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sábado, 3 de agosto de 2019

América Latina frente a la nueva bipolaridad

América Latina pierde gravitación a nivel mundial. La carencia de una visión estratégica regional para lidiar con el desafío de una «doble dependencia externa» impuesta por la nueva bipolaridad entre Estados Unidos y China, puede dañar a la región.

Tomás Bontempo / Nueva Sociedad

El concepto de «hegemonía» ha sido adoptado por los más diferentes paradigmas para comprender la estructura del sistema internacional, analizar la formación de diversos regímenes de poder y comprender las funciones y capacidades de los Estados.

Para el realismo, la visión dominante en la teoría de las relaciones internacionales en el marco de la segunda posguerra, la hegemonía era esencialmente conflictiva. La concentración de poder, afirmaban los llamados «realistas», representaba un elemento de riesgo para el sistema internacional. No obstante, los trabajos de Robert Gilpin, reacomodan esta visión general del paradigma, sosteniendo una visión benigna de la hegemonía y aduciendo que esta tiene una función estabilizadora. Sin negar la base coactiva que tiene el poder, aduce que la hegemonía tiene también una base de consenso. Gilpin atribuye a la hegemonía el hecho de ser proveedora de bienes públicos colectivos, guardando los factores financieros, militares y especialmente los tecnológicos en esta etapa de evolución del sistema capitalista mundial, una importancia ponderada. La hegemonía es la proveedora e impulsora de la base tecnológica de su época. Tanto Gilpin como Robert Cox y Robert Keohane coinciden en que la hegemonía no solo es producto de la acumulación de poder, sino que la misma resulta costosa. No cualquier Estado está dispuesto a ser hegemon y pagar los costos que ello implica.

Hace dos décadas, nadie sabía si China estaba dispuesta a pagar los costos de la hegemonía. Pero, en la actualidad, las líneas de análisis gravitan sobre las proyecciones de las potencias a efectos de las disputas interhegemónicas entre los Estados Unidos y China. El presente año se realizó en Beijing el 2º Foro de la Franja y la Ruta -One belt, One Road (OBOR)- lanzada en 2013. Se trata de una imponente iniciativa, diagramada por China a través de obras tecnológicas y de infraestructura, que cuenta con la adhesión de más de 100 países en todo el mundo.

Al igual que Estados Unidos con el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) en la segunda posguerra, China intenta, con la remake de su milenaria iniciativa, presentarse como un promotor del libre comercio y de un multilateralismo claramente afectado por la bipolaridad. Las medidas anunciadas en materia de la «guerra comercial» por la administración de Donald Trump –conjuntamente con otras como el retiro del Tratado Transpacífico (TPP), parecerían evidenciar en Estados Unidos un actor que se cierra y que privilegia una confusa táctica de amenazas y advertencias del uso del hard power. Mientras tanto, la nación asiática parecería inclinarse por el soft power que ve como una necesidad para avanzar en la construcción de alternativas a las instituciones originariamente propuestas por la hegemonía norteamericana.

En consonancia con las nuevas tácticas hegemónicas enfocadas al comercio -y particularmente al de tecnología-, China ha aumentado exponencialmente su participación en las solicitudes mundiales de patentes desde principios de la década de. En 2017, en términos de solicitantes individuales, tres de las primeras diez compañías eran chinas y solo dos estadounidenses, correspondiéndose con aquellas que se disputan el liderazgo del nuevo sistema digital llamado 5G. Asimismo, según el Foro Económico Mundial, China e India lideraban en 2016 la mayor cantidad de graduados en ciencia, tecnología, ingeniería y matemática, relegando a Estados Unidos y Rusia. Mientras Estados Unidos intenta contener a China, el país asiático intenta afianzar su hegemonía para 2050 en el marco de la construcción de una globalización con nuevos elementos.

Si bien con pequeños puntos en común, la situación actual dista de ser una nueva Guerra Fría. Ésta era parte de un contexto histórico determinado con características únicas de un marco de posguerra. En la actualidad, nos encontramos con un formato aún en construcción de la confrontación y la bipolaridad. La bipolaridad de la Guerra Fría era, según el politólogo Kenneth Waltz, rígida y estable. Sin embargo, ahora la bipolaridad parece ser volátil o flexible. Sin embargo, el hecho de que cada cual defienda intereses estratégicos en disputa por la hegemonía, podría llevar nuevamente a una bipolaridad más rígida.

Por el momento, China y Estados Unidos también experimentan su détente, tal como los franceses llamaban a la «distensión» en tiempos de la Guerra Fría. Esto se debe a la existencia de situaciones particulares, como las elecciones presidenciales en Estados Unidos que, probablemente, generen una necesidad de calma en la administración republicana.

América Latina transitó cohabitó históricamente con el poder hegemónico. Una cohabitación entendida como el modo especifico de limitación de reacción frente al poder de una potencia de pretensiones continentales y de posterior hegemonía global, como lo es Estados Unidos. Asimismo, como argumenta José Paradiso, la región experimenta su condición de perifericidad «como un concepto que abarca mucho más que la dimensión económica: el mismo evoca una compleja trama de relaciones de poder, construcciones culturales, ideas y sistemas de creencias, de asimilaciones, adaptaciones, rechazos o resistencias».

En el marco de la Guerra Fría, los países latinoamericanos experimentaron una bipolaridad rígida que limitó sus políticas internas y externas a la voluntad y las exigencias de Estados Unidos. La presencia de China complejiza el actual escenario, con una influencia creciente en tratados, inversiones, financiamiento y memorándums para construcción de obras de infraestructura que compiten con las instituciones de la hegemonía norteamericana. Panamá fue el primer país de una ya considerable lista de estados latinoamericanos en sumarse a la iniciativa de la Ruta de la Seda, a la que le faltan aún las mayores economías del continente.

Sn embargo, en este contexto, América Latina manifiesta un estancamiento de las iniciativas profundas de integración regional. El abandono de la UNASUR o la paralización de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), se eclipsan frente al surgimiento de nuevos «Frankensteins» como el Foro para el Progreso de América del Sur (Prosur). La región parece estar dilapidando la coordinación que había germinado en años anteriores.

Asimismo, ante la obtención de beneficios a corto plazo, los proyectos regionales continúan siendo una tarea sumamente inconclusa. Los tratados de libre comercio de nueva generación impulsan a los países de la región a mirar hacia afuera e intentar establecer un relacionamiento privilegiado con países del centro de la economía mundial. Un relacionamiento amplio y diverso no reemite en sí mismo una problemática para las relaciones externas de la región, aunque sí se complementa con un marco de descoordinación política y proyectos de integración relegados.

Históricamente desfavorecida por la globalización, pareciera que América Latina pierde gravitación a nivel mundial. La carencia de una visión estratégica regional para lidiar con el desafío de una «doble dependencia externa» impuesta por la nueva bipolaridad, puede hacer que América Latina desaproveche un potencial poder de negociación colectivo y reduzca el margen de maniobra en la toma de decisiones.

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