Más allá de todo eso, esta situación nos lleva a lo planteado por Immanuel Wallerstein en 1996, cuando consideraba correcta la idea de que la destrucción del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética representaban “la caída de los comunismos y el derrumbe del marxismo-leninismo como fuerza ideológica en el mundo moderno”, pero entendía como “una percepción totalmente equivocada de la realidad” que esto implicara “el triunfo definitivo del liberalismo como ideología”. Por el contrario, decía, “esos acontecimientos marcaron aún más el derrumbe del liberalismo y nuestra entrada definitiva en el mundo posterior al liberalismo.”[2]
Para Wallerstein, lo ocurrido en verdad había sido el cierre del periodo 1789-1989, “es decir el periodo de triunfo y caída, de ascenso y eventual defunción, del liberalismo como ideología global […]del moderno sistema mundial.” En esa perspectiva, decía, el liberalismo
siempre fue la quintaesencia de la doctrina del centro. Sus defensores estaban seguros de su moderación, su sabiduría y su humanidad. Su postura iba a la vez en contra de un pasado arcaico de privilegio injustificado […]y una nivelación desenfrenada que no tomaba en cuenta la virtud ni el mérito (que según ellos era representada por la ideología socialista/radical). Los liberales siempre han tratado de definir al resto de la escena política como constituido por dos extremos, entre los cuales se ubican ellos. En 1815-1848 afirmaron estar igualmente en contra de los reaccionarios y en contra de los republicanos (o demócratas); en 1919-1939, en contra de los fascistas y en contra de los comunistas; en 1945-1960, en contra de los imperialistas y en contra de los nacionalistas radicales; en la década de 1980, en contra de los racistas y de los racistas al revés.
Así, “el estado liberal -reformista, legalista y algo libertario- “era visto como el único capaz de asegurar la libertad mediante un orden no represivo, y esto incluía la creación de un sistema internacional -más bien, interestatal- que garantizara ese orden a escala mundial. Con ese fin fueron establecidas la Organización de las Naciones Unidas en 1945 – Consejo de Seguridad incluido – y, para fines de siglo, la Corte Penal Internacional, mediatizada de nacimiento por la negativa de los Estados Unidos a aceptar su autoridad sobre sus propios ciudadanos.
Esa mediatización confirma la razón de Wallerstein al plantear que, si por un lado los orígenes del liberalismo se ubicaban “en los cataclismos políticos desencadenados por la Revolución francesa”, por otro “su apogeo” ocurrió entre 1945 y 1968, “la era de la hegemonía de Estados Unidos en el sistema mundial.” La política norteamericana de aceptar a la Corte Penal Internacional como un arma contra sus enemigos, pero rechazar su autoridad sobre sus propios ciudadanos hacía parte del anuncio de que “la caída de los comunismos no representa el éxito final del liberalismo como ideología sino la socavación definitiva de la capacidad de la ideología liberal para continuar su papel histórico.”
Este tipo de contradicciones, además de animar conductas reaccionarias, explica también el hecho de que ciertos sectores dirigentes en el sistema mundial “simplemente están aterrados ante la inminente desintegración del orden mundial que, como correctamente perciben, está ocurriendo.” Aun así, el cuestionamiento de esas contradicciones “no significará un regreso a la creencia en el reformismo liberal.” Por el contrario, “significará simplemente que una doctrina que combina una falsa adulación del mercado con legislación contra los pobres y los extranjeros, que es lo que propugnan hoy reaccionarios revigorizados, no puede ofrecer un sustituto viable para las promesas fallidas del reformismo.”
Para Wallerstein, el periodo posterior al liberalismo será uno de grandes luchas políticas. Esas luchas enfrentarán a fuerzas del privilegio que están trabajando con mucha inteligencia y habilidad en la tarea de “cambiar todo para que nada cambie”, y “fuerzas de liberación que literalmente han quedado sin aliento” ante el hecho de que su proyecto anterior, la estrategia de la izquierda mundial, “falló principalmente porque estaba imbuido, impregnado, de la ideología liberal, incluso en sus variantes más declaradamente antiliberales, “revolucionarias”, como el leninismo.”
Precisamente por esto, decía entonces Wallerstein, mientras no haya claridad acerca de lo que ocurrió entre 1789 y 1989 “no podrá presentarse ningún proyecto de liberación plausible en el siglo XXI.” Encarar esto no será sencillo. Por un lado, porque estamos ingresando a “una época de desorden sistémico, desintegración y agudas luchas políticas acerca de qué tipo de nuevo (s) sistema (s) mundial (es) construiremos.” Por otro, debido a que en estas circunstancias el sentimiento de que es necesario actuar políticamente sigue siendo fuerte en el mundo entero, “a pesar del sentimiento igualmente fuerte de que la actividad política de tipo “tradicional” es probablemente inútil.”
A partir de aquel marco de referencia, añadía Wallerstein “si desintegración es un nombre más correcto que revolución para lo que sea que va a ocurrir ahora, ¿cuál debe de ser nuestra postura política?” Y veía sólo dos cosas que hacer de manera simultánea. Una, atender la necesidad de enfrentar “los problemas continuos y apremiantes de la vida: los problemas materiales, los problemas sociales y culturales, los problemas morales o espirituales.” La otra, para atender la preocupación de un número menor de personas, “que sin embargo también son muchas”, tiene una preocupación a largo plazo: hacia dónde encaminar los esfuerzos necesarios para una transformación de mediano y largo plazo.
Para esto, no basta ya con controlar el Estado, que “ha sido el instrumento por excelencia de los reformistas para ayudar a la gente a ir sobreviviendo.” Más allá de eso, si se busca incidir de manera significativa en la enorme transición del sistema mundial en curso “el estado no es un vehículo principal de la acción [sino] más bien es uno de los principales obstáculos.”
Con todo, concluía Wallerstein, “aceptamos que ahora vivimos en un mundo en el que los valores liberales ya no dominan, y donde el sistema histórico existente no es capaz de asegurar ese nivel mínimo de seguridad personal y material indispensable para su propia aceptabilidad”, será posible “seguir adelante claramente con un grado razonable de esperanza y de confianza, aunque desde luego sin ninguna garantía.” Para eso, toca “asegurar la creación de un nuevo sistema histórico actuando unidos y al mismo tiempo de manera muy local y muy global. Es difícil, pero no imposible.” Y eso, a un cuarto de siglo de distancia, confirma que una verdad sigue caminando hasta que deja de serlo.
Alto Boquete, Panamá, 8 de abril de 2022
[1] EU no reconoce a la Corte Penal Internacional, pero pide juicio contra Putin. La Jornada / Corresponsal / Viernes 8 de abril de 2022, p. 20. https://www.jornada.com.mx/
[2] Extracto del libro Después del liberalismo. Siglo XXI editores, México, 1996.
https://studylib.es/doc/
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