El kirchnerismo surge sesenta años
después de la aparición embrionaria del peronismo, de manera que el transcurso
de seis décadas de avatares produjo la ineludible transformación cultural que
hoy se encarna desde una singularidad populista completamente novedosa. Hay una
primordial diferenciación entre peronismo y kirchnerismo.
Julio
Semmoloni / Agencia Periodística del Mercosur
Digamos de inmediato que en el
amplio y diverso espectro político argentino -mirada esta dispersión desde un
punto de vista transformador y progresista, incluso revolucionario- no hay nada
a la izquierda del kirchnerismo. Entonces qué se entiende por kirchnerismo. No
es simple de definir o clasificar, porque al mismo tiempo es peronista y no lo
es enteramente. Lo es, como dijo la Presidenta en una reciente entrevista televisiva,
en tanto sin duda “abreva” en el peronismo, aunque el kirchnerismo también
incluye militantes que no han sido ni serán peronistas.
De hecho utiliza como principal
herramienta política al Frente para la Victoria que ideó Kirchner, y no al
Partido Justicialista fundado por Perón. Además, el peronismo desde el comienzo
hasta nuestros días siempre albergó en su heterogénea construcción sectores de
derecha más o menos recalcitrantes. En cambio, el kirchnerismo suele ser
particularmente reactivo con la derecha.
En el oficialismo que gobierna el
país desde 2003 conviven varias clases de militantes o entusiastas de la
política grande: peronistas de siempre que reconocen la eficacia del
kirchnerismo; exantiperonistas que se sumaron espontáneamente a las crecientes
huestes kirchneristas; numerosos jóvenes que por su edad no tienen necesidad de
desentrañar la ambigüedad aquí planteada; frustrados o escépticos izquierdistas
de otras épocas que no necesariamente simpatizaron con el peronismo
transformador de los 40/50; migrantes electores de varias fuerzas políticas
efímeras que sucesivamente levantaron las banderas de lo nacional y popular,
que nunca pudieron llegar al gobierno por la escasez de votos. Y sigue la lista
de incorporaciones…
Así como nadie puede negarle al
kirchnerismo su origen peronista, debería también resultar claro que desde el
punto de vista evolutivo de la política el kirchnerismo es una etapa superadora
del peronismo, aunque vinculado de algún modo a su vetusta estructura orgánica.
El kirchnerismo surge sesenta años después de la aparición embrionaria del
peronismo, de manera que el transcurso de seis décadas de avatares produjo la
ineludible transformación cultural que hoy se encarna desde una singularidad
populista completamente novedosa. Hay una primordial diferenciación entre
peronismo y kirchnerismo.
El peronismo irrumpe tras el
primer cargo político que tuvo Perón durante el gobierno militar de facto en
1943, al ser designado secretario de Trabajo y Previsión. A diferencia de
Néstor Carlos Kirchner, Juan Domingo Perón pudo tomar medidas de alcance
nacional antes de asumir su primera presidencia el 4 de junio de 1946, y aun
antes de la mítica fecha fundacional peronista, el 17 de octubre de 1945. Tuvo
la oportunidad -que aprovechó al máximo- de ocuparse de las necesidades
imperiosas de los trabajadores y su organización sindical, desde una cartera de
segundo rango a la que le dio brillo propio.
Esa tarea en poco tiempo adquirió
relieve y convirtió al ignoto coronel en un funcionario destacado de la segunda
mitad del gobierno militar -ya en manos del general Edelmiro J. Farrell-, pues
dicho cargo lo obtuvo en la presidencia de facto del general Pedro Pablo
Ramírez, en 1943. Por lo tanto, en base a su gestión ministerial, se puede hablar
ya de una especie de proto-peronismo activo e influyente que realzará su figura
cuando masivamente se lo vote el 24 de febrero de 1946. El liderazgo y la
iniciativa adquirieron una hegemonía tan personalista en Perón que marcó a
fuego no sólo la época sino la índole de este movimiento político.
Poco y nada de todo eso ocurrió
con el kirchnerismo. La ciudadanía que votó a Kirchner el 27 de abril de 2003,
apenas con el 22,24 por ciento, en realidad respaldaba a un peronista de la
lista autodenominada Frente para la Victoria, que venía de gobernar por tres
veces consecutivas la remota provincia de Santa Cruz. El kirchnerismo no
existía como tal, porque la alentadora tarea desarrollada por Kirchner como
intendente de Río Gallegos y gobernador provincial no era conocida en lo más
mínimo por el grueso de quienes lo votaron en el resto del país. Cuando ya
siendo presidente debió establecer el armado político de este renovado
movimiento nacional, su papel se pareció al de un estratega que reúne las
piezas por afinidad con sus actos, pero que se articulan desde cierta autonomía
que conservan tras identificarse con una parecida concepción de la función
pública. Hubo mucho más empatía política que seguidismo ideológico en el
kirchnerismo inicial.
La diferencia, la notable
diferencia entre Perón y Kirchner es que el primero pudo ganar la presidencia
debido a lo que ya había demostrado en su corta gestión durante el gobierno de
facto, mientras que el segundo finalmente asumió tras aparecer como una opción
nada mayoritaria y con la presunción de pocos que obraría diferenciándose del
menemismo y el influjo neoliberal. Por un lado, Perón confirmaría con su
gestión las antagónicas expectativas existentes en el dividido electorado;
Kirchner, por su parte, resultó una grata o inesperada revelación para la
inmensa mayoría que no lo votó.
El peronismo necesitó una base
doctrinaria que diera sustento a su propósito transformador, para competir con
argumentos persuasivos contra corrientes políticas tradicionales fortalecidas
por idearios clásicos, como el radicalismo y el socialismo. En cambio Kirchner,
de formación peronista, que ya traía ese bagaje, se concentró en la eficacia de
actuar como un hacedor heterodoxo, sin rivales a la vista que pudieran esgrimir
móviles similares.
Perón construyó desde la nada una
estructura institucional que llegó a tener la fortaleza e influencia de un
cogobierno: el Partido Justicialista y la CGT. Por eso consideró que su tiempo
político en el poder constitucional perduraría en la medida que el partido y la
central obrera le dieran sustento masivo. Esa hegemonía militante fue
caracterizada como una especie de totalitarismo por la oposición. El Partido
era el oficialismo nacional que conformó una misma cosa con el gobierno, es
decir, una dualidad. Desde otro lugar, Kirchner entendió que el partido es una
herramienta electoral de suma importancia para el abordaje territorial, pero
que no necesariamente debe mantener una simbiosis con el gobierno.
El kirchnerismo se apoya en su
origen peronista, no reniega del mismo, se nutre de la experiencia del mayor
movimiento político transformador en América Latina, pero sólo toma una parte
de aquel todo por momentos avasallante: precisamente la que funda
doctrinariamente el impulso hacia el progresismo inclusivo, de movilidad social
ascendente. A diferencia del peronismo, también lo enriquece el aporte de
fuentes que provienen de la izquierda otrora antiperonista, la intelectualidad
académica, el pensamiento científico y buena parte de la juventud universitaria
actual, grupo etario este último que denostara al peronismo de los cuarenta y
cincuenta, más tarde seducido por el Perón anciano y distante, y finalmente
-tras el desprecio del regresado conductor ya presidente- diezmado también en
los setenta por el terrorismo de Estado.
El kirchnerismo convive a disgusto
con la estructura orgánica del PJ, lo cual fortalece su capacidad de acción,
aunque frena su impulso transformador por las concesiones inevitables a cierta
ortodoxia anacrónica. La muerte de Kirchner -el gran negociador que tras la
derrota electoral de 2009 retuvo en el Frente para la Victoria a muchos
dirigentes de las viejas prácticas- acentúa el endeble armado partidario del
kirchnerismo, que no puede evitar la sangría de referentes poco y nada comprometidos
con la ética ampliatoria de derechos. Esta contrariedad evidencia la
insuperable dificultad hasta hoy del kirchnerismo para extender su impronta
cultural a los gobiernos provinciales afines con el oficialismo nacional.
Mientras en los cuarenta y
cincuenta el impulso de Perón fue de más a menos, a medida que la omnipresencia
de Evita declinó por su frágil salud física hasta morir, en el siglo XXI
Kirchner evolucionó de menos a más, alentado por la contundencia de los
resultados y el vigor de Cristina, su talentosa compañera militante de siempre.
En los primeros años, Perón se fortaleció con sectores del Ejército que
compartían su visión nacionalista del gobierno, mientras que Kirchner desde
otro contexto pareció envalentonarse en un principio por advertir que debía
construir con hechos -aun desde la confrontación- un relato completamente
distinto al que habían naturalizado tantos años de neoliberalismo y deprimida
autoestima nacional.
Perón ordenaba. Kirchner
interpeló. La sutil diferencia entre “Esto hay que hacerlo así” y “Qué te
parece lo que venimos haciendo”. Perón exigía lealtad; Kirchner propuso
acompañamiento. Perón favorecía la unanimidad. Kirchner alentó la discrepancia.
Por eso fue difícil -con Perón vivo y presente- dejar de ser un peronista
ortodoxo. Y por el contrario hoy, nada raro que proliferen desertores o
traidores al ideario kirchnerista. El precio a pagar nunca fue ni es el mismo.
La tarea fundamental del peronismo
histórico fue la construcción de un país social nuevo, vanguardia en América
Latina, donde los derechos de los más débiles fueran atendidos
prioritariamente. Por eso recibió el peor trato de los sectores entre sí tan
fuertemente antagónicos, por derecha e izquierda. En la Unión Democrática
confluyeron conservadores, radicales claudicantes de la “década infame”,
socialistas y comunistas de retórica. El peronismo inicial organizó la gestión
transformadora en base a programas de largo plazo reunidos en los planes
quinquenales. Tenía todo el tiempo del mundo para refundar el país. Y
ciertamente recursos económicos suficientes para hacerle frente a semejante
proyecto.
Por el contrario, el kirchnerismo
se apoya en la sucesión ininterrumpida de firmes medidas coyunturales de corto
y mediano plazo. Es cierto que a veces aparece cierta improvisación que
ralentiza o demora la marcha, pero ésta es siempre hacia adelante y nunca
contra los asalariados. Tiene una explicación irrefutable: el kirchnerismo
cuenta con menos tiempo político de resolución y está apurado porque al empezar
su gestión debió anteponer la urgencia de reconstruir un Estado sumido en la
anemia, aliviarse de una deuda asfixiante, recuperar el vigor de la industria
nacional y generar millones de puestos de trabajo. Es decir, disponerse a
encarar y ejecutar una descomunal tarea antes de arrancar con lo que
propiamente le hubiese correspondido.
Cómo hubiera podido proyectarse
mediante planes de largo plazo, entonces, si ni siquiera contaba con recursos
mínimos para iniciar con solvencia desde cero la gestión reparadora. Nunca
antes en la Argentina hubo otro gobierno que recibiera una situación previa tan
calamitosa, sobre la que nadie tenía la receta para superarla en pocos años.
Por lo tanto, se apeló a la heterodoxia más audaz. ¡Esto singularizó el perfil
hacedor del kirchnerismo!
No hay plan económico escrito y
publicado, aunque sí un modelo reconocible como pocas veces lo hubo. No hay
base doctrinaria que sustente el relato inequívocamente, pero sí un proyecto
político manifiesto en el obrar del día a día. No es fácil definirlo,
clasificarlo. Pero es real y concreto. Todavía cuesta entenderlo. Y no es
simple preservarlo del ataque atroz y falaz de quienes no toleran más esta
mejoría social extendida.
Peronismo y kirchnerismo comparten
una similar concepción de los valores de la Patria Grande, que se identifica
con una diplomacia de enérgica defensa de los intereses nacionales compatibles
con la historia común de nuestros pueblos hermanos del continente, y que se
proyecta al mundo sobre la base de la construcción de una sólida
institucionalidad regional, como pueden serlo en la actualidad el Mercosur, la
Unasur y la Celac. El vaticinio de Perón, formulado hace tantas décadas, acerca
de que “en el año 2000 América Latina nos encontrará unidos o dominados”, sigue
transmitiendo el mismo propósito de consigna integradora y libertaria.
Subsiste un enigma que cabe
ponderar sin ambages antes de 2015, y es el siguiente: ¿el kirchnerismo tiene
capacidad intrínseca para dejar de ser un método coyuntural de rápida salida de
una crisis extrema, y convertirse en el mecanismo político más idóneo para
modificar la “estructura productiva desequilibrada” que desde siempre sujetó al
país? En otras palabras: ¿podrá completar pronto esta etapa de crecimiento
económico sostenido para saltar al paulatino despegue virtuoso del desarrollo
en todos los órdenes?
Tal vez llegó el tiempo de
resolver con hechos decisivos el enigma planteado, pues para demostrar la
idoneidad requerida es necesario transitar un camino de realizaciones que la ciudadanía
perciba como el único posible para salir definitivamente de la oclusión interna
y exterior que retiene al país y a toda la región en una emergencia de
desarrollo limitado y dependiente.
Por ahora, electoralmente, va
camino de otra ardua jornada el 27 de octubre. Nada puede hacerse al respecto
para aliviar la intensidad del riesgo a que se expone. Quedan otros dos
(¿largos?) años de culminación transitoria de mandato. Buena parte de esa
gobernabilidad estará signada por el resultado de estos comicios. Y por
consiguiente, la sustentación que afirme el avance incalculable de la década
-imprescindible para consumar el objetivo final-, dependerá con exclusividad de
otra clara victoria en el 2015.
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