El odio justifica el
desprecio de los ricos gobernantes al decir “los pobres estaban mal
acostumbrados, creían que podían viajar al exterior, cambiar el auto, salir de
vacaciones…” Todo esto expresado con cara de piedra, sin que los reporteros
reaccionen a declaraciones tan aberrantes.
Roberto Utrero Guerra / Especial
para Con Nuestra América
Desde
Mendoza, Argentina
Hemos visto
reiteradamente el rostro perverso del neoliberalismo en estas tierras donde
arribó Cristobal Colón hace más de cinco siglos. Lo hemos visto nacer de la
mano de Milton Friedman y la escuela de Chicago en los setenta del siglo pasado,
fielmente aplicada en la dictadura de Pinochet en Chile, luego tras la alianza
Reagan – Thatcher, trasladada al resto de la región. Lo hemos visto
fortalecerse luego de la caída del Muro de Berlín y del Consenso de Washington
y caer de improviso de la mano de pseudo gobiernos populares y después, mantenerse
expectante y al acecho los últimos años. Velaron con sus fauces abiertas listas
para atacar, ocasión que les llegó estos años recientes con las urnas, mentiras
mediante, posverdad mediante, con blindaje mediático mediante y comunicadores
al servicio del control de las masas, a lo que habría que sumar la esclavitud
tecnológica a la que están sometidas multitudes de jóvenes que sólo perciben
una realidad virtual y descreen de la historia y la experiencia.
Porque convengamos, la
ampliación de los mercados internos y la extensión del consumo masivo y los
derechos inclusivos, el incremento de la inversión en educación de todos los
niveles y la creación de universidades, la repatriación de científicos y mayor
difusión cultural, se consideraron conquistas indiscutidas, que los cambios
propuestos por las nuevas viejas caras consolidarían e incrementarían lo
logrado, sepultando los populismos latinoamericanos del presente siglo, con sus
arengas nacionalistas que tanto irritaban a jóvenes quisquillosos y viejos
conservadores.
Vino la alegría del
cambio y no para mejorar lo hecho sino para a retrotraernos a un pasado
colonial, sumirnos al vasallaje del imperio, entregar recursos no renovables,
profundizar la degradación del medio ambiente y someternos a las exigencias de
los organismos financieros de siempre.
Desentenderse, mirar al
costado, quejarse o llorar sobre la leche derramada, no tiene sentido.
Responsabilidad que le cabe a la dirigencia de la oposición, al heterogéneo e
inmenso campo popular desde el movimiento obrero organizado a las
organizaciones colectivas que luchan en diversos frentes.
Claro que viene de
lejos este terreno fértil al saqueo y explotación. Debemos recordarlo, puesto
que historia y memoria, son los flancos que más erosiona la prédica mediática
del oportunismo pragmático de la dirigencia actual.
En los albores del
capitalismo, vimos a los codiciosos conquistadores arrasar los pueblos
originarios buscando oro, plata y todo lo que podían rapiñar para el reino.
Advertidos de la riqueza de estas tierras, luego vinieron piratas, corsarios y
toda una malsana plaga de predadores europeos queriendo quedarse con todo.
Todo les fue poco a
mercaderes y banqueros ingleses, holandeses, suizos y florentinos que
financiaban guerras ajenas con ajena riqueza, riqueza que impulsó la industria
que revolucionó los modos de producir y volvió hecha manufactura mucho más cara
a las colonias proveedoras de insumos.
De algún modo toda
aquella pujanza venida allende los mares removió ideas en Europa, convulsionó
el conocimiento y el arte, cuestionó el poder, hizo rodar cabezas bajo las
consignas de libertad, igualdad, fraternidad que quedaron pendientes, pero al
menos influyeron para movilizar a los criollos para liberarse del yugo español.
Sin embargo la codicia
perversa de los antiguos amos quedó arraigada en las oligarquías esclavistas
nativas siempre dispuestas a mantener sus privilegios, sometiendo a servidumbre
a los pueblos sumisos. Razón de la fragmentación de la otrora unidad
hispanoamericana en una veintena de republiquetas, ligadas por historia y
lengua compartidas.
La seguimos viendo y
padeciendo en las guerras intestinas para lograr las unidades nacionales, cuya
consolidación favoreció los lazos comerciales con el imperio británico durante
más de un siglo, mientras las mayorías invisibles padecían miseria bajo el lema
positivista generalizado “orden y progreso”.
La posguerra de los ’20
del siglo pasado y la crisis de finales de la misma volvió a instalar las
oligarquías exportadoras de materias primas, de modo que retrasaron el proceso
de sustitución de importaciones que abría paso a la incipiente
industrialización y por ende, el engrosamiento de la clase obrera.
El Estado de bienestar
si bien abrió oportunidades para ese empresariado voraz que se enriquecería con
la obra pública, por otra parte, incrementó los derechos sociales, en especial
los laborales. Una bisagra que tratarían de frenar todo el tiempo,
rejuveneciendo el odio visceral que alimentan las clases dominantes desde
siempre.
La hemos visto
protegida por el partido judicial que avaló todas las iniquidades durante dos
siglos in-dependientes en nombre del mantenimiento del orden y la justicia,
estatuto inalcanzable que sólo se alimenta de la lucha constante por su
establecimiento. Tanto como sucede con otros valores inclaudicables: democracia
y política, cuya permanente discusión permite el diálogo y el disenso. Paralelo
a esto, está esa burocracia servil ligada a los intereses de turno, siempre
celosa custodia del bolsillo externo y mísera con el nacional. Son los mismos
tecnócratas ortodoxos que hoy garantizan el pago de los intereses de una deuda
vergonzante y se horrorizan con el elevado riesgo país que elevan día a día,
pero les importa un bledo la horrorosa vida de las mayorías, el sufrimiento
generalizado de los niños y los ancianos, la pérdida enloquecida del poder
adquisitivo, la frenética inflación o el aumento desmedido y dolarizado de los
servicios públicos, cuando el valor de la moneda verde se multiplicó más de
seis veces en dos años y medio. Total… ellos no sobreviven zozobrando en medio
de una tormenta inventada.
Lo estamos padeciendo
en carne propia en Argentina y en la de nuestros hermanos latinoamericanos. Lo
hemos visto en Brasil los últimos días, con Lula preso, recurriendo en la
emergencia a Fernando Haddad, quien lo secundaba en las elecciones y que, pese
a la ventaja del ex capitán Jair Bolsonaro, aún queda la esperanza de una
segunda vuelta. Esperanza que se diluye al pensar y repensar qué hizo que 50
millones de brasileños apoyaran consignas machistas, racistas, homofóbicas y
violentas, como si al ver su triunfo se nos volviera a presentar Donald Trump y
sus horrorosas exhortaciones que lo llevaron al poder. Apelaciones que sacan a
la luz prejuicios que parecían sepultados en el tiempo pero que vuelven a
exponerse desembozadamente en los spots publicitarios y las redes sociales,
celebradas por gente común con buena formación.
Vuelve a aparecer un
odio furioso entre pares ya que no hay diferencia entre el rostro, color de
piel y origen del oprimido que sale a protestar desesperado y el policía o
gendarme que lo reprime, salvo las armas y la impunidad que le puede ofrecer el
manto oficial y la emergencia jurídica que justifique pasar la topadora. De
allí que algunos disfruten con la tarea, lo vimos con los torturadores de las
dictaduras.
Destellos de ese odio
visceral se advierte en aquellos que hasta justifican la suba atroz de los
servicios públicos, un derecho reconocido, tras la triquiñuela de “un
sinceramiento de costos” que permite la quita de subsidios y la dolarización
del precio, mientras la moneda local se va al sumidero y con ella los salarios.
El odio justifica el
desprecio de los ricos gobernantes al decir “los pobres estaban mal
acostumbrados, creían que podían viajar al exterior, cambiar el auto, salir de
vacaciones…” Todo esto expresado con cara de piedra, sin que los reporteros
reaccionen a declaraciones tan aberrantes. De allí mentir y volver a mentir,
dar manotazos y volver pasos atrás en decisiones en las que se dirime la vida
de millones, es algo cotidiano que no hace más que poner en duda la institucionalidad
democrática en todo momento.
De allí también que
pese a todas las iniquidades y sufrimiento producido, nada nos debe amedrentar.
Nada nos debe hacer olvidar la convivencia democrática, la libertad de
expresión, aunque se la escamotee, la discusión ideológica entre los partidos
políticos, la vigencia de la Constitución por sobre toda esa tormenta de
medidas injustas que pretenden desplazarla.
Siempre podemos ejercer
el disenso, protestar contra los excesos, salir a la calle y manifestarnos
masivamente, dado que la manifestación sigue siendo la mayor herramienta
disponible.
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