Una feria del libro, con ediciones hermosas, de
tirajes inmensos y baratísimos, a los que venezolanos y venezolanas accedían después
de largas colas para luego marcharse con paquetes rebosantes de ediciones
recién salidas del horno. Toda una
lección de coraje y dignidad para quienes tratan de hincarlos con la
prepotencia de las cañoneras.
Rafael
Cuevas Molina/Presidente AUNA-COSTA RICA
Invitado
por la FILVEN, estuve del 7 al 11 de noviembre en Caracas. Presenté a la
comunidad lectora venezolana mi último ensayo publicado junto con Andrés Mora
Ramírez, Otra Educación. Prácticas
Educativas y Pedagogías Críticas en América Latina, y mis últimas dos
novelas publicadas, 300 y Una Mínima Fracción del Viento.
Fue
una oportunidad para encontrarme de nuevo con un país al que me unen muchos y
profundos lazos afectivos desde hace muchos años. Conocí la Caracas de los años
70, la de los 90 y, luego, la de los años de la Revolución Bolivariana casi
desde inicio, cuando la llegada al
gobierno de Hugo Chávez.
Ahí
también vive gente a la que quiero mucho. A algunos los conocí desde que eran
niños, y otros han llegado a mi vida después, aunque también hace ya muchos
años, desde finales de los años 80.
Caracas
fue la ciudad a la que llegué cuando volví de estudiar varios años en Rumanía.
Veníamos mi esposa y yo de vivir en una ciudad universitaria medieval
incrustada en el corazón de Transilvania, y llegar a la ruidosa, aglomerada y
eternamente rumbeante Venezuela fue un verdadero shock.
Eran
los años iniciales de la década del 80; en mi país, Guatemala, gobernaba la
férrea mano del genocida Efraín Ríos Montt, y haber estudiado en un país
socialista era equivalente a tener firmada una sentencia de muerte.
Viniendo
de Guatemala, un país de gente introvertida, acostumbrada a hablar bajito,
Venezuela me parecía un manicomio en el que la omnipresente salsa me
atolondraba, el calor me sofocaba y la expansividad de la gente me sorprendía.
En
esos tiempos fue que conocí a la familia Cazal. Eran paraguayos y habían
llegado exiliados a Caracas después de un periplo que los había llevado antes
unos años al Uruguay. Joel Atilio, el pater familias, publicaba entonces una
pequeña revista, casi un boletín, que luego se transformó con los años en una
bella publicación muy bien editada, llamada Koeyú
latinoamericano, que en español, traducido del guaraní, significa Amanecer Latinoamericano.
Inmediatamente
me convertí en colaborador de la revista, de la que formé parte de su Consejo
Editorial durante más de 30 años, hasta que dejó de publicarse por la muerte de
Joel. Era una revista político-cultural en cuya publicación colaboraba toda la
familia Cazal, a la que yo me integraba totalmente cada vez que visitaba
Caracas desde Costa Rica, país en el que al final terminé recalando.
En
el pequeño apartamento ubicado en El Silencio, en pleno centro de la ciudad y,
seguramente, uno de los lugares más ruidosos del mundo, me quedaba a dormir en
el sofá de la sala mientras por las tardes, cuando volvía de los menesteres que
me habían llevado hasta ahí, ayudaba a empaquetar la revista, ilustraba
artículos o recortaba etiquetas con direcciones.
Fue
ahí donde conocí, en esas tareas, al entonces joven Nicolás Maduro, que siendo
amigo del hijo mayor de la familia, Raúl, llegaba a echar una mano mientras se
contaban chistes y se comía una pizza hecha por Blanca, la madre de la prole.
Raúl
es ahora viceministro de cultura de Venezuela. Apenas pude verlo y platicar
esporádicamente con él en medio de los ajetreos que implican una feria,
presentaciones de libros, mesas redondas o entrevistas. Corría de un lado para
otro tratando que todo estuviera a punto, arreglando los entuertos de último
momento de siempre.
La
feria se realizaba a escasas 3 o 4 cuadras del apartamento de El Silencio, en dónde sigue viviendo Blanca, en medio del
mismo bullicio de siempre pero ahora en una ciudad asediada a la que la más
poderosa potencia militar y económica del mundo trata de ahogar. Y en medio de
ese panorama, una feria del libro, con ediciones hermosas, de tirajes inmensos
y baratísimos, a los que venezolanos y venezolanas accedían después de largas
colas para luego marcharse con paquetes rebosantes de ediciones recién salidas
del horno.
Toda una lección de coraje y
dignidad para quienes tratan de hincarlos con la prepotencia de las cañoneras.
Apreciado Rafael Cuevas Molina: Lamento que no hubiésemos podido coincidir dentro de la FILVEN 2019. Me alegra que hayas estado, nuevamente, entre nosotros y que durante tu estadía en esta patria, que también es tuya, te trataran con el afecto de siempre. Un abrazo, Camarada. Omar Hurtado Rayugsen omarrayugsen@hotmail.com
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