Como en el siglo V, estúpidos y prepotentes nos
gobiernan, y por todas partes se destrama el tejido de lo dominante. En la vida
cotidiana prevalece el sálvese quien pueda y, en quienes pueden, una especie de
ceguera hedonista parecida a la de los patricios romanos antes de su
desaparición.
Hace un poco más de 400 años, un personaje secundario de Hamlet, la obra de William Shakespeare, dijo una frase que en nuestros días
tiene una vigencia cada vez mayor: “algo huele a podrido en Dinamarca”.
La hedentina de la pudrición es cada vez mayor, al punto que en algunos
sitios del planeta no deja respirar por la humareda que levanta, o nubla la
tarde temprana hasta oscurecer como la noche el horizonte, como sucedió en la
megalópolis brasileña Sao Paulo la semana pasada.
El incendio de la Amazonía, cuyo control en buena medida está en manos de
un gobierno dirigido por un tipo cuyo ejercicio presidencial solo puede
compararse con el de Donald Trump, no es más que un síntoma del tiempo con
visos de antesala de holocausto que nos toca vivir.
Cuando en el siglo V el Imperio Romano de Occidente mordió el polvo
impelido por la avasalladora penetración de pueblos provenientes del Asia a los
que los romanos llamaban bárbaros, habían pasado ya dos siglos en los que,
paulatinamente, la institucionalidad y la clase dominante habían degenerado
creando horror y caos en la sociedad romana y los pueblos subyugados en su
conjunto.
Ya en el filo del fin, desde el año 455 hasta el 476, fecha de la deposición de Rómulo
Augústulo por Odoacro, rey de los hérulos, hubo una sucesión
desordenada de emperadores. La lista revela
la inestabilidad del poder imperial: Valentiniano III es asesinado; Petronio
Máximo es lapidado por el pueblo de Roma; Eparco Avito muere en el exilio; a Matoreano
lo ejecutan, igual que a Antemio; Glicerio es depuesto; a Julio Nepote lo
asesinan mientras Odoacro repartía entre sus generales los restos del imperio.
La caída del Imperio Romano tuvo amplias
consecuencias en el mundo antiguo de Occidente, y arrastró tras de sí no solo a
la clase hasta entonces dirigente sino, en general, a todo un modo de vida, es
decir, a toda una cultura que era dominante en buena parte de Europa, Medio
Oriente y el norte de África.
El período previo al derrumbe total dejó tras de
sí muerte y destrucción. Los últimos emperadores, inmersos en una realidad que
trataba de ignorar los signos del fin de los tiempos, se caracterizaron por sus
excentricidades, su estupidez y su insensibilidad ante la cada vez más
pauperizada situación del pueblo.
En nuestros días, signos parecidos a los que se
le presentaron a los romanos que se encontraban a las puertas del fin de su imperio
se nos presentan a nosotros. En nuestro caso, y dadas las características de
nuestra época, esos signos ya no se circunscriben al mundo de los alrededores del Mediterráneo sino al
globo terráqueo entero.
Hay otra diferencia: esos signos, que parecen ser
anunciados por las trompetas del apocalipsis, ya no alertan sobre el fin de una
cultura sino de la vida humana en su conjunto.
Como en el siglo V, estúpidos y prepotentes nos
gobiernan, y por todas partes se destrama el tejido de lo dominante. En la vida
cotidiana prevalece el sálvese quien pueda y, en quienes pueden, una especie de
ceguera hedonista parecida a la de los patricios romanos antes de su
desaparición.
Repito, algo huele a podrido en Dinamarca.
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