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sábado, 13 de octubre de 2018

Los mil rostros perversos del neoliberalismo autóctono

El odio justifica el desprecio de los ricos gobernantes al decir “los pobres estaban mal acostumbrados, creían que podían viajar al exterior, cambiar el auto, salir de vacaciones…” Todo esto expresado con cara de piedra, sin que los reporteros reaccionen a declaraciones tan aberrantes.

Roberto Utrero Guerra / Especial para Con Nuestra América
Desde Mendoza, Argentina

Hemos visto reiteradamente el rostro perverso del neoliberalismo en estas tierras donde arribó Cristobal Colón hace más de cinco siglos. Lo hemos visto nacer de la mano de Milton Friedman y la escuela de Chicago en los setenta del siglo pasado, fielmente aplicada en la dictadura de Pinochet en Chile, luego tras la alianza Reagan – Thatcher, trasladada al resto de la región. Lo hemos visto fortalecerse luego de la caída del Muro de Berlín y del Consenso de Washington y caer de improviso de la mano de pseudo gobiernos populares y después, mantenerse expectante y al acecho los últimos años. Velaron con sus fauces abiertas listas para atacar, ocasión que les llegó estos años recientes con las urnas, mentiras mediante, posverdad mediante, con blindaje mediático mediante y comunicadores al servicio del control de las masas, a lo que habría que sumar la esclavitud tecnológica a la que están sometidas multitudes de jóvenes que sólo perciben una realidad virtual y descreen de la historia y la experiencia.

Porque convengamos, la ampliación de los mercados internos y la extensión del consumo masivo y los derechos inclusivos, el incremento de la inversión en educación de todos los niveles y la creación de universidades, la repatriación de científicos y mayor difusión cultural, se consideraron conquistas indiscutidas, que los cambios propuestos por las nuevas viejas caras consolidarían e incrementarían lo logrado, sepultando los populismos latinoamericanos del presente siglo, con sus arengas nacionalistas que tanto irritaban a jóvenes quisquillosos y viejos conservadores.

Vino la alegría del cambio y no para mejorar lo hecho sino para a retrotraernos a un pasado colonial, sumirnos al vasallaje del imperio, entregar recursos no renovables, profundizar la degradación del medio ambiente y someternos a las exigencias de los organismos financieros de siempre.

Desentenderse, mirar al costado, quejarse o llorar sobre la leche derramada, no tiene sentido. Responsabilidad que le cabe a la dirigencia de la oposición, al heterogéneo e inmenso campo popular desde el movimiento obrero organizado a las organizaciones colectivas que luchan en diversos frentes.

Claro que viene de lejos este terreno fértil al saqueo y explotación. Debemos recordarlo, puesto que historia y memoria, son los flancos que más erosiona la prédica mediática del oportunismo pragmático de la dirigencia actual.

En los albores del capitalismo, vimos a los codiciosos conquistadores arrasar los pueblos originarios buscando oro, plata y todo lo que podían rapiñar para el reino. Advertidos de la riqueza de estas tierras, luego vinieron piratas, corsarios y toda una malsana plaga de predadores europeos queriendo quedarse con todo.

Todo les fue poco a mercaderes y banqueros ingleses, holandeses, suizos y florentinos que financiaban guerras ajenas con ajena riqueza, riqueza que impulsó la industria que revolucionó los modos de producir y volvió hecha manufactura mucho más cara a las colonias proveedoras de insumos.

De algún modo toda aquella pujanza venida allende los mares removió ideas en Europa, convulsionó el conocimiento y el arte, cuestionó el poder, hizo rodar cabezas bajo las consignas de libertad, igualdad, fraternidad que quedaron pendientes, pero al menos influyeron para movilizar a los criollos para liberarse del yugo español.

Sin embargo la codicia perversa de los antiguos amos quedó arraigada en las oligarquías esclavistas nativas siempre dispuestas a mantener sus privilegios, sometiendo a servidumbre a los pueblos sumisos. Razón de la fragmentación de la otrora unidad hispanoamericana en una veintena de republiquetas, ligadas por historia y lengua compartidas.

La seguimos viendo y padeciendo en las guerras intestinas para lograr las unidades nacionales, cuya consolidación favoreció los lazos comerciales con el imperio británico durante más de un siglo, mientras las mayorías invisibles padecían miseria bajo el lema positivista generalizado “orden y progreso”.

La posguerra de los ’20 del siglo pasado y la crisis de finales de la misma volvió a instalar las oligarquías exportadoras de materias primas, de modo que retrasaron el proceso de sustitución de importaciones que abría paso a la incipiente industrialización y por ende, el engrosamiento de la clase obrera.

El Estado de bienestar si bien abrió oportunidades para ese empresariado voraz que se enriquecería con la obra pública, por otra parte, incrementó los derechos sociales, en especial los laborales. Una bisagra que tratarían de frenar todo el tiempo, rejuveneciendo el odio visceral que alimentan las clases dominantes desde siempre.

La hemos visto protegida por el partido judicial que avaló todas las iniquidades durante dos siglos in-dependientes en nombre del mantenimiento del orden y la justicia, estatuto inalcanzable que sólo se alimenta de la lucha constante por su establecimiento. Tanto como sucede con otros valores inclaudicables: democracia y política, cuya permanente discusión permite el diálogo y el disenso. Paralelo a esto, está esa burocracia servil ligada a los intereses de turno, siempre celosa custodia del bolsillo externo y mísera con el nacional. Son los mismos tecnócratas ortodoxos que hoy garantizan el pago de los intereses de una deuda vergonzante y se horrorizan con el elevado riesgo país que elevan día a día, pero les importa un bledo la horrorosa vida de las mayorías, el sufrimiento generalizado de los niños y los ancianos, la pérdida enloquecida del poder adquisitivo, la frenética inflación o el aumento desmedido y dolarizado de los servicios públicos, cuando el valor de la moneda verde se multiplicó más de seis veces en dos años y medio. Total… ellos no sobreviven zozobrando en medio de una tormenta inventada.

Lo estamos padeciendo en carne propia en Argentina y en la de nuestros hermanos latinoamericanos. Lo hemos visto en Brasil los últimos días, con Lula preso, recurriendo en la emergencia a Fernando Haddad, quien lo secundaba en las elecciones y que, pese a la ventaja del ex capitán Jair Bolsonaro, aún queda la esperanza de una segunda vuelta. Esperanza que se diluye al pensar y repensar qué hizo que 50 millones de brasileños apoyaran consignas machistas, racistas, homofóbicas y violentas, como si al ver su triunfo se nos volviera a presentar Donald Trump y sus horrorosas exhortaciones que lo llevaron al poder. Apelaciones que sacan a la luz prejuicios que parecían sepultados en el tiempo pero que vuelven a exponerse desembozadamente en los spots publicitarios y las redes sociales, celebradas por gente común con buena formación.

Vuelve a aparecer un odio furioso entre pares ya que no hay diferencia entre el rostro, color de piel y origen del oprimido que sale a protestar desesperado y el policía o gendarme que lo reprime, salvo las armas y la impunidad que le puede ofrecer el manto oficial y la emergencia jurídica que justifique pasar la topadora. De allí que algunos disfruten con la tarea, lo vimos con los torturadores de las dictaduras.

Destellos de ese odio visceral se advierte en aquellos que hasta justifican la suba atroz de los servicios públicos, un derecho reconocido, tras la triquiñuela de “un sinceramiento de costos” que permite la quita de subsidios y la dolarización del precio, mientras la moneda local se va al sumidero y con ella los salarios.

El odio justifica el desprecio de los ricos gobernantes al decir “los pobres estaban mal acostumbrados, creían que podían viajar al exterior, cambiar el auto, salir de vacaciones…” Todo esto expresado con cara de piedra, sin que los reporteros reaccionen a declaraciones tan aberrantes. De allí mentir y volver a mentir, dar manotazos y volver pasos atrás en decisiones en las que se dirime la vida de millones, es algo cotidiano que no hace más que poner en duda la institucionalidad democrática en todo momento.

De allí también que pese a todas las iniquidades y sufrimiento producido, nada nos debe amedrentar. Nada nos debe hacer olvidar la convivencia democrática, la libertad de expresión, aunque se la escamotee, la discusión ideológica entre los partidos políticos, la vigencia de la Constitución por sobre toda esa tormenta de medidas injustas que pretenden desplazarla.

Siempre podemos ejercer el disenso, protestar contra los excesos, salir a la calle y manifestarnos masivamente, dado que la manifestación sigue siendo la mayor herramienta disponible.

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