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sábado, 1 de abril de 2017

Octubre 1917: ayer y mañana

La construcción de la paz es la meta que debe perseguir la humanidad si quiere sobrevivir; para conseguir la cual se requiere la erradicación de todos los imperios y la refutación de las ideologías imperiales, como paso previo al nacimiento  de una humanidad que sea liberada de la explotación de unos grupos socioeconómicos sobre otros.

Arnoldo Mora Rodríguez / Especial para Con Nuestra América

Mirar el calendario es una buena medicina contra la galopante y preocupante  amnesia histórica – cuyas raíces son ideológicas- que parece azotar al mundo actual. Occidente vive del presente, por el presente y para el presente; asume que el tiempo es únicamente el instante; sufre  de una visión atomizante, es decir, de una dicotomía, por no decir, esquizofrenia en su visión-del-mundo. Esta manera de asumir hoy su papel en la historia solo puede engendrar personalidades patológicas; lo cual es extremadamente grave, dada la capacidad de destrucción que sus líderes han logrado acumular y que se refleja en el arsenal nuclear de que disponen. Por eso considero que uno de los antídotos es mantener viva y activa la memoria histórica. Lo cual responde a la crucial pregunta en torno a de dónde venimos, paso previo e imprescindible para poder avizorar  el horizonte hacia a dónde vamos o debemos ir y qué somos en la actualidad. Es dentro de esta perspectiva filosófica que me propongo avocarme, en las siguientes y esquemáticas líneas, a evaluar, a partir de una perspectiva del siglo XXI,  el evento que, desde sus inicios, marcó en forma indeleble la historia reciente de la humanidad, entendiendo por “reciente”, el siglo que acaba de pasar, el siglo más violento de la historia de la especie sapiens.

La edad moderna (siglo XVII) se caracteriza por ser el escenario  de las revoluciones liberales, que representan el ascenso de una nueva clase social como protagonista hegemónico de la historia, la burguesía financiera o preindustrial y, por consiguiente, precapitalista. La edad contemporánea tuvo su nacimiento o su cuna al calor de la Revolución Francesa, que encarna el ascenso del capitalismo en su fase industrial.  El siglo XX, por su parte, se inicia con otra revolución, la Bolchevique o Revolución de Octubre, la primera gran revolución  social triunfante  en el ámbito mundial (la primera revolución, cronológicamente hablando,  del siglo XX, fue la mejicana (1910). Ambas revoluciones, la mejicana y  la rusa, tienen  como característica geopolítica el haberse escenificado en la periferia inmediata o circumvecina del mundo occidental, una en el viejo continente y la otra en el nuevo, ambas en los linderos inmediatos de las potencias industriales capitalistas con pretensiones de dominio mundial, es decir, política e ideológicamente imperialistas. La revolución industrial posibilitó  que las potencias centrales pretendieran dividirse el mundo como si fuera un queque de bodas o de cumpleaños. Esta ambición desmedida y voracidad  de  rapiña llevó a la Primera Guerra Mundial, que significó el harakiri de Europa como potencia mundial. Por eso todos los movimientos y organizaciones ideológicas, lo mismo que las fuerzas sociales y políticas progresistas encabezados por los partidos de ideología socialista, se opusieran aunque en vano a tan abominable carnicería como fue en realidad  la I Guerra Mundial (1914-18).  Es de notar que, en el mundo occidental, el  más destacado centro de poder que se opuso a esa guerra de rapiña fue la Santa Sede, cuya diplomacia se granjeó con ello un enorme y creciente prestigio internacional. Es en este contexto político mundial que emergerá la revolución rusa como uno de los eventos de mayor trascendencia histórica de los últimos cien años. Su importancia radica, entre otras características, en que fue la primera que cuestionó como un todo la hegemonía que Occidente venía ejerciendo en la historia de la humanidad desde el siglo VI a. C. con el triunfo de los griegos sobre los persas.  La revolución de Rusia hará posible en la segunda mitad del siglo XX el otro evento con que se inicia la segunda mitad de siglo y que representa el ascenso al protagonismo histórico a una de las más antiguas culturas asiáticas: la revolución china liderada por Mao Tse Tung (1949). Vendría luego la Revolución Cubana que inicia una nueva etapa histórico-política  en el Nuevo Mundo (1959). Sin la Revolución de Octubre, acaecida en la capital del Imperio Zarista (Petrogrado), las otras revoluciones no hubieran sido posibles, ni siquiera pensables.

Como reacción a la Revolución Bolchevique sobrevino en el mundo capitalista el surgimiento del fascismo que se inició y tuvo como caldo de cultivo a los países del Centro y Sur Europeos de tradición católica que se habían secularmente opuesto a los movimientos surgidos en el seno  de la Reforma iniciada por Martín Lutero, ni tampoco habían aceptado ninguna otra revolución posterior de ideología liberal, a pesar de que  fuera en un país latino de tradición y cultura católica como era Francia, donde se dio la revolución que ha dado origen a la era contemporánea. El fascismo surge en Italia, se extiende al Sur de  Alemania y luego a todo ese país, a la Península Ibérica (la España  de Franco y el Portugal de Salazar), pero tiene su máxima virulencia en el nazismo especialmente  en Austria, donde radicó  hasta la abdicación  (1917) del  último Emperador de Occidente, Francisco José II, la sede del medieval Imperio Cristiano. El nazifacismo fue la respuesta desesperada de las potencias capitalistas ante la inocultable consolidación de la Unión Soviética, a pesar de que ejércitos de 18 países de gobiernos burgueses habían en vano tratado de aplastarla en la Guerra Civil (1918-1922).  A todo esto se añade el  éxito de los planes quinquenales implantados por Stalin, a fin de impulsar  una industrialización forzada en los atrasados y gigantescos territorios del antiguo y recién fenecido Imperio Zarista. Todo lo cual desembocó en la mayor carnicería de la historia como fue la II Guerra Mundial y ganada en lo fundamental por el Ejército Rojo, cuyo jefe político-militar indiscutible fue José Stalin. A partir de entonces y por casi medio siglo, el mundo entero se dividió en dos  campos antagónicos: el capitalista y el comunista. Estos bloques ideológicos nunca fueron capaces de convivir en paz, pues la Guerra Fría, que entonces surgió,  tuvo más de “guerra” que de “fría”. A pesar de incuestionables logros en el campo social, el bloque comunista  no fue capaz de superar los impactantes logros en la revolución científico-técnica que publicitaba con razón y orgullo el mundo capitalista desarrollado, por lo que súbitamente la Unión Soviética  se desintegró sin haber aún terminado el siglo (1990). Ya iniciado el tercer milenio de nuestra era  y cuando Occidente da muestras de una decadencia indetenible, surgen nuevos bloques y nuevos centros de poder mundial, como China, India y la formación de bloques regionales, como el África Subsahariana y América Latina y el Caribe. En cuanto a la formación de un bloque de países árabes, solo será posible el día en que superen su visión estrechamente  islámica, esto es, el día en que se inspiren en criterios geopolíticos y no en cosmovisiones inspiradas en creencias religiosas hábilmente manipuladas por intereses financieros y geopolíticos de las potencias occidentales. El mundo postoccidental se encamina hacia la conformación de bloques, geoculturalmente compactados, como paso previo a la configuración de un gobierno con jurisdicción planetaria  que sobreguarde los intereses vitales de toda la especie humana...
Pero no olvidemos que todo comenzó en Octubre de 1917 en la capital del Imperio zarista de todas las Rusias. Su líder indiscutible fue el jefe del Partido Bolchevique,  Vladimir Ilich Ulianov (Lenin).  Su concepción filosófica se inspiró en el marxismo adaptado a las circunstancias políticas del momento  que vivía la política mundial, a la historia rusa y a la cultura eslava de un pueblo que llevaba al menos medio siglo de ininterrumpidas y sangrientas insurrecciones enfrentando al decadente despotismo zarista. Si bien este movimiento revolucionario preconizaba como programa central la construcción del socialismo en el atrasado imperio zarista, su triunfo no se debió a sus propuestas en el campo social y económico. Su consigna, que le valió el apoyo masivo del pueblo ruso, fue su grito proclamando la paz inmediata y la consiguiente firma de un acuerdo de cese de hostilidades con el  Imperio prusiano y así acabar con la monstruosa masacre de ambos pueblos. Esto solo se podía hacer derrocando al  gobierno provisional de Kerenski, impuesto por la débil y claudicante burguesía local como consecuencia de la abdicación del Zar. Pero visto con una perspectiva histórica,  la revolución de Lenin  fue mucho más lejos: abrió una nueva época en la historia. La construcción de la paz es la meta que debe perseguir la humanidad si quiere sobrevivir; para conseguir la cual se requiere la erradicación de todos los imperios y la refutación de las ideologías imperiales, como paso previo al nacimiento  de una humanidad que sea liberada de la explotación de unos grupos socioeconómicos sobre otros, como proclamaba Marx, capaz de  detener eficazmente la destrucción de las especies vivientes, convivir con las diversas tradiciones y cosmovisiones culturales y religiosas, viendo en ellas una inagotable riqueza en valores humanos que solo da la diversidad… Ese es el sentido actual del mensaje de paz que hizo posible el triunfo  de la Revolución de Octubre de 1917, cuyo centenario conmemoramos hoy.  

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