbado por
las políticas neoliberales, desde antes de esta oleada progresista. Al
contrario, el progresismo generalmente procuró someter esas actividades a mejores
reglas sociales y ambientales.
[7]. De esto ya me ocupé
anteriormente y no hace falta repetirme aquí. Ver “Una coyuntura liberadora… ¿y después?” en
Rebelión del 23 de julio de 2009, “Una liberación por completar” en Alai del 17
de agosto de 2009 y, en particular, “¿Quién es la “nueva” derecha?” en Alai del
14 de abril de 2010 y Rebelión del siguiente día.
[8]. Por ejemplo, en la
inminencia del golpe parlamentario en Brasil, Lula da Silva apuntó que mientras
una parte de ese pueblo salía a manifestar, otra se quedaba a mirar televisión.
Ese tema reclama examinarse, porque avanzar demanda integrar fuerzas
adicionales.
[9]. Como
incertidumbre e inseguridad sobre la subsistencia, la integridad personal y el
futuro personales y familiares, sobre las creencias y la confianza cívica y
política, sobre la convivencia comunitaria, la supervivencia del país y del
mundo, etc.
[10]. Ver Luis Bilbao, “América
Latina no gira a la derecha”, en ALAI, América Latina en movimiento, 11 de febrero de 2010.
[11].
Ver Milton Santos, Por uma outra
globalização: de pensamento único à consciência universal. Ed. Record, Rio
de Janeiro, 2007, p. 116 (original en portugués, cursivas de NC).
[12]. Una de las
tareas de toda izquierda es desarrollar esa pedagogía, que en Latinoamérica ha
tenido valiosos precursores, desde los tiempos de Paulo Freire.
[13]. Ver “Los desafíos de
los movimientos sociales latinoamericanos”, América
Latina en movimiento, Agencia Latinoamericana de Información (http://alainet.org), 4 de diciembre de
2006).
[14]. Discurso del Papa Francisco ante el Encuentro
Mundial de Movimientos Populares, el 5 de noviembre de 2016. Ver
http://movimientospopulares.org/el-discurso-completo-de-papa-francisco-a-los-movimientos-populares/.
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