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sábado, 25 de agosto de 2018

Guatemala: entre pena de muerte y aborto

La discusión en torno al aborto también patentiza esta violencia latente en la sociedad. Los argumentos que lo adversan rayan en la más increíble hipocresía: se pide la pena de muerte, pero se considera que la decisión de una mujer sobre su propio cuerpo es condenable.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

En Guatemala la histórica cultura de violencia define buena parte, si no todas, las relaciones interhumanas. Decimos “histórica”, por cuanto la construcción de la identidad guatemalteca –siempre problemática, nunca terminada– apoya en un monumental ejercicio de violencia que viene desde hace cinco siglos. Allí anida un núcleo fundamental para entender la realidad actual: el desprecio por la vida del otro, la exclusión del diferente, la glorificación del poderoso. Todo ello explica el racismo, el machismo y la tremenda distancia entre quienes todo tienen y quienes no tienen nada.

La violencia va de la mano de la impunidad (“el que manda, manda…y si se equivoca, vuelve a mandar”); quien detenta poder puede matar, excluir, violar, estafar, sin problema, seguro que no habrá castigo. Las leyes están hechas para avalar ese estado de cosas. En ese horizonte cultural se da un fenómeno curioso: se avalan acciones violentas como la pena de muerte (o eventualmente el linchamiento), pero se adversa –con una fuerza visceral llamativa– el aborto (¿expresión también de una medieval y repugnante cultura de violencia machista-patriarcal?)

La discusión sobre ambos puntos se presenta como algo eterno: la pena de muerte ¿disuade o no a los delincuentes? Argumentos a favor de cada una de estas posiciones no faltan: “con su instauración, la comisión de crímenes no baja”, dirán algunos (efectivamente con razón). Otros, desde una posición evidentemente conservadora, alegarán que la sociedad necesita defenderse de los atropellos de los asociales, por lo que la pena de muerte es un buen castigo contra aquellos que “ya no tienen arreglo”.

En estas posiciones se traslucen proyectos generales, actitudes filosóficas de fondo, aunque no se las explicite: el respeto por la vida y la diversidad en un caso junto con la esperanza en el ser humano, mientras que en su antípoda, para quienes apoyan la pena: una visión conservadora de las cosas donde la defensa irrestricta del orden constituido tiene preeminencia sobre otros aspectos. En esa lógica, la propiedad privada puede llegar a ser más importante que la vida misma.

Actitud progresista versus mentalidad conservadora son los polos de la discusión. Y la discusión, sin dudas, está instalada en la sociedad guatemalteca. Ahora bien: lo que se quiere destacar aquí es el significado que tiene el hecho de pedir la implementación de la pena, el tomarlo como solución a la crisis de violencia que se vive. O más aún: el levantarla como una meta en sí misma encomiable para una campaña política. Así lo hizo ver pasada, por ejemplo, el candidato Manuel Baldizón, convencido –seguramente con razón– que con eso ganaba adeptos. En definitiva, si algo puede ser sintomático de la historia nacional es por qué un porcentaje grande de la población (se calcula que no menos de un 50%) puede ver como positivo apagar incendios con cubetazos de gasolina. ¿Por qué se puede pedir más violencia para detener la violencia?

La controversia creada en torno a la pena de muerte, así como la no escondida aceptación de que gozan los linchamientos o la tenencia de armas de fuego por parte de ciudadanos civiles, nos hablan del perfil de nuestra sociedad: ¡estamos “enfermos” de violencia! Cuando el ahora ex presidente Alfonso Portillo reconoció en plena campaña política que había matado no sólo a una sino a dos personas, poniendo eso como ejemplo de “lo que podría llegar a hacer por defender su patria”, el hecho, en vez de ser condenado, aumentó su popularidad. La violencia está a flor de piel.

La discusión en torno al aborto también patentiza esta violencia latente en la sociedad. Los argumentos que lo adversan rayan en la más increíble hipocresía: se pide la pena de muerte, pero se considera que la decisión de una mujer sobre su propio cuerpo es condenable. Con golpes de pecho –¿lágrimas de cocodrilo?– se “justifica” la prohibición del aborto diciendo que estamos ahí ante un asesinato. Pero mientras tanto, la mitad de la infancia guatemalteca está desnutrida, un 40% ni siquiera termina la escuela primaria, y un enorme porcentaje trabaja desde temprana edad. ¿Qué se defiende: la vida o una quimera?

La legalización del aborto no terapéutico es una urgente y humanitaria medida de salud pública, imprescindible en la Guatemala actual (quinto país en la comisión de abortos ilegales en Latinoamérica, con 170 prácticas diarias según informes recientes). Esas prácticas, hechas en clandestinidad, y por tanto, en la mayoría de los casos en condiciones de gran precariedad higiénica, constituyen una de las principales causas de morbi-mortalidad materna en el país. Como dijo Romelia Cutz: “Prohíben “matar” –que no es matar– a una célula en la barriga de una mujer, de la que podrá salir un ser humano quizá. Y que, si sale, por las condiciones en que fue engendrado, y por la situación general del país, no tendrá buena salud, ni educación, ni futuro, por lo que, muy probablemente, podrá terminar siendo un delincuente, un marero. Y cuando delinque y te roba un teléfono celular por la calle, con la misma vehemencia que critican el aborto, o con más vehemencia todavía, piden que lo maten. Algo no cuadra ahí”.
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