Algunas
de las características de los guatemaltecos de hoy dan pena o vergüenza, pero
deben entenderse como producto o resultado de esa historia que ha ido dejando
esas huellas. Guatemala es hoy una sociedad con un tejido social destruido, en
donde han prevalecido antivalores que se han impuesto a través de la fuerza y
la prepotencia.
Rafael Cuevas Molina / Presidente
AUNA-Costa Rica
Partamos
de una idea básica: toda sociedad es una construcción que se va estructurando a
través del tiempo. No es algo dado de una vez y para siempre, igual a sí misma
en cualquier momento. Es el resultado de las decisiones, acciones y omisiones
que se han tomado o realizado en distintos momentos de su historia, y que la
han ido perfilando de una determinada manera.
La
sociedad guatemalteca de hoy es producto de una historia difícil de catalogar
positivamente: ha estado plagada de dictaduras, de autoritarismo y represión
desde tiempos coloniales. Y en su historia reciente se han vivido situaciones
que con dificultad podríamos ubicar en la categoría de civilizadas.
Algunas
de las características de los guatemaltecos de hoy dan pena o vergüenza, pero
deben entenderse como producto o resultado de esa historia que ha ido dejando
esas huellas. Guatemala es hoy una sociedad con un tejido social destruido, en
donde han prevalecido antivalores que se han impuesto a través de la fuerza y
la prepotencia.
Son
características que aparecen con más evidencia en ciertas circunstancias,
cuando la sociedad es puesta en tensión en momentos críticos. Es lo que ha
pasado con el drama vivido con la muerte violenta de más de cuarenta niñas en
un albergue del Estado, en donde se supone que debían estar protegidas.
El
hecho mismo reviste un carácter casi incomprensible para quien no vive en ese
contexto que ha naturalizado la violencia, la desigualdad y la intolerancia:
niñas maltratadas, comerciadas y envilecidas, reprimidas hasta la muerte de la
manera más atroz que pueda concebirse; encerrándolas y dejándolas arder vivas
como forma de castigo ante la mirada impávida de sus carceleros que debieron
ser protectores y guías, mientras sus compañeros de encierro y penurias
clamaban por que se les socorriera o porque los dejaran socorrerlas.
Pero
tanto o más indignantes y vergonzosos son los comentarios de los guatemaltecos
comunes y corrientes, amas de casa, padres de familia, trabajadores y
trabajadoras seguramente honrados de sacrificada labor diaria, que no solo
avalan sino celebran con sus comentarios en la calle, en las redes sociales, en
los comentarios en los periódicos, lo sucedido, y llenan de epítetos e insultos
a las niñas muertas llamándolas con los calificativos más infames, arrojando la
primera piedra y tomando más para lapidarlas sin misericordia.
Esa,
y no las niñas muertas son nuestra vergüenza de hoy. Porque las muchachas que
se encontraban en ese albergue son el producto de una sociedad a la que años de
colonialismo, decenas de años de dictaduras y una guerra genocida han vuelto un
engendro violento, desalmado e ignorante. Pero ellos, los que tan abierta y
alegremente hacen ese tipo de comentarios, son el espejo que nos muestra hasta
donde hemos llegado, lo que somos.
Ante
esta situación, el tener a quien tenemos gobernando ahora y antes no es una
sorpresa. En ninguna otra circunstancia más cierto aquello de que todo pueblo
tiene los gobernantes que se merece.
La
única y real esperanza es la idea con la que iniciamos estas líneas: esa forma
de ser actual puede cambiar y
transformarse en otra cosa; pero para ello es necesaria la chispa que incendie
la pradera que lleve al cambio, a la regeneración, a ser otra cosa más próxima
a la humanidad. Pero para eso hay que hacer cambios radicales, limpiar, abrir
la ventanas, barrer la casa, dejar que entre el aire fresco y luego invertir en
nosotros mismos, en educación, en valores, en justicia, en verdad. Solo así se
podrá cambiar. Solo así se puede iniciar la construcción de una nueva forma de
ser. Una identidad que no nos avergüence.
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