En el país del “juego
bonito”, Brasil, se nos ha dado una lección que va mucho más allá de la
fascinación que puede producir el fútbol. Las organizaciones sociales y
sindicales nos han mostrado la importancia de una ciudadanía responsable y
activa, que enfrenta las arbitrariedades, injusticias y corrupción que
provienen del poder político y económico.
Carlos Ayala Ramírez / ALAI
Por lo
general, cuando se habla de lo que hay que saber sobre el Mundial de Fútbol, inmediatamente se trae a
cuenta los países participantes, el calendario y horario de los partidos, los
nombres de los jugadores (presentes y ausentes, sobre todo de los que se
consideran estrellas), el uso de la tecnología (en el desarrollo y transmisión
de los partidos) y, por supuesto, los pronósticos sobre qué equipo puede quedar
campeón. Todo esto suele acaparar el interés de los medios de comunicación y
del público, incluso de personas para las que el fútbol no es su afición
principal. Sin embargo, hay otros aspectos de gran relevancia que pasan
desapercibidos o son menos publicitados. Nos referimos a temas relacionados con
los costos y beneficios económicos para la Federación Internacional de Fútbol
Asociado (FIFA); los costos y beneficios económicos, sociales y políticos para
el Gobierno y población del país anfitrión; las formas —no siempre transparentes—
en que se selecciona al país sede del campeonato, entre otros.
No obstante, en el
Mundial de este año, estos temas no han podido ser eludidos gracias —en
mayor medida— a las denuncias y protestas de organizaciones brasileñas tanto
sociales como sindicales. Estas han denunciado los gastos exorbitantes, que
exceden por mucho los de años anteriores. Se estima que el Gobierno de
Brasil ha gastado alrededor de 15,000 millones de dólares; solo para la
construcción o remodelación de los estadios la cifra asciende a unos 5,300
millones de dólares. En Sudáfrica, en 2010, y para diez estadios, se
desembolsaron 1,500 millones de dólares y en Alemania, en 2006, para doce
estadios, unos 1,400 millones de dólares.
El planteamiento de las
fuerzas sociales que protestan en Brasil ha sido claro: “No estamos en contra
de la Copa del Mundo, sino en contra del uso de recursos públicos para un
evento que beneficia principalmente a grandes multinacionales. No estamos en
contra del fútbol, sino en contra de las condiciones que la FIFA impone y de
los cuales el Estado es cómplice”. Se estima que seis de cada siete dólares
invertidos provienen directamente de las arcas del Gobierno, cuando una de las
promesas al ser elegido sede fue que la financiación total correría a cargo de
fondos de inversión privados. La FIFA se ha lavado las manos. Frente a ello se reacciona en Brasil. “No
estamos contra la fiesta deportiva, sino contra los amaños que hacen las
empresas constructoras en contubernio con los políticos. No estamos contra la
Copa del Mundo, estamos en contra la utilización del evento para realizar una
verdadera transferencia de ingresos al revés”. Brasilia tiene en la actualidad
un déficit habitacional de más de 200 mil familias, pero en lugar de utilizar
las tierras públicas para resolver esto, el Gobierno prefirió venderlas para la
construcción de uno de los estadios.
Diego Maradona ha
coincidido con estas voces al afirmar que “la FIFA es un poder feo, porque si
ganan 4 mil millones de dólares y el campeón se lleva 35, hay una diferencia
que no se puede creer”. Y agrega: “Tiene que saberlo la gente, la multinacional
FIFA se está comiendo la pelota”. Pero esto de “comerse la pelota” o “el
negocio del fútbol” viene de lejos. Eduardo Galeano, en su libro El fútbol a
sol y sombra (1995), sostiene que la FIFA, el Comité Olímpico Internacional
y la empresa IDL Marketing manejan los campeonatos mundiales de fútbol y las
olimpiadas como grandes transacciones de compra y venta. Relata Galeano que a
fines de 1994, Joao Havelange, expresidente de la FIFA, hablando en Nueva York
ante un círculo de hombres de negocios, confesó que el movimiento financiero
del fútbol en el mundo alcanzaba, anualmente, la suma de 225 mil millones de
dólares. Y se vanagloriaba comparando esa fortuna con los 136 mil millones de
dólares facturados en 1993 por la General Motors, que figuraba a la cabeza de
las mayores corporaciones multinacionales.
En este fútbol, tan
pendiente del marketing y de los patrocinadores, añade Galeano, nada
tiene de sorprendente que algunos de los clubes más importantes de Europa sean
empresas que pertenecen a otros negocios de carácter multinacional. Y por
ello no sorprende que “la máquina que convierte toda pasión en dinero no puede
darse el lujo de promover los productos más sanos y más aconsejables para la
vida deportiva: lisa y llanamente se pone al servicio de la mejor oferta, y
solo le interesa saber si Mastercad paga mejor o peor que Visa, y si Fujilim
pone o no pone sobre la mesa más dinero que Kodak. La Coca Cola, nutritivo
elixir que no pude faltar en el cuerpo de ningún atleta, encabeza siempre la
lista. Sus millonarias virtudes la ponen fuera de toda discusión”.
Asimismo, lamenta que los
clubes que tienen cierta autonomía y que no dependen directamente de otras
empresas están habitualmente dirigidos por opacos hombres de negocios y
políticos de segunda, que utilizan el fútbol como una catapulta de prestigio
para lanzarse al primer plano de la popularidad. Aunque hay también casos
excepcionales en lo que sucede al revés: personas que ponen su bien ganada fama
al servicio del fútbol, como el cantante inglés Elton John, que fue presidente
del Watford, el club de sus amores.
Según el escritor, tres
son las principales consecuencias de haber transformado el fútbol en una
empresa estrictamente comercial. En primer lugar, “el juego se ha convertido en
espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar”.
En segundo lugar, “el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más
lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar, sino para impedir que se
juegue”. Y por último, “la tecnocracia del deporte profesional ha ido
imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la
alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía”.
En suma, en el país del
“juego bonito”, Brasil, se nos ha dado una lección que va mucho más allá de la
fascinación que puede producir el fútbol. Las organizaciones sociales y
sindicales nos han mostrado la importancia de una ciudadanía responsable y
activa, que enfrenta las arbitrariedades, injusticias y corrupción que
provienen del poder político y económico. La participación de los afectados por
estos males ha puesto de manifiesto una realidad que no ha podido ser ahogada
ni encubierta por el espectáculo deportivo. Nos referimos a que un Mundial
financiado con dinero público, en un país donde la pobreza sigue golpeando a
sectores mayoritarios, representa un grave problema moral. Que la avaricia de
unos pocos termine apropiándose de lo que necesitan y a lo que tienen derecho
las mayorías pone de manifiesto un alto grado de corrupción e injusticia
social.
En lo que respecta a la
humanización del deporte, en este caso del fútbol, hay que retomar las sabias
palabras de Galeano y Leonardo Boff. El primero propone recuperar la alegría de
jugar: “Que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el
globo. Jugando sin motivo, sin reloj y sin juez”. Por su parte, Boff nos habla
del fútbol como una metáfora de lo mejor que los seres humanos podemos
presentar: “La combinación feliz del esfuerzo del individuo con la cooperación
del grupo. Una verdadera escuela de virtudes: autodominio, tranquilidad,
amabilidad y capacidad de perdón, de no devolver patada por patada”. En otras
palabras, poner límites a la avaricia de quienes controlan el fútbol mundial y
devolverle su carácter lúdico y ético son condiciones necesarias para que la
pelota sea de todos.
Carlos
Ayala Ramírez es director de Radio YSUCA de El Salvador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario