La discusión en torno al aborto también patentiza
esta violencia latente en la sociedad. Los argumentos que lo adversan rayan en
la más increíble hipocresía: se pide la pena de muerte, pero se considera que
la decisión de una mujer sobre su propio cuerpo es condenable.
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
En Guatemala la histórica cultura de violencia define buena parte, si no
todas, las relaciones interhumanas. Decimos “histórica”, por cuanto la
construcción de la identidad guatemalteca –siempre problemática, nunca
terminada– apoya en un monumental ejercicio de violencia que viene desde hace
cinco siglos. Allí anida un núcleo fundamental para entender la realidad
actual: el desprecio por la vida del otro, la exclusión del diferente, la
glorificación del poderoso. Todo ello explica el racismo, el machismo y la
tremenda distancia entre quienes todo tienen y quienes no tienen nada.
La violencia va de la mano de la impunidad (“el que manda, manda…y si se equivoca, vuelve a mandar”); quien
detenta poder puede matar, excluir, violar, estafar, sin problema, seguro que
no habrá castigo. Las leyes están hechas para avalar ese estado de cosas. En
ese horizonte cultural se da un fenómeno curioso: se avalan acciones violentas
como la pena de muerte (o eventualmente el linchamiento), pero se adversa –con
una fuerza visceral llamativa– el aborto (¿expresión también de una medieval y
repugnante cultura de violencia machista-patriarcal?)
La discusión sobre ambos puntos se presenta como algo eterno: la pena de
muerte ¿disuade o no a los delincuentes? Argumentos a favor de cada una de
estas posiciones no faltan: “con su
instauración, la comisión de crímenes no baja”, dirán algunos (efectivamente
con razón). Otros, desde una posición evidentemente conservadora, alegarán que
la sociedad necesita defenderse de los atropellos de los asociales, por lo que
la pena de muerte es un buen castigo contra aquellos que “ya no tienen arreglo”.
En estas posiciones se traslucen proyectos generales, actitudes
filosóficas de fondo, aunque no se las explicite: el respeto por la vida y la
diversidad en un caso junto con la esperanza en el ser humano, mientras que en
su antípoda, para quienes apoyan la pena: una visión conservadora de las cosas
donde la defensa irrestricta del orden constituido tiene preeminencia sobre
otros aspectos. En esa lógica, la propiedad privada puede llegar a ser más
importante que la vida misma.
Actitud progresista versus mentalidad conservadora son los polos de la
discusión. Y la discusión, sin dudas, está instalada en la sociedad
guatemalteca. Ahora bien: lo que se quiere destacar aquí es el significado que
tiene el hecho de pedir la implementación de la pena, el tomarlo como solución
a la crisis de violencia que se vive. O más aún: el levantarla como una meta en
sí misma encomiable para una campaña política. Así lo hizo ver pasada, por
ejemplo, el candidato Manuel Baldizón, convencido –seguramente con razón– que
con eso ganaba adeptos. En definitiva, si algo puede ser sintomático de la
historia nacional es por qué un porcentaje grande de la población (se calcula
que no menos de un 50%) puede ver como positivo apagar incendios con cubetazos
de gasolina. ¿Por qué se puede pedir más violencia para detener la violencia?
La controversia creada en torno a la pena de muerte, así como la no
escondida aceptación de que gozan los linchamientos o la tenencia de armas de
fuego por parte de ciudadanos civiles, nos hablan del perfil de nuestra sociedad:
¡estamos “enfermos” de violencia! Cuando el ahora ex presidente Alfonso
Portillo reconoció en plena campaña política que había matado no sólo a una
sino a dos personas, poniendo eso como ejemplo de “lo que podría llegar a hacer por defender su patria”, el hecho, en
vez de ser condenado, aumentó su popularidad. La violencia está a flor de piel.
La discusión en torno al aborto también patentiza esta violencia latente
en la sociedad. Los argumentos que lo adversan rayan en la más increíble
hipocresía: se pide la pena de muerte, pero se considera que la decisión de una
mujer sobre su propio cuerpo es condenable. Con golpes de pecho –¿lágrimas de
cocodrilo?– se “justifica” la prohibición del aborto diciendo que estamos ahí
ante un asesinato. Pero mientras tanto, la mitad de la infancia guatemalteca
está desnutrida, un 40% ni siquiera termina la escuela primaria, y un enorme
porcentaje trabaja desde temprana edad. ¿Qué se defiende: la vida o una
quimera?
La legalización del aborto no terapéutico es una urgente y humanitaria
medida de salud pública, imprescindible en la Guatemala actual (quinto país en
la comisión de abortos ilegales en Latinoamérica, con 170 prácticas diarias
según informes recientes). Esas prácticas, hechas en clandestinidad, y por
tanto, en la mayoría de los casos en condiciones de gran precariedad higiénica,
constituyen una de las principales causas de morbi-mortalidad materna en el
país. Como dijo Romelia Cutz: “Prohíben
“matar” –que no es matar– a una célula en la barriga de una mujer, de la que
podrá salir un ser humano quizá. Y que, si sale, por las condiciones en que fue
engendrado, y por la situación general del país, no tendrá buena salud, ni
educación, ni futuro, por lo que, muy probablemente, podrá terminar siendo un
delincuente, un marero. Y cuando delinque y te roba un teléfono celular por la
calle, con la misma vehemencia que critican el aborto, o con más vehemencia
todavía, piden que lo maten. Algo no cuadra ahí”.
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