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sábado, 19 de octubre de 2013

Argentina: Para entender el kirchnerismo

El kirchnerismo surge sesenta años después de la aparición embrionaria del peronismo, de manera que el transcurso de seis décadas de avatares produjo la ineludible transformación cultural que hoy se encarna desde una singularidad populista completamente novedosa. Hay una primordial diferenciación entre peronismo y kirchnerismo.

Julio Semmoloni / Agencia Periodística del Mercosur


Digamos de inmediato que en el amplio y diverso espectro político argentino -mirada esta dispersión desde un punto de vista transformador y progresista, incluso revolucionario- no hay nada a la izquierda del kirchnerismo. Entonces qué se entiende por kirchnerismo. No es simple de definir o clasificar, porque al mismo tiempo es peronista y no lo es enteramente. Lo es, como dijo la Presidenta en una reciente entrevista televisiva, en tanto sin duda “abreva” en el peronismo, aunque el kirchnerismo también incluye militantes que no han sido ni serán peronistas.

De hecho utiliza como principal herramienta política al Frente para la Victoria que ideó Kirchner, y no al Partido Justicialista fundado por Perón. Además, el peronismo desde el comienzo hasta nuestros días siempre albergó en su heterogénea construcción sectores de derecha más o menos recalcitrantes. En cambio, el kirchnerismo suele ser particularmente reactivo con la derecha.

En el oficialismo que gobierna el país desde 2003 conviven varias clases de militantes o entusiastas de la política grande: peronistas de siempre que reconocen la eficacia del kirchnerismo; exantiperonistas que se sumaron espontáneamente a las crecientes huestes kirchneristas; numerosos jóvenes que por su edad no tienen necesidad de desentrañar la ambigüedad aquí planteada; frustrados o escépticos izquierdistas de otras épocas que no necesariamente simpatizaron con el peronismo transformador de los 40/50; migrantes electores de varias fuerzas políticas efímeras que sucesivamente levantaron las banderas de lo nacional y popular, que nunca pudieron llegar al gobierno por la escasez de votos. Y sigue la lista de incorporaciones…

Así como nadie puede negarle al kirchnerismo su origen peronista, debería también resultar claro que desde el punto de vista evolutivo de la política el kirchnerismo es una etapa superadora del peronismo, aunque vinculado de algún modo a su vetusta estructura orgánica. El kirchnerismo surge sesenta años después de la aparición embrionaria del peronismo, de manera que el transcurso de seis décadas de avatares produjo la ineludible transformación cultural que hoy se encarna desde una singularidad populista completamente novedosa. Hay una primordial diferenciación entre peronismo y kirchnerismo.

El peronismo irrumpe tras el primer cargo político que tuvo Perón durante el gobierno militar de facto en 1943, al ser designado secretario de Trabajo y Previsión. A diferencia de Néstor Carlos Kirchner, Juan Domingo Perón pudo tomar medidas de alcance nacional antes de asumir su primera presidencia el 4 de junio de 1946, y aun antes de la mítica fecha fundacional peronista, el 17 de octubre de 1945. Tuvo la oportunidad -que aprovechó al máximo- de ocuparse de las necesidades imperiosas de los trabajadores y su organización sindical, desde una cartera de segundo rango a la que le dio brillo propio.

Esa tarea en poco tiempo adquirió relieve y convirtió al ignoto coronel en un funcionario destacado de la segunda mitad del gobierno militar -ya en manos del general Edelmiro J. Farrell-, pues dicho cargo lo obtuvo en la presidencia de facto del general Pedro Pablo Ramírez, en 1943. Por lo tanto, en base a su gestión ministerial, se puede hablar ya de una especie de proto-peronismo activo e influyente que realzará su figura cuando masivamente se lo vote el 24 de febrero de 1946. El liderazgo y la iniciativa adquirieron una hegemonía tan personalista en Perón que marcó a fuego no sólo la época sino la índole de este movimiento político.

Poco y nada de todo eso ocurrió con el kirchnerismo. La ciudadanía que votó a Kirchner el 27 de abril de 2003, apenas con el 22,24 por ciento, en realidad respaldaba a un peronista de la lista autodenominada Frente para la Victoria, que venía de gobernar por tres veces consecutivas la remota provincia de Santa Cruz. El kirchnerismo no existía como tal, porque la alentadora tarea desarrollada por Kirchner como intendente de Río Gallegos y gobernador provincial no era conocida en lo más mínimo por el grueso de quienes lo votaron en el resto del país. Cuando ya siendo presidente debió establecer el armado político de este renovado movimiento nacional, su papel se pareció al de un estratega que reúne las piezas por afinidad con sus actos, pero que se articulan desde cierta autonomía que conservan tras identificarse con una parecida concepción de la función pública. Hubo mucho más empatía política que seguidismo ideológico en el kirchnerismo inicial.

La diferencia, la notable diferencia entre Perón y Kirchner es que el primero pudo ganar la presidencia debido a lo que ya había demostrado en su corta gestión durante el gobierno de facto, mientras que el segundo finalmente asumió tras aparecer como una opción nada mayoritaria y con la presunción de pocos que obraría diferenciándose del menemismo y el influjo neoliberal. Por un lado, Perón confirmaría con su gestión las antagónicas expectativas existentes en el dividido electorado; Kirchner, por su parte, resultó una grata o inesperada revelación para la inmensa mayoría que no lo votó.

El peronismo necesitó una base doctrinaria que diera sustento a su propósito transformador, para competir con argumentos persuasivos contra corrientes políticas tradicionales fortalecidas por idearios clásicos, como el radicalismo y el socialismo. En cambio Kirchner, de formación peronista, que ya traía ese bagaje, se concentró en la eficacia de actuar como un hacedor heterodoxo, sin rivales a la vista que pudieran esgrimir móviles similares.

Perón construyó desde la nada una estructura institucional que llegó a tener la fortaleza e influencia de un cogobierno: el Partido Justicialista y la CGT. Por eso consideró que su tiempo político en el poder constitucional perduraría en la medida que el partido y la central obrera le dieran sustento masivo. Esa hegemonía militante fue caracterizada como una especie de totalitarismo por la oposición. El Partido era el oficialismo nacional que conformó una misma cosa con el gobierno, es decir, una dualidad. Desde otro lugar, Kirchner entendió que el partido es una herramienta electoral de suma importancia para el abordaje territorial, pero que no necesariamente debe mantener una simbiosis con el gobierno.

El kirchnerismo se apoya en su origen peronista, no reniega del mismo, se nutre de la experiencia del mayor movimiento político transformador en América Latina, pero sólo toma una parte de aquel todo por momentos avasallante: precisamente la que funda doctrinariamente el impulso hacia el progresismo inclusivo, de movilidad social ascendente. A diferencia del peronismo, también lo enriquece el aporte de fuentes que provienen de la izquierda otrora antiperonista, la intelectualidad académica, el pensamiento científico y buena parte de la juventud universitaria actual, grupo etario este último que denostara al peronismo de los cuarenta y cincuenta, más tarde seducido por el Perón anciano y distante, y finalmente -tras el desprecio del regresado conductor ya presidente- diezmado también en los setenta por el terrorismo de Estado.

El kirchnerismo convive a disgusto con la estructura orgánica del PJ, lo cual fortalece su capacidad de acción, aunque frena su impulso transformador por las concesiones inevitables a cierta ortodoxia anacrónica. La muerte de Kirchner -el gran negociador que tras la derrota electoral de 2009 retuvo en el Frente para la Victoria a muchos dirigentes de las viejas prácticas- acentúa el endeble armado partidario del kirchnerismo, que no puede evitar la sangría de referentes poco y nada comprometidos con la ética ampliatoria de derechos. Esta contrariedad evidencia la insuperable dificultad hasta hoy del kirchnerismo para extender su impronta cultural a los gobiernos provinciales afines con el oficialismo nacional.

Mientras en los cuarenta y cincuenta el impulso de Perón fue de más a menos, a medida que la omnipresencia de Evita declinó por su frágil salud física hasta morir, en el siglo XXI Kirchner evolucionó de menos a más, alentado por la contundencia de los resultados y el vigor de Cristina, su talentosa compañera militante de siempre. En los primeros años, Perón se fortaleció con sectores del Ejército que compartían su visión nacionalista del gobierno, mientras que Kirchner desde otro contexto pareció envalentonarse en un principio por advertir que debía construir con hechos -aun desde la confrontación- un relato completamente distinto al que habían naturalizado tantos años de neoliberalismo y deprimida autoestima nacional.

Perón ordenaba. Kirchner interpeló. La sutil diferencia entre “Esto hay que hacerlo así” y “Qué te parece lo que venimos haciendo”. Perón exigía lealtad; Kirchner propuso acompañamiento. Perón favorecía la unanimidad. Kirchner alentó la discrepancia. Por eso fue difícil -con Perón vivo y presente- dejar de ser un peronista ortodoxo. Y por el contrario hoy, nada raro que proliferen desertores o traidores al ideario kirchnerista. El precio a pagar nunca fue ni es el mismo.

La tarea fundamental del peronismo histórico fue la construcción de un país social nuevo, vanguardia en América Latina, donde los derechos de los más débiles fueran atendidos prioritariamente. Por eso recibió el peor trato de los sectores entre sí tan fuertemente antagónicos, por derecha e izquierda. En la Unión Democrática confluyeron conservadores, radicales claudicantes de la “década infame”, socialistas y comunistas de retórica. El peronismo inicial organizó la gestión transformadora en base a programas de largo plazo reunidos en los planes quinquenales. Tenía todo el tiempo del mundo para refundar el país. Y ciertamente recursos económicos suficientes para hacerle frente a semejante proyecto.

Por el contrario, el kirchnerismo se apoya en la sucesión ininterrumpida de firmes medidas coyunturales de corto y mediano plazo. Es cierto que a veces aparece cierta improvisación que ralentiza o demora la marcha, pero ésta es siempre hacia adelante y nunca contra los asalariados. Tiene una explicación irrefutable: el kirchnerismo cuenta con menos tiempo político de resolución y está apurado porque al empezar su gestión debió anteponer la urgencia de reconstruir un Estado sumido en la anemia, aliviarse de una deuda asfixiante, recuperar el vigor de la industria nacional y generar millones de puestos de trabajo. Es decir, disponerse a encarar y ejecutar una descomunal tarea antes de arrancar con lo que propiamente le hubiese correspondido.

Cómo hubiera podido proyectarse mediante planes de largo plazo, entonces, si ni siquiera contaba con recursos mínimos para iniciar con solvencia desde cero la gestión reparadora. Nunca antes en la Argentina hubo otro gobierno que recibiera una situación previa tan calamitosa, sobre la que nadie tenía la receta para superarla en pocos años. Por lo tanto, se apeló a la heterodoxia más audaz. ¡Esto singularizó el perfil hacedor del kirchnerismo!

No hay plan económico escrito y publicado, aunque sí un modelo reconocible como pocas veces lo hubo. No hay base doctrinaria que sustente el relato inequívocamente, pero sí un proyecto político manifiesto en el obrar del día a día. No es fácil definirlo, clasificarlo. Pero es real y concreto. Todavía cuesta entenderlo. Y no es simple preservarlo del ataque atroz y falaz de quienes no toleran más esta mejoría social extendida.

Peronismo y kirchnerismo comparten una similar concepción de los valores de la Patria Grande, que se identifica con una diplomacia de enérgica defensa de los intereses nacionales compatibles con la historia común de nuestros pueblos hermanos del continente, y que se proyecta al mundo sobre la base de la construcción de una sólida institucionalidad regional, como pueden serlo en la actualidad el Mercosur, la Unasur y la Celac. El vaticinio de Perón, formulado hace tantas décadas, acerca de que “en el año 2000 América Latina nos encontrará unidos o dominados”, sigue transmitiendo el mismo propósito de consigna integradora y libertaria.

Subsiste un enigma que cabe ponderar sin ambages antes de 2015, y es el siguiente: ¿el kirchnerismo tiene capacidad intrínseca para dejar de ser un método coyuntural de rápida salida de una crisis extrema, y convertirse en el mecanismo político más idóneo para modificar la “estructura productiva desequilibrada” que desde siempre sujetó al país? En otras palabras: ¿podrá completar pronto esta etapa de crecimiento económico sostenido para saltar al paulatino despegue virtuoso del desarrollo en todos los órdenes?

Tal vez llegó el tiempo de resolver con hechos decisivos el enigma planteado, pues para demostrar la idoneidad requerida es necesario transitar un camino de realizaciones que la ciudadanía perciba como el único posible para salir definitivamente de la oclusión interna y exterior que retiene al país y a toda la región en una emergencia de desarrollo limitado y dependiente.

Por ahora, electoralmente, va camino de otra ardua jornada el 27 de octubre. Nada puede hacerse al respecto para aliviar la intensidad del riesgo a que se expone. Quedan otros dos (¿largos?) años de culminación transitoria de mandato. Buena parte de esa gobernabilidad estará signada por el resultado de estos comicios. Y por consiguiente, la sustentación que afirme el avance incalculable de la década -imprescindible para consumar el objetivo final-, dependerá con exclusividad de otra clara victoria en el 2015.

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