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sábado, 14 de enero de 2017

Argentina: Ricardo Piglia y las rebeldías

No es Piglia no lo será tampoco para las futuras generaciones- un escritor fácil y cada obra de ficción suya ofrece varios niveles de interpretación, algo que motiva a entrar en sus páginas con intención de develamiento y asumida actitud clarividente y rabdomante.

Carlos María Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

El escritor argentino Ricardo Piglia (1941-2017).
Pido perdón por ser autorreferencial: no conocí a Ricardo Piglia (1941-2017). No tuve oportunidad de verlo nunca en este Buenos Aires de los desencuentros y la superpoblación de seres aislados, en La ciudad ausente de su narración de 1992, de cuya adaptación escénica -también por él compuesta- resultó la ópera que con música de Gerardo Gandini se estrenó en el Teatro Colón en octubre de 1995.

Llegué incluso algo retrasado a sus libros y  la primera aproximación a la novela Respiración artificial, publicada con gran suceso en 1980 fue ya después de mis treinta años. En cumplimiento sin saberlo de cierto consejo suyo: Hay que preservar la lentitud, llegar tarde a la moda, volví a sus páginas más de una década después  y si primero me había aguijoneado igual que  el enunciado de un teorema  el afán de atreverme por esa dinámica opresiva de sospechas, comunicaciones epistolares, palabras sugeridas, historial de posibles e inverificables delaciones que acompañan y van marcando  el ingreso de los personajes –o de las presencias-: Marcelo Maggi, Emilio Renzi, Luciano Ossorio y la memoria de su abuelo Enrique,  a partir  uno del otro como con las muñecas rusas, en la siguiente y morosa relectura me ganó  un irrefrenable interés, más acorde en verdad con la oferta del género narrativo. Interés por su argumento  nada lineal ciertamente aunque con toques  incitantes de novela policial, género al que Respiración artificial  homenajea y del que saca buen partido, sin recurrir al sarcasmo o la caricatura de los Holmes, los Brown o los Augusto Dupin,  tal el caso de Isidro Parodi, aquel detective sedentario y antiguo dueño de una barbería del barrio Sur pergeñado por Borges y Bioy Casares.

Creí atar entonces los cabos que me habían quedado sueltos y advertir que la referencia al decimonónico gobierno autoritario de Juan Manuel de Rosas, pertrechado por espías y mazorqueros, cabía ser entendida como una alegoría de la  dictadura de Videla con su correlato de desapariciones y reparto de calcomanías subrayando que los argentinos éramos derechos y humanos.  En tanto que la relación de parentesco entre los protagonistas bien podría remitir a la fatalidad de otra estirpe: la del pueblo argentino en su cohesión o dispersión, condenado  quizá a siglos de recurrente tragedia y a cargar con ella sangre a sangre y sangre sobre sangre, rememorando el mito griego de los labdácidas.

No es Piglia no lo será tampoco para las futuras generaciones- un escritor fácil y cada obra de ficción suya ofrece varios niveles de interpretación, algo que motiva a entrar en sus páginas con intención de develamiento y asumida actitud clarividente y rabdomante. Claro que a menudo uno de esos posibles niveles de comprensión, corresponde a la crítica social y al notorio  rechazo al capitalismo; qué otra cosa que un repudio al monetarismo de los Chicago Boys puede representar el corolario casi sinfónico de Plata quemada” (1997), novela construida a partir de un hecho policial  acaecido en 1965. Todo ello en concordancia con una posición de izquierda independiente mantenida hasta el final de los días por parte del sempiterno adversario estético del realismo estalinista y más de la propaganda ramplona de ciertos burócratas del partido comunista. (Hacia finales de los 60´ lamentó en  un fragmento de “Los diarios de Emilio Renzi”, que Andrés Rivera, aún miembro del PCA, juzgara de “aventurerismo” las acciones de los Tupamaros).                                               

Las ficciones de  Piglia se dan  la mano en ingenio, erudición y lucidez con sus obras de crítica literaria, como que el hermeneuta  de Borges y Arlt, de Macedonio Fernández y Gombrowisz, de Manuel Puig y Juan José Saer, lejos de simplificar con demagogia sus estilos, recursos  y mensajes,  se dio a echar luz sobre los universos de esos y de tantos otros creadores; por ejemplo Rig Lardner, Thomas Wolfe, William Faulkner, Francis Scott Fitzgerald, Nelson Algren, Truman Capote, John Updike y James Baldwin,  cuyos espacios  en las letras norteamericanas definió con precisión en los prólogos redactados en 1967 para acompañar sus cuentos  que se publicaron con el título Crónicas de Norteamérica en la serie de antologías que editaba Jorge Alvarez  y dirigía Pirí Lugones, en 1977 secuestrada por grupos de tareas y luego asesinada. 
                                        
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Comencé admitiendo no sin pena que nunca lo conocí. Los once años y algunos meses de edad  que nos separaban,  significaron en los hechos que Piglia era joven cuando yo era niño o ingresaba en la adolescencia, en tanto borroneaba mis primeros versos y me escabullía  de las miradas de mis mayores con la revista Cristianismo y Revolución bajo el pulóver y una fotografía del sacerdote guerrillero colombiano Camilo Torres en el bolsillo para participar en las postrimerías de la dictadura de Onganía,  de reuniones políticas clandestinas del peronismo o de la proyección de “La hora de los hornos”, el film de Fernando “Pino” Solanas y Octavio Getino. 

Sin embargo, ahora, al leer el segundo tomo de Los diarios de Emilio Renzi correspondiente al período que va de 1968 a 1975, encuentro el dato que el 27 de junio de 1970  concurrió  al homenaje tributado en el cementerio de la Recoleta al militante de Vanguardia Comunista y periodista Emilio Jáuregui, asesinado por la policía un año antes en la intersección de las calles porteñas Tucumán y Larrea, mientras repudiaba la visita de Nelson Rockefeller el enviado del presidente  Nixon. (A su memoria  Juan Gelman escribió por entonces el poema Muerte de Emilio Jaúregui.)

Lo cierto es que compartimos esa recalentada jornada invernal de la que  tengo vivo el recuerdo de los cócteles molotov que llameaban entre las tumbas y el ruido sordo de las bombas de gas lacrimógeno, la llanta de un coche que empezó a incendiarse. Sin duda sería también yo  uno de los que  mostraban   el rostro lloroso.” Y de los caminaban  “con aire sedicioso por las calles vacías esquivando a los policías, de acuerdo con la descripción de aquella reunión contestataria que obra en la página 196 del libro. No era mucha gente la congregada allí: un grupo de militantes entre los que alguien sin rostro me indicó con voz clara que corriera hacia el peristilo porque la guardia de infantería avanzaba desde el fondo.  Pronto hará 47 años de ese momento  sobre el que habíamos guardado ambos parecidas vivencias. Aunque vale hacerme hoy la misma pregunta con la que se inicia Respiración artificial: ¿Hay una historia?”…                                 

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