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sábado, 25 de marzo de 2017

Guatemala: la tragedia de las niñas quemadas evidencia una sociedad envilecida

Algunas de las características de los guatemaltecos de hoy dan pena o vergüenza, pero deben entenderse como producto o resultado de esa historia que ha ido dejando esas huellas. Guatemala es hoy una sociedad con un tejido social destruido, en donde han prevalecido antivalores que se han impuesto a través de la fuerza y la prepotencia.

Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica

Partamos de una idea básica: toda sociedad es una construcción que se va estructurando a través del tiempo. No es algo dado de una vez y para siempre, igual a sí misma en cualquier momento. Es el resultado de las decisiones, acciones y omisiones que se han tomado o realizado en distintos momentos de su historia, y que la han ido perfilando de una determinada manera.

La sociedad guatemalteca de hoy es producto de una historia difícil de catalogar positivamente: ha estado plagada de dictaduras, de autoritarismo y represión desde tiempos coloniales. Y en su historia reciente se han vivido situaciones que con dificultad podríamos ubicar en la categoría de civilizadas.

Algunas de las características de los guatemaltecos de hoy dan pena o vergüenza, pero deben entenderse como producto o resultado de esa historia que ha ido dejando esas huellas. Guatemala es hoy una sociedad con un tejido social destruido, en donde han prevalecido antivalores que se han impuesto a través de la fuerza y la prepotencia.

Son características que aparecen con más evidencia en ciertas circunstancias, cuando la sociedad es puesta en tensión en momentos críticos. Es lo que ha pasado con el drama vivido con la muerte violenta de más de cuarenta niñas en un albergue del Estado, en donde se supone que debían estar protegidas.

El hecho mismo reviste un carácter casi incomprensible para quien no vive en ese contexto que ha naturalizado la violencia, la desigualdad y la intolerancia: niñas maltratadas, comerciadas y envilecidas, reprimidas hasta la muerte de la manera más atroz que pueda concebirse; encerrándolas y dejándolas arder vivas como forma de castigo ante la mirada impávida de sus carceleros que debieron ser protectores y guías, mientras sus compañeros de encierro y penurias clamaban por que se les socorriera o porque los dejaran socorrerlas.

Pero tanto o más indignantes y vergonzosos son los comentarios de los guatemaltecos comunes y corrientes, amas de casa, padres de familia, trabajadores y trabajadoras seguramente honrados de sacrificada labor diaria, que no solo avalan sino celebran con sus comentarios en la calle, en las redes sociales, en los comentarios en los periódicos, lo sucedido, y llenan de epítetos e insultos a las niñas muertas llamándolas con los calificativos más infames, arrojando la primera piedra y tomando más para lapidarlas sin misericordia.

Esa, y no las niñas muertas son nuestra vergüenza de hoy. Porque las muchachas que se encontraban en ese albergue son el producto de una sociedad a la que años de colonialismo, decenas de años de dictaduras y una guerra genocida han vuelto un engendro violento, desalmado e ignorante. Pero ellos, los que tan abierta y alegremente hacen ese tipo de comentarios, son el espejo que nos muestra hasta donde hemos llegado, lo que somos.

Ante esta situación, el tener a quien tenemos gobernando ahora y antes no es una sorpresa. En ninguna otra circunstancia más cierto aquello de que todo pueblo tiene los gobernantes que se merece.

La única y real esperanza es la idea con la que iniciamos estas líneas: esa forma de  ser actual puede cambiar y transformarse en otra cosa; pero para ello es necesaria la chispa que incendie la pradera que lleve al cambio, a la regeneración, a ser otra cosa más próxima a la humanidad. Pero para eso hay que hacer cambios radicales, limpiar, abrir la ventanas, barrer la casa, dejar que entre el aire fresco y luego invertir en nosotros mismos, en educación, en valores, en justicia, en verdad. Solo así se podrá cambiar. Solo así se puede iniciar la construcción de una nueva forma de ser. Una identidad que no nos avergüence.

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